Read El Castillo en el Aire Online
Authors: Diana Wynne Jones
Tags: #Fantasia, Infantil y juventil, Aventuras
—¿Qué es esto? —jadeó—. Yo exijo... como ciudadano... ¿Dónde vamos?
—Cállate. Ya lo verás —respondieron, demasiado en forma para jadear.
Poco después, metieron a toda prisa a Abdullah por debajo de una puerta maciza hecha de bloques de piedra que resplandecían al sol y lo condujeron a la puerta de una herrería, que parecía un horno, situada en un patio brillante, donde pasaron cinco minutos cargando a Abdullah de cadenas. Él protestó aún más.
—¿Para qué es esto? ¿Dónde estamos? ¡Exijo saberlo!
—Cállate —dijo el jefe del escuadrón. Luego comentó a su segundo al mando en su bárbaro acento del norte—: Siempre se retuercen así estos zanzibeños, no tienen noción de la dignidad.
Mientras el jefe del escuadrón decía esto, el herrero (que era también de Zanzib) le murmuró a Abdullah:
—El sultán te busca. No creo que tengas muchas posibilidades. La última vez que encadené así a alguien, lo crucificaron.
—Pero yo no he hecho nada —protestó Abdullah.
—¡CÁLLATE! —gritó el jefe del escuadrón—. ¿Has terminado, herrero? Bien. ¡Paso ligero! —Y condujeron a Abdullah de nuevo a través del patio brillante y hasta el interior de un gran edificio situado en el otro extremo.
Abdullah jamás hubiera imaginado que era posible andar con esas cadenas. Así eran de pesadas. Pero es increíble lo que puede hacer uno si un grupo de soldados de caras largas se empeña en que lo hagas. Corrió, ¡clin, clan!, ¡clin, clan!, ¡clanc!, hasta que finalmente, con un exhausto traqueteo, llegó a los pies de un asiento sumamente alto hecho de azulejos dorados y azul marino y cubierto con almohadones. Allí, todos los soldados se arrodillaron, de forma distante, decorosa, como hacen los soldados del norte con la persona que les paga.
—Entrego al prisionero Abdullah, mi señor sultán —dijo el jefe del batallón.
Abdullah no se arrodilló. Siguió las costumbres de Zanzib y se tiró boca abajo. Además, estaba extenuado y era más fácil dejarse caer con un poderoso estrépito que hacer cualquier otra cosa. El suelo de azulejos estaba bendita y maravillosamente frío.
—Haced que el hijo del excremento del camello se arrodille —dijo el sultán—. Haced que esa criatura nos mire a la cara —hablaba en voz baja pero temblaba con ira.
Un soldado lo arrastró de las cadenas y otros dos tiraron de sus brazos hasta que consiguieron ponerlo más o menos de rodillas. Lo sostuvieron de aquella forma y Abdullah se alegró. De no ser así se habría derrumbado con horror. El hombre que ocupaba el trono de azulejos era gordo y calvo y tenía una poblada barba gris. Con aparente indolencia pero implacablemente enfadado en realidad, tamborileaba los dedos en un almohadón sosteniendo una cosa de algodón blanco que tenía una borla encima. Fue esta cosa decorada con una borla lo que hizo que Abdullah entendiera en qué problema estaba metido. Aquello era su propio gorro de dormir.
—Bien, perro de un montón de estiércol —dijo el sultán—. ¿Dónde está mi hija?
—No tengo ni idea —dijo Abdullah con pesar.
—¿Niegas —dijo, balanceando el gorro como si se tratase de una cabeza cortada que estuviese sosteniendo por el pelo—, niegas que este sea tu gorro de dormir? ¡Tiene tu nombre dentro, el tuyo, miserable vendedor! Lo encontré yo, yo mismo, en persona, dentro del joyero de mi hija, junto con ochenta y dos retratos de personas corrientes, que habían sido escondidos por ella en ochenta y dos sitios ingeniosos.
¿Niegas que entraste sigilosamente en mi jardín nocturno y te presentaste ante mi hija con esos retratos? ¿Niegas que fue entonces cuando te llevaste furtivamente a mi hija?
—¡Sí, lo niego! —dijo Abdullah—. No niego el gorro o las pinturas, oh, el más exaltado de los defensores de los débiles, aunque debo señalar que tu hija es más lista escondiendo que tú encontrando, gran portador de sabiduría, puesto que le di, de hecho, ciento siete pinturas más de las que has descubierto, pero verdaderamente yo no he secuestrado a Flor-en-la-noche. Fue raptada delante de mis mismos ojos por un enorme y horroroso demonio. Y no sé mejor que tu celestial persona dónde está ahora mismo.
—¡Vaya historia! —dijo el sultán—. ¡Con demonio incluido! ¡Mentiroso! ¡Gusano!
—Juro que es verdad —gritó Abdullah. Tenía ya tal desesperación que poco le importaba lo que decía—. Trae el objeto sagrado que prefieras y yo juraré sobre él lo del demonio. Encántame para que diga la verdad y continuaré diciendo lo mismo, oh, poderoso machacador de los criminales. Porque esa es la verdad. Y, puesto que yo estoy más desolado que tú por la pérdida de tu hija, grandioso sultán, gloria de nuestra tierra, ¡te imploro que me mates ahora y me libres de una vida de miseria!
—Haré con gusto que te ejecuten —dijo el sultán—, pero primero dime dónde está ella.
—¡Pero si ya te lo he dicho, maravilla del mundo! —dijo Abdullah—, no sé dónde está.
—Lleváoslo —dijo el sultán con gran calma a sus soldados arrodillados quienes se levantaron de un salto y pusieron a Abdullah de pie—. Torturadle hasta sacarle la verdad —añadió el sultán—. Cuando la encontremos lo podéis matar, pero que sobreviva hasta entonces. Me atrevo a decir que el príncipe de Ochinstan aceptará ser su viudo si doblo la dote.
—¡Te equivocas, soberano de los soberanos! —jadeó Abdullah mientras los soldados lo arrastraban sonoramente sobre los azulejos—. No tengo ni idea de dónde fue el demonio, y mi gran pena es que se la llevó antes de que tuviera la oportunidad de casarme con ella.
—¿Qué? —gritó el sultán—. ¡Traedlo de vuelta! —Los soldados al unísono arrastraron a Abdullah y sus cadenas otra vez hasta la silla de azulejos, donde ahora el sultán se inclinaba enfadado hacia delante—. ¿Ensucias mi limpio oído diciendo que no te has casado con mi hija, mugre? —exigió.
—Correcto, poderoso monarca —dijo Abdullah—. El demonio llegó antes de que pudiéramos fugarnos.
El sultán bajó hacia él una mirada que parecía de horror:
—¿Es esa la verdad?
—Juro —dijo Abdullah— que ni siquiera he besado a tu hija. Había pensado buscar un magistrado tan pronto como estuviésemos lejos de Zanzib. Sé qué es lo apropiado. Pero también veía apropiado asegurarme primero de que Flor-en-la-noche quería de verdad casarse conmigo. Me dio la impresión de que tomó su decisión en la ignorancia, a pesar de las ciento ochenta y nueve pinturas. Si me perdonas que diga esto, protector de los patriotas, tu método para criar hijas es definitivamente inaudito. Me tomó por una mujer cuando me vio la primera vez.
—Así que —dijo el sultán meditabundo— cuando la noche pasada ordené a los soldados atrapar y matar al intruso del jardín, podría haber sido desastroso. ¡Tú, loco —le dijo a Abdullah—, esclavo y chucho que se atreve a criticar! Por supuesto que debía criar a mi hija tal y como lo he hecho. ¡La profecía de su nacimiento afirma que se casará con el primer hombre, aparte de mí, que vea!
Pese a las cadenas, Abdullah se enderezó. Por primera vez en aquel día sintió una punzada de esperanza.
El sultán contemplaba la ornamentada y elegante sala de azulejos, pensando.
—Esa profecía me venía muy bien —comentó—. He deseado durante mucho tiempo una alianza con las ciudades del norte, porque ellos tienen mejores armas que las que hacemos aquí y, según tengo entendido, algunas de esas armas son verdaderamente mágicas. Pero los príncipes de Ochinstan son muy difíciles de atrapar. Así que todo lo que tenía que hacer, o eso creía, era alejar a mi hija de cualquier posibilidad de ver a un hombre, y darle naturalmente la mejor educación, asegurándome de que ella pudiera cantar y bailar y hacerse agradable para un príncipe. De este modo, cuando mi hija estuviera en edad casadera, invitaría al príncipe, en una visita de estado. Iba a venir el año próximo, cuando hubiera acabado de someter la tierra que anda conquistando con esas mismas excelentes armas. Y sabía que tan pronto como mi hija pusiera los ojos en él, ¡la profecía se encargaría del resto! —Sus ojos giraron torvamente hacia Abdullah—. ¡Mis planes han sido desbaratados por un insecto como tú!
—Eso es desafortunadamente cierto, oh, el más prudente de los gobernantes —admitió Abdullah—. Dime, ¿acaso es este príncipe de Ochinstan viejo y algo feo?
—Creo que es espantoso a la manera norteña, como estos mercenarios —dijo el sultán, y Abdullah notó que los soldados (la mayoría de ellos cubiertos de pecas y con el pelo rojizo) se ponían tensos—. ¿Por qué preguntas eso, perro?
—Porque, si perdonas más críticas a tu gran sabiduría, oh, abrigo de nuestra nación, eso parece algo injusto para tu hija —observó Abdullah. Sintió que los ojos de los soldados se giraban hacia él, maravillándose de su atrevimiento. Abdullah no se inmutó, sabía que tenía muy poco que perder.
—Las mujeres no cuentan, así que es imposible ser injusto con ellas.
—No estoy de acuerdo —dijo Abdullah, y los soldados lo miraron aún más fijamente.
El sultán le lanzó una mirada fulminante. Sus poderosas manos apretaban el gorro como si se tratase del cuello de Abdullah:
—¡Cállate, sapo enfermo! —dijo—. O harás que me olvide de mí mismo y ordene tu ejecución instantánea.
Abdullah se relajó un poco:
—Oh, absoluta espada entre los ciudadanos, te imploro que me mates ahora —dijo—. He transgredido, pecado y entrado sin autorización en tu jardín nocturno.
—¡Cállate! —dijo el sultán—. Sabes perfectamente que no puedo matarte hasta que haya encontrado a mi hija y me haya asegurado de que se casa contigo.
Abdullah se relajó aún más:
—Tu esclavo no sigue tu razonamiento, oh, joya de la justicia —protestó—, exijo morir ahora.
El sultán prácticamente le gruñó:
—Si he aprendido algo —dijo— de este penoso negocio, es que ni siquiera yo, el sultán de Zanzib, aun siéndolo puedo engañar al destino. La profecía se realizará de todos modos, lo sé. Así que, si quiero que mi hija se case con el príncipe de Ochinstan primero tengo que hacer que la profecía se lleve a cabo.
Abdullah se relajó por completo. Él había comprendido esto de inmediato, pero quería asegurarse de que el sultán también se diera cuenta. Y lo había hecho. Flor-en-la-noche había heredado claramente la mente lógica de su padre.
—Y bien, ¿dónde está mi hija? —preguntó el sultán.
—Te lo he dicho, oh, sol brillante sobre Zanzib —dijo Abdullah—. El demonio...
—No he creído lo del demonio ni por un momento —dijo el sultán—. Resulta demasiado oportuno. Tienes que haber escondido a la niña en alguna parte. Lleváoslo —dijo a los soldados— y encerradlo en la mazmorra más segura que tengamos. Dejadle las cadenas. Ha debido de usar alguna forma de encantamiento para entrar en el jardín y probablemente la use para escapar a menos que seamos cuidadosos. —Abdullah no pudo evitar estremecerse en este punto. El sultán se dio cuenta. Sonrió de forma desagradable—. Después quiero que busquéis a mi hija, casa por casa. Debe ser traída a la mazmorra para la boda tan pronto como sea encontrada. —Sus ojos se volvieron, meditabundos, hacia Abdullah—. Hasta entonces —dijo— me entretendré inventando nuevas maneras de matarte, por el momento, soy partidario de atravesarte con una estaca de veinte metros y después soltar buitres para que te coman a cachitos. Pero podría cambiar de idea si se me ocurre algo mejor.
Mientras los soldados lo arrastraban fuera, Abdullah sintió de nuevo algo cercano a la desesperación. Pensó en la profecía hecha en su propio nacimiento. Una estaca de veinte metros lo alzaría amablemente sobre todos los demás hombres de esta tierra.
Pusieron a Abdullah en una mazmorra profunda y maloliente cuya única iluminación procedía de una diminuta rejilla situada en el techo. Y la luz que llegaba no era luz del día. Probablemente venía de una ventana distante al final de un pasillo del piso superior, en cuyo suelo estaba la rejilla.
Consciente de que eso era lo que más iba a echar de menos, mientras los soldados lo arrastraban, Abdullah trató de llenar sus ojos y su mente con imágenes de luz. En el intervalo de tiempo en que los soldados cerraban la puerta exterior de las mazmorras, miró hacia arriba y a su alrededor. Estaban en un patio pequeño y oscuro, de desnudos muros de piedra que parecían acantilados. Pero si estiraba el cuello hacia atrás, Abdullah alcanzaba a ver, a media distancia, el contorno de un esbelto minarete alumbrado por el oro creciente de la mañana. Se sorprendió al comprobar que sólo pasaba una hora del amanecer. El cielo sobre el minarete era de un azul profundo y sólo había en él una plácida nube. La mañana todavía ruborizaba la nube de rojo y oro, dándole el aspecto de un castillo de altas torres y ventanas doradas. La dorada luz tocó las alas de un pájaro blanco que daba vueltas alrededor del minarete. Abdullah estaba seguro de que esa sería la última maravilla que vería en su vida. Fijó allí su vista mientras los soldados lo arrojaban dentro.
Cuando lo encerraron en la fría y gris mazmorra, intentó guardar esta imagen como un tesoro, pero le fue imposible. La mazmorra era otro mundo. Durante un buen rato, estuvo demasiado abatido como para notar cuánto lo constreñían las cadenas. Al darse cuenta, las zarandeó y las golpeó cuanto pudo en el suelo frío, pero esto no ayudó mucho.
—Debo hacerme a la idea de que estaré aquí de por vida —se dijo—. A menos que alguien rescate a Flor-en-la-noche, por supuesto. —Pero eso, en tanto el sultán se negara a creer en el demonio, parecía poco probable.
Más tarde, intentó conjurar su desesperación soñando despierto. Verse a sí mismo como un príncipe raptado no ayudaba para nada. Sabía que eran sólo mentiras, y se culpó porque Flor-en-la-noche había creído que era cierto. Quizá ella había decidido casarse con él porque pensaba que era un príncipe (siendo ella misma una princesa, como ahora sabía). No podía ni imaginarse contándole la verdad. Durante unos momentos, se creyó merecedor del peor de los destinos que el sultán pudiera inventar para él.
Luego se puso a pensar en Flor-en-la-noche. Donde fuera que estuviese, seguro que estaba al menos tan asustada y triste como él. Abdullah anhelaba consolarla. Eran tantas sus ganas de rescatarla que pasó mucho tiempo tirando inútilmente de las cadenas.
—¡Puesto que lo más probable es que nadie más vaya a intentarlo —masculló—, debo salir de aquí!
Entonces intentó llamar a la alfombra, aunque estaba seguro de que esa era otra de sus tontas ideas, como sus sueños. La visualizó sobre el suelo de su puesto y la llamó en voz alta, una y otra vez, sin descanso. Pronunció todas las palabras mágicas que se le ocurrieron, esperando que alguna de ellas fuera la correcta.