El cartógrafo y el misterio del Al-kemal (34 page)

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Authors: Frank G. Slaughter

Tags: #Historico

BOOK: El cartógrafo y el misterio del Al-kemal
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—Lo que me interesa es el Oeste, no el Sur —le respondió el marinero—. ¿Sabéis cuánto hemos navegado hacia el Oeste?

—Sólo un cálculo aproximado.

Andrea se volvió hacia Eric.

—¿Cuánto diríais vos, capitán?

Eric se encogió de hombros.

—Puede que unas quinientas leguas. No estoy seguro.

La estimación se basaba en la legua española, lo que los situaba más al oeste de lo que jamás hubiera llegado ningún otro barco. Antes de que la enormidad de esta distancia pudiera turbar a los marineros, Andrea volvió a hablar.

—No creo que estemos muy lejos de la Antilia.

Esta vez fue el turno de un marinero canoso, llamado Alonso Sánchez.

—¿Hay alguien que haya visto realmente alguna vez la Antilia, señor?

—Alguien ha tenido que verla —le aseguró Andrea— ya que aparece en los mapas del mar del oeste desde hace veinte años.

No hubo más preguntas, así que cada uno volvió a su puesto. La capa de algas flotantes ya no era tan densa, y de vez en cuando se veía una zona limpia de una milla aproximadamente de anchura. En esas zonas echaron las cañas y pescaron rápidamente todo lo que pudieron para comer. De vez en cuando veían algunos cangrejos flotando con las algas, pero eran tan pequeños que no merecía la pena cogerlos.

Aquella noche un chaparrón tropical les ayudó a llenar los barriles de agua, lo que junto a una buena comida, les ayudó a animarse. La noche era clara, y el viento ligero los seguía empujando hacia el sudoeste, balanceándose con el suave movimiento de las olas.

Aquella noche Andrea pudo hacer varias observaciones de la Estrella Polar con el Al-Kemal, estudiando los nudos que había hecho en su viaje a Guinea.

—Nuestra latitud está un poco más al norte que la del Cabo Blanco de la costa africana —anunció—. Los barcos del infante han navegado mucho más al sur.

—¿Qué nos podéis decir sobre la Antilia?

—Estamos aún un poco al norte, según mis mapas del mundo y los de otros cartógrafos —admitió Andrea—. Le pediré a Eric que cambie un poco el rumbo para conseguir llegar hasta su paralelo.

Leonor estaba sola cuando volvió a la cubierta de proa después de hablar con Eric Vallarte. Fray Mauro y ella lo habían estado ayudando a estudiar la Estrella Polar, pero fray Mauro se había ido a su jergón a dormir.

—¿Qué será de nosotros, Andrea? —le preguntó mientras él se sentaba en la parte más estrecha de la cubierta, junto a ella. En la intimidad tranquila de aquel recodo parecía natural que lo llamara por su nombre.

—No lo sé, señora —admitió.

—Fray Mauro dice que la mayoría de los entendidos de Villa do Infante no creen que la Antilia exista. Creen que se trata de una leyenda, como la de la isla de San Brandán.

—Apostaría cualquier cosa a que existe una tierra al oeste —le aseguró—. Un monje llamado Hoei Shin dice haber descubierto un gran país navegando hacia el este desde China hace unos mil años. Sabemos de la existencia de un lugar llamado Tierra del Vino, que descubrieron los vikingos, y la zona llamada Droceo aparece bien clara en el mapa de Zeno. Lo vi cuando jugaba de niño en la bohardilla de Nicolò Zeno, en Venecia. Además, los habitantes de Droceo le hablaron de unas tierras más al sudoeste con templos y grandes riquezas.

—Estamos todos con vos en esta apuesta —le dijo con toda sencillez— y nos va la vida en ello.

—Sí, ya lo sé —le dijo mostrándose seguro—. Lo que más me preocupa es vuestra vida, no la mía.

—Y, ¿por qué… pensáis más en mi vida que en la de los demás?

—Por lo que siento por vos. De esto deberíais haberos dado cuenta.

—Y, ¿cómo iba a saberlo si nunca me lo habéis dicho?

Andrea respiró profundamente. Le parecía imposible que todavía no lo hubiera entendido, y lo que sus palabras parecían implicar.

—No os he dicho nada porque os amo como nunca antes he amado, y no quiero haceros daño si es que algún día ocurre un milagro, y llegáis a amarme.

La joven buscó sus manos en la oscuridad. Entre sus dedos, cálidos, tomó los de él, que se mostraban mucho más vivos y cercanos a un abrazo o una caricia de lo que lo habían estado desde la noche en que la había besado de vuelta de la fiesta en Villa do Infante.

—Este milagro ya ha ocurrido, Andrea
mio
—dijo suavemente.

Andrea luchó contra el abrumador impulso de tomarla entre sus brazos, porque sabía que tenía que ser tan sincero como ella lo había sido. Sin embargo, antes de que pudiera decir nada más, Leonor se le adelantó.

—¿No decís nada porque aún amáis a la mujer de Venecia, Andrea? —su voz parecía serena, aunque él se dio cuenta de lo difícil que se le estaba haciendo pronunciar estas palabras.

Negó con la cabeza.

—Estoy seguro de que nunca llegaría a amarla tanto como a vos. Y, sin embargo… —no consiguió seguir hablando porque no lograba explicar la fuerza, o el influjo, que Angelita tenía sobre él.

—Y, sin embargo, no podéis olvidarla. ¿Es eso?

—Algo parecido —admitió—. Si pudiera volver a ver a Angelita… cara a cara… creo que todo este sufrimiento se acabaría.

—¿Cómo podéis estar tan seguro?

—Durante todo el viaje a Guinea la olvidé por completo, y el día que llegué a Lagos y os vi desde el barco mientras me esperabais en el muelle, de repente me di cuenta de cuánto os había echado de menos y de cuánto os amo. Estoy seguro de que podría ser completamente feliz sin volver a verla, pero…

—¿Pero entonces recibisteis su carta?

La miró sorprendido.

—¿Cómo lo habéis sabido?

—Fray Mauro es mi confesor y no quería que se me partiese el corazón por un hombre que ama a otra mujer, así que me advirtió.

—Ella quiere que vuelva a Venecia —admitió Andrea—. Incluso me ha ofrecido su ayuda para volver a tomar el control sobre la compañía naviera.

No lo miró mientras se lo dijo, pero su voz parecía serena.

—Tenéis que ir, por supuesto. Nadie tiene el derecho de pediros que dejéis pasar la oportunidad de recuperar vuestro buen nombre ante una acusación de asesinato.

La tomó suavemente por los hombros para obligarla a mirarlo a la cara. Incluso en la oscuridad se veía que tenía lágrimas en los ojos.

—¿Me esperaréis,
carissima
?

Como respuesta, le tocó las mejillas con los dedos, antes de tomarlo entre las manos y besarlo.

—Deberíais saber ya la respuesta —le dijo suavemente—. No soy de las que dan su amor a la ligera… ni lo retiran sin motivo.

Andrea suspiró feliz.

—Ahora tengo que llevar este barco de vuelta a Lagos —le dijo—. Todo lo que tengo que hacer en Venecia es restablecer mi buen nombre. Mattei se puede quedar con las riquezas de mi familia.

La sonrisa de la joven mostraba la sabiduría de una mujer enamorada, sin importar la edad.

—¿Qué más riquezas puede desear una mujer que el que un hombre como vos la ame, Andrea
mio
?

X

Durante diez días más el Infante Enrique navegó por aguas tranquilas, con una ligera brisa hinchando sus velas. Aparte de los turnos que hacían para ocuparse de las bombas, la tripulación no tenía mucho más que hacer.

Andrea daba gracias al cielo por el constante trabajo de bombeo, ya que el trabajo y la fatiga que suponía ayudaba a que los hombres no se pararan mucho a pensar en cuánto tiempo seguirían avanzando hacia el oeste en lo que parecía un océano eterno, en el que muy pocos se habían adentrado tanto (si es que alguien lo había hecho en realidad).

Entonces, diez días después de haber entrado en aquel mar de algas, algo hizo que se avivaran las esperanzas de todos: un conjunto de marsopas aparecieron ante ellos. Estos delfines juguetones no solían encontrarse en el Mediterráneo, pero Andrea había visto muchos en el viaje a Madeira y las islas Canarias, y también cerca de las costas de Cabo Blanco y de la desembocadura del río Sanaga, por lo que se atrevió a pensar que quizá eran una señal de que se estuvieran acercando a la costa; pero además estos animales supusieron para ellos una gran fuente de alimento, que tanto necesitaban.

Las provisiones de carne de cerdo y buey eran escasas, ya que la mayoría de ellas se habían echado a perder con el agua, aunque habían hecho de todo para que duraran todo lo posible. La dieta exclusivamente a base del pescado que conseguían cada día se estaba haciendo cada vez más monótona, ya que, además, se estaban quedando sin carbón, por lo que tenían que comerse el pescado prácticamente crudo.

Uno de los arqueros más hábiles se puso en la proa, ató una cuerda fuerte a la flecha y disparó contra las marsopas. Pescaron varias de ellas, que arrastraron hasta la cubierta, donde las trocearon. Descubrieron además que la cabeza y la piel eran muy grasas, por lo que pudieron usar esta grasa como sustituto del carbón para cocinar.

Aquella noche lo festejaron con filetes de marsopa, y al día siguiente se animaron todavía más cuando vieron un tronco flotando en el mar. El segundo día encontraron otro tronco más, pero esta vez tenía uno de los extremos tallado, formando una punta afilada, por lo que empezaron a preocuparse al pensar que si los habitantes de aquellas tierras contaban con herramientas capaces de derribar árboles, puede que atacaran a los desconocidos que llegaran a sus costas; pero no tenían otra opción, así que siguieron adelante mientras examinaban el estado de sus armas.

Más animados por estos descubrimientos, Eric Vallarte ordenó que se colocara una cuerda en la punta más alta del mástil para que un vigía pudiera subir sobre las velas hinchadas del palo mayor en busca de tierra.

Tres días más tarde, justo después del amanecer, un vigía gritó:

—¡Tierra a la vista! —el grito que llevaban esperando desde hacía muchas semanas.

Andrea fue el primero en encaramarse hasta donde estaba el vigía. No había duda alguna de que habían visto tierra: ya se veía claramente el contorno bajo y oscuro de una isla con palmeras justo delante de ellos. Era muy pequeña, por lo que Andrea pensó que como mucho podría tener algún arrollo o manantial, pero seguramente ninguna de las cosas que necesitaban para reparar la nave. De todas formas, era tierra, algo que no habían visto desde hacía un mes.

—Hay una isla justo delante de nosotros —gritó Andrea a cubierta, donde se encontraba Eric Vallarte con el resto de la tripulación.

—¿Podría ser la Antilia? —Eric Vallarte hizo la pregunta que todos estaban deseando hacer.

—Es demasiado pequeña. Creo que es una de las islas que la rodean. Estoy seguro de que veremos más islas en cuanto el sol brille con más fuerza y más alto.

Sus predicciones resultaron acertadas. Cuando se acercaron un poco más y la luz del sol empezó a ser más fuerte empezaron a ver otras islas ante ellos. No había ninguna muy alta, y sólo unas pocas tenían árboles, pero no se desanimaron. Donde había tantas islas pequeñas, estaba claro que tenía que haber alguna más grande, y en alguna de ellas podrían atracar el barco y carenarlo, al tiempo que podrían buscar agua y comida para su viaje a las Azores, y proseguir desde allí a Lagos.

Andrea se quedó en lo alto del mástil, observando el mar con atención para ver si descubría una isla más grande que pudiera ser la Antilia. Según los mapas, ésta debería de tener unas veinte leguas o más de longitud, por lo que estaba seguro de que no tendría grandes problemas para reconocerla.

Sin embargo, no vio ninguna masa de tierra con estas características. Ante ellos iban apareciendo muchas islas, pero todas pequeñas, y con sólo algunos árboles raquíticos. Algunas estaban rodeadas por arrecifes, que se distinguían por la espuma que formaban las olas bastante lejos de la costa. Enfrente de ellas, hacia el sur, se veía otro grupo de islas.

El Infante Enrique seguía adelante a través del pasaje que formaban ambos grupos de islas, con unas aguas verdosas y en calma. Notaron una corriente de agua fuerte al acercarse a la parte más ancha del pasaje, y Eric Vallarte dio órdenes de arriar las velas. A los lados del timón colocaron unos remos como los de los bergantines piratas, que llevaban todos los barcos para ayudarse a entrar y salir de los puertos y para protegerse contra el sotavento cuando llegaban a las costas con el mar en calma. Estas improvisadas cañas del timón no eran suficientes para dirigir el rumbo del Infante Enrique con el viento en contra, pero sí que facilitaban su dirección con el viento a favor, como lo tenían en aquel momento.

Incluso con las velas arriadas, la corriente los arrastró a gran velocidad a través del canal. Chocar contra una roca habría sido un desastre, pero no podían hacer nada por evitarlo. Lo único que pudieron hacer fue poner a un vigía con la esperanza de que pudiera ver, a tiempo para esquivarlo, cualquier obstáculo que se pudiera presentar.

Andrea se quedó en lo alto del mástil para intentar calcular la profundidad del agua y detectar cualquier tipo de obstáculo, como el vigía. Conforme el barco iba atravesando el canal, las dos islas un poco más grandes que habían visto se iban alejando por la popa.

—¿Qué se ve por delante de nosotros? —preguntó Eric desde cubierta.

—Desde aquí se ven las islas que tenemos a los lados —contestó Andrea— y una especie de rompiente o banco bastante grande al noroeste.

—¿Algún lugar donde podamos echar anclas?

—Todavía no.

—Bajad para que nos podamos reunir.

Andrea bajó del mástil. Toda la tripulación lo estaba esperando, animada por ver tierra a ambos lados y, como Andrea los había llevado hasta aguas donde ningún otro había llegado, les parecía natural verlo como el guía del grupo. Hasta Eric estaba de acuerdo.

—¿Creéis que estamos en la Antilia? —le preguntó Eric, mientras Andrea desenrollaba sus mapas.

El cartógrafo negó con la cabeza.

—Ninguna de ellas es lo bastante grande, según mis mapas.

—Entonces, ¿dónde está?

—No lo sé exactamente —admitió Andrea—. Parecen ser un grupo de islas, y hay una más grande al sudeste. Apenas se distingue en el horizonte. Con el banco tan grande que se ve a estribor, creo que tienen que haber otros en esa dirección.

—¿Creéis que deberíamos cambiar el rumbo y dirigirnos hacia allí?

—Según mis cálculos tenemos que estar a una milla del banco —señaló Andrea—. Creo que lo mejor será seguirlo y esperar que nos lleve a alguna isla más grande.

Éste era un tipo de razonamiento que los marineros entendían bien porque los bancos grandes de arrecifes normalmente rodeaban grandes extensiones de tierra adentrados en el mar, con pasajes que permitían la entrada a los puertos que protegían.

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