El Castillo en el Aire (17 page)

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Authors: Diana Wynne Jones

Tags: #Fantasia, Infantil y juventil, Aventuras

BOOK: El Castillo en el Aire
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—Ya lo puedes soltar —dijo Abdullah al soldado, que, ajeno a las leyes que gobiernan a los demonios, colgaba aún del enorme pie—. Ahora está obligado a quedarse y responderme.

El soldado lo soltó con recelo y se secó el sudor del rostro. No se mostró menos tranquilo cuando el demonio plegó sus alas y se arrodilló con naturalidad. Nada extraño, porque incluso arrodillado el demonio era tan alto como una casa y la cara que se hacía visible entre la niebla era horrorosa. Abdullah echó otro vistazo a Medianoche, que había vuelto a tamaño normal y se había escabullido entre los arbustos con Mequetrefe colgando de su boca. Pero la cara del demonio ocupaba casi toda su atención. Aunque brevemente, ya había visto antes esa mirada hueca y marrón y el anillo de oro que atravesaba la nariz ganchuda: cuando Flor-en-la-noche fue secuestrada en el jardín.

—Rectifico —dijo Abdullah—. Me has engañado tres veces.

—Oh, fueron más veces —dijo la voz del demonio retumbando indescriptiblemente—. Tantas que ya he perdido la cuenta.

En este punto, Abdullah cruzó los brazos con enfado:

—Explícate.

—Gustosamente —dijo el demonio—. De hecho estaba esperando que alguien me interrogase, aunque había supuesto que probablemente lo haría el duque de Farqtan o los tres príncipes rivales de Thayack, pero no tú. Ninguno antes ha mostrado suficiente determinación, lo que en cierto modo me sorprende. Salvo tú, y eso que nunca fuiste mi primera opción. Sabe, pues, que soy uno de los más grandes demonios de la Congregación de Demonios Buenos, y mi nombre es Hasruel.

—No sabía que hubiera demonios buenos —dijo el soldado.

—Oh, claro que los hay, inocente norteño —le dijo Abdullah—. He escuchado el nombre de este pronunciado en términos que lo sitúan casi al nivel de los ángeles.

El demonio frunció el ceño, una imagen poco agradable.

—Desinformado mercader —retumbó—, soy más importante que algunos ángeles. Unos doscientos ángeles del cielo inferior están a mi mando. Sirven como guardianes en la entrada de mi castillo.

Abdullah mantuvo los brazos cruzados y dio golpecitos en el suelo con el pie.

—Siendo ese el caso —dijo—, explícame porqué has considerado correcto comportarte conmigo de forma tan poco angelical.

—La culpa no es mía, mortal —dijo el demonio—. La necesidad me espoleó a hacerlo. Entiéndelo todo y perdóname. Sabe que mi madre, el gran espíritu Dazrah, en un momento de descuido, hará unos veinte años, se permitió ser embelesada por un demonio de la Congregación del Mal. Y dio a luz a mi hermano Dalzel que, puesto que el Mal y el Bien no casan bien juntos, resultó débil y blanco y escuchimizado. Mi madre no toleraba a Dalzel y me lo dio a mí para que lo criara. Me prodigué en cuidados durante su crecimiento. Así que puedes imaginar mi horror y mi pena cuando demostró haber heredado la naturaleza de su malvado padre. Cuando llegó a la mayoría de edad, su primer acto fue robar mi vida y esconderla, convirtiéndome de esta forma en su esclavo.

—¿Cómo? —dijo el soldado—. ¿Quieres decir que estás muerto?

—En absoluto, hombre ignorante —dijo Hasruel—. Los demonios no somos como vosotros los mortales. Sólo si es destruida una pequeña y concreta porción de nosotros podemos morir. Por esta razón, todos los demonios se quitan prudentemente esa pequeña parte y la esconden. Así lo hice yo. Pero cuando instruí a Dalzel para que escondiese su propia vida, yo, amorosa e imprudentemente, le dije dónde había escondido la mía. Y al instante se apoderó de ella, forzándome a hacer lo que se le antojara si no quería morir.

—Ahí quería yo llegar —dijo Abdullah—, se le antojó que raptaras a Flor-en-la-noche.

—Rectifico —dijo Hasruel—. Mi hermano ha heredado la grandeza de mente de su madre, la gran Dazrah. Me ordenó raptar a todas y cada una de las princesas del mundo. Tiene sentido, si te paras a pensarlo. Mi hermano está en edad de casarse, pero es tan mezclado de nacimiento que ningún demonio femenino lo aceptará. Se ha visto forzado a recurrir a mujeres mortales. Pero naturalmente, como demonio que es, sólo le sirven las mujeres de más alta cuna.

—Mi corazón sufre por tu hermano —comentó Abdullah—. ¿No se sentiría satisfecho con menos que la totalidad?

—¿Y por qué debería? —preguntó Hasruel—. Él dirige ahora mi poder. Ha pensado cuidadosamente el tema. Y entendiendo claramente que sus princesas serían incapaces de caminar sobre el cielo, como hacemos los demonios, me ordenó primero que sustrajese cierto castillo que pertenecía a un mago de estas tierras de Ingary para alojar en él a sus prometidas, y sólo después me ordenó que comenzara a raptar princesas. En esto ando ocupado ahora. Pero, obviamente, al mismo tiempo hago planes para mí mismo. Por cada princesa que me llevo, procuro dejar atrás al menos un amante herido o un príncipe desconsolado, alguien que pueda decidirse a intentar el rescate. Para conseguirlo, tendrá que desafiar a mi hermano y averiguar dónde esconde mi vida.

—¿Y aquí es donde entro yo, poderoso maquinador? —preguntó Abdullah con frialdad—. Formo parte de tus planes para recuperar tu vida, ¿no es así?

—Un poco sí —respondió el demonio—. Aunque lo cierto es que mis esperanzas estaban puestas en los herederos de Alberia o en el príncipe de Peichstan, pero ambos han olvidado el asunto y se han dedicado a la caza. De hecho, todo el mundo ha mostrado una destacable falta de espíritu, incluyendo al rey de High Norland, que se ha resignado a tener que catalogar sus libros por sí mismo, sin la ayuda de su hija; y aún así, él me parecía una opción más prometedora que tú. Podría decirse que tú eras una apuesta mínima. Después de todo, la profecía de tu nacimiento era altamente ambigua. Confieso haberte vendido la alfombra casi con aburrimiento.

—¡Fuiste tú! —exclamó Abdullah.

—Sí. Lo único divertido era la cantidad y la naturaleza de los sueños que procedían de tu puesto —dijo Hasruel. Pese al frío de la niebla, Abdullah notó que su cara estaba acalorándose—. Así que —continuó Hasruel— cuando para mi sorpresa escapaste del sultán de Zanzib, me pareció también divertido convertirme en tu personaje Kabul Aqba y te forcé a vivir algunas de tus fantasías. Siempre procuro que le sucedan las aventuras adecuadas a cada pretendiente.

Pese a su bochorno, Abdullah habría jurado que los ojos oscuros y dorados del demonio miraron de soslayo al soldado mientras decía esto último.

—¿Y a cuántos príncipes desconsolados has movilizado hasta la fecha, oh, perspicaz y chispeante demonio?

—A cerca de treinta —dijo Hasruel—, pero, como he dicho, la mayoría de ellos no se han puesto realmente en movimiento. Lo cual se me antoja extraño porque su cuna y sus cualidades son de sobra mejores que las tuyas. De cualquier modo, me consuelo pensando que aún me quedan ciento treinta y dos princesas por raptar.

—Creo que deberías sentirte satisfecho conmigo —dijo Abdullah—. Puede que mi cuna sea baja, pero así lo quiere el destino. Y estoy en posición de asegurar esto, puesto que recientemente lo he desafiado en lo que refiere a esta misma cuestión.

El demonio sonrió (una estampa tan poco agradable como cuando frunció el ceño) y asintió:

—Lo sé. Esa es la razón por la que me he rebajado a aparecer ante ti. Dos de mis ángeles sirvientes regresaron ayer a mi lado tras haber sido colgados del cuello, en su forma humana. Ninguno de los dos estaba completamente complacido por ello y ambos afirmaban que había sido cosa tuya.

Abdullah hizo una reverencia.

—Sin duda, cuando lo piensen dos veces, preferirán esto a ser sapos inmortales —dijo Abdullah—, Ahora dime una última cosa, amable ladrón de princesas. Dime dónde puedo encontrar a Flor-en-la-noche, por no mencionar a tu hermano Dalzel.

La sonrisa del demonio se agrandó, haciéndose incluso más desagradable, pues de este modo revelaba un puñado de colmillos, extremadamente largos. El demonio señaló hacia arriba con un pulgar vasto y puntiagudo.

—¡Diantre, aventurero terrestre! Naturalmente están en el castillo que has visto todos estos días al atardecer —respondió—. Como te dije, solía pertenecer a un mago de esta región. No te será fácil llegar hasta allí y, si lo haces, te vendría bien recordar que soy el esclavo de mi hermano y que me veré forzado a actuar contra ti.

—Entendido —dijo Abdullah.

El demonio plantó sus garras en el suelo y comenzó a impulsarse hacia arriba.

—Debería hacer otra observación —dijo—: la alfombra tiene órdenes de no seguirme. ¿Puedo partir ya?

—¡No, espera! —gritó el soldado.

Al mismo tiempo, Abdullah recordó algo que había olvidado y preguntó:

—¿Y qué hay del genio?

Pero la voz del soldado era más fuerte y profunda que la de Abdullah:

—¡ESPERA, monstruo! ¿Está ese castillo merodeando por aquí en el cielo por algún motivo en particular, monstruo?

Hasruel sonrió de nuevo y se detuvo, manteniendo el equilibrio sobre una enorme rodilla.

—Muy perspicaz por tu parte, soldado. De hecho, sí. El castillo está aquí porque estoy preparando el secuestro de la hija del rey de Ingary, la princesa Valeria.

—¡Mi princesa! —dijo el soldado.

La sonrisa de Hasruel se convirtió en carcajada. Echó para atrás la cabeza y chilló alejándose en la niebla:

—¡Lo dudo, soldado! ¡Oh, lo dudo! La princesa sólo tiene cuatro años. Pero aunque ella no te sea útil a ti, confío en que vosotros me seáis útiles a mí. Tú y tu amigo de Zanzib sois unos peones bien situados en mi tablero de ajedrez.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó el soldado con indignación.

—¡Que vosotros vais a ayudarme a raptarla! —dijo el demonio y, con una fuerte sacudida de sus alas, se impulsó hacia arriba, al interior de la niebla, profiriendo una risa descomunal.

En el que los viajeros llegan a Kingsbury

—Si quieres saber mi opinión —dijo el soldado tirando de mala gana su morral sobre la alfombra mágica— te diré que esa criatura es tan mala como su hermano... ¡Si es que tiene un hermano!

—Oh, por supuesto que tiene un hermano. Los demonios no mienten —dijo Abdullah—, pero se consideran superiores a los mortales, incluso los demonios buenos. Y el nombre de Hasruel está en las Listas del Bien.

—¡Pero podrías haberme engañado tú! —dijo el soldado—. ¿Dónde se habrá metido Medianoche? Ha de estar muerta de miedo.

El soldado montó tanto jaleo atrapando a Medianoche entre los arbustos que Abdullah desistió de seguir explicándole las costumbres de los demonios, algo que todos los niños de Zanzib aprendían en la escuela. Lo cierto es que temía que el soldado tuviera razón. Hasruel podía haber tomado los Siete Votos necesarios para pertenecer a la Congregación del Bien, pero su hermano le había dado la excusa perfecta para romper todos y cada uno de ellos. Fuese un demonio bueno o malo, Hasruel se lo estaba pasando en grande.

Abdullah recogió la botella del genio y la puso en la alfombra, pero la botella, de repente, se cayó de lado y rodó hacia fuera.

—¡No, no! —gritó el genio desde el interior—. ¡Yo no me monto en eso! ¿Por qué crees que me tiré la última vez? Odio las alturas.

—¡Oh, no empieces! —dijo el soldado. Tenía a Medianoche enrollada alrededor de un brazo pataleando, rasgando, mordiendo y demostrando de todas las maneras posibles que los gatos y las alfombras voladoras no hacen una buena mezcla. Lo cual habría bastado para irritar a cualquiera, pero Abdullah sospechaba que el mal humor del soldado tenía más que ver con el hecho de que la princesa Valeria era sólo una niña de cuatro años. El soldado ya se había imaginado comprometiéndose con la princesa Valeria. Y ahora, como era natural, se sentía como un tonto.

Abdullah agarró con firmeza la botella del genio y se sentó en la alfombra. Diplomáticamente, evitó hacer comentarios acerca de su apuesta aunque para él estaba claro que había ganado. Es cierto que volvían a tener la alfombra, pero como le estaba prohibido seguir al demonio no resultaba útil para rescatar a Flor-en-la-noche.

Después de una prolongada riña, el soldado consiguió que Medianoche y su sombrero y Mequetrefe y él mismo estuvieran más o menos seguros en la alfombra.

—Da tus órdenes —dijo el soldado. Su cara morena estaba encendida.

Abdullah roncó. La alfombra se elevó medio metro en el aire con suavidad y Medianoche aulló y forcejeó, y el genio se estremeció en las manos de Abdullah.

—Oh, elegante tapiz de encantamiento —dijo Abdullah—. Oh, alfombra compuesta de los más complejos conjuros, te ruego que te muevas a una velocidad sosegada hacia Kingsbury, pero, para ejercitar la grandiosa sabiduría entretejida en tu fabricación, asegúrate de que nadie nos ve por el camino.

Obediente, la alfombra se dirigió hacia arriba y hacia el sur, escalando la niebla. El soldado apresó a Medianoche en sus brazos. Una ronca y temblorosa voz dijo desde la botella:

—¿Tienes que alabarla tan nauseabundamente?

—Al contrario que tú —dijo Abdullah—, esta alfombra es de un sortilegio tan puro y excelente que atiende sólo al más fino lenguaje. En el fondo es una poeta entre las alfombras.

Una cierta satisfacción emanó de las hebras de la alfombra. Mantuvo sus raídos filos orgullosamente rectos y navegó con dulzura hacia la dorada luz del sol sobre la niebla. Un pequeño chorro azul salió de la botella y desapareció con un aullido de pánico:

—¡Bueno, yo no haría eso! —replicó el genio.

Al principio fue fácil para la alfombra que no la vieran. Se limitó a volar sobre la niebla, que permanecía bajo ellos con el cuerpo y la blancura de la leche. Pero, conforme el sol ascendía, empezaron a aparecer a través de la bruma brillantes campos verdes y dorados y después caminos blancos y casas aisladas. Mequetrefe estaba completamente fascinado. Permaneció de pie en el borde mirando hacia abajo con tanta atención que parecía que se iba a tirar de cabeza de un momento a otro, así que el soldado agarró su pequeña y poblada cola con una mano.

Y menos mal que lo hizo. La alfombra se inclinó y se lanzó sobre una hilera de árboles que seguían el margen de un río. Medianoche clavó sus garras en ella y Abdullah apenas pudo salvar el morral del soldado.

El soldado parecía algo mareado:

—¿Son necesarias tantas precauciones para que no nos vean? —preguntó mientras se deslizaban entre los árboles como unos amantes agazapados entre los setos.

—Así lo creo —dijo Abdullah—, mi experiencia dice que ver esta águila entre las alfombras es desear robarla —y le habló del jinete montado en el camello.

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