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Authors: Frank G. Slaughter

Tags: #Historico

El cartógrafo y el misterio del Al-kemal (30 page)

BOOK: El cartógrafo y el misterio del Al-kemal
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—Tal vez porque es demasiado fácil. Me imagino que habrá habido mucha gente que se haya dado cuenta, mucho antes de empezar a usarlo en la navegación, de que una aguja que se haya frotado contra un imán se gira siempre hacia el norte.

—¿Es verdad que las gentes de China ya conocían la Brújula Genovesa hace mucho tiempo?

—Puede que haga unos mil años —afirmó—. Siempre llevaban un pequeño carruaje en sus caravanas. Viendo la aguja del compás, un hombre que viajaba en él llevaba siempre levantada una flecha que apuntaba hacia el sur. El guía de la caravana les indicaba el camino a través de las grandes llanuras siguiendo esta flecha todo el tiempo.

—¡Me gustaría ser un hombre! —exclamó.

—¿Por qué podría querer ser un hombre alguien tan bello como vos, señora?

—Me gustaría ser quien descubra el camino a las Indias para el Infante.

—¿Y quién no?

Se volvió para mirarlo a los ojos.

—¿Por qué vos no?

Andrea se sorprendió por la sinceridad de la pregunta.

—Puede que lo haga, a su debido tiempo.

—¡El momento es ahora! —exclamó—. Oí hablar el otro día a fray Mauro y al maestre Jacomé. Algunos capitanes están planeando navegar hacia el oeste para llegar hasta la India dando la vuelta al mundo. Si nuestro Príncipe no consigue descubrir una ruta circunnavegando África, los otros llegarán a la India por el oeste.

—No temáis, señora —dijo, tratando de reconfortarla—. La distancia necesaria para dar la vuelta al mundo es mucho mayor de lo que se suele creer. Ellos calculan el tamaño del mundo tal y como lo definió Ptolomeo, pero la distancia que él calculó es mucho más pequeña de la que estamos navegando nosotros ahora esta noche.

—Pero la India queda al oeste, ¿no?

—Claro, porque la tierra es redonda, pero el camino para rodear África es más corto. Además, hay una especie de barrera de tierra que nos separa del oeste, por lo menos por el norte.

—¿Os referís a los viajes a Groenlandia y la Tierra del Vino?

—Estos… y otros.

—Eric me ha hablado de ellos. Los vikingos son grandes héroes por haber llegado tan lejos.

La idea de que ella había pasado más tiempo con Eric que con él no le gustó.

—Os podría contar grandes historias, si quisierais —le dijo, un cierta frialdad.

—¿Sobre las hermosas mujeres del Este? —dijo en broma—. Ha debido de ser apasionante.

—No tiene nada de apasionante ser un esclavo, señora.

—Perdonadme —dijo enseguida, y esta vez su voz era mucho más seria—. Perdisteis mucho oro cuando liberasteis a los esclavos y decidisteis no volver con don Alfonso a Guinea en su próximo viaje. Sé lo que esto significaba para vos después de haber sido esclavo.

—Lo más importante para mí en este momento es saber que, después de este viaje, podré volver a Venecia para restablecer mi buen nombre.

Ella se volvió para mirar a la cubierta, donde los marineros de guardia estaban jugando a los dados en el pequeño círculo de luz de la lámpara de la bitácora.

—Entonces, ¿es cierto? —preguntó tímidamente.

—¿El qué?

—Que vuestro hermano está en prisión… y que su esposa pronto estará libre para casarse con vos.

Él no contestó porque en ese momento no sabía qué decir. No podía negar que lo que ella había dicho era verdad, a juzgar por lo que había escrito Angelita, pero no se le pasó por la cabeza que Leonor pudiera interpretar su silencio como una confirmación hasta que, de repente, ella se volvió y, esquivando la vela mayor, atravesó rápidamente la cubierta de la toldilla y entró en su cabina.

—¡Señora! ¡Esperad! —gritó, pero ella no lo oyó o no quiso hacerlo. Antes de que le diera tiempo a decir nada más, lo dejó allí, solo y furioso por no haberle dicho por qué iba en realidad a Venecia, que era sobre todo para volver a ver a Angelita y descubrir si la atracción que ella sentía por él tenía algo de la tierna emoción que sentía por Leonor.

Cuando Andrea cruzó la cubierta hacia su jergón, Eric Vallarte se dio media vuelta y se incorporó, frotándose los ojos. Se levantó y se dirigió al riel. Cogió un cubo de la limpieza que estaba con los demás en fila. Tiró el agua por la borda y lo llenó con agua limpia que se echó por la cabeza, escurriéndose después el pelo y la barba pelirroja con sus dedos robustos. La luz de la luna era tan brillante como la luz del día, y Eric resultaba una figura majestuosa teniendo como imagen de fondo la nave y el mar.

—¿Seguís todavía manteniendo en secreto vuestro método de navegación? —le preguntó el capitán.

Andrea se ruborizó un poco. Le caía bien el vikingo, pero a veces era demasiado directo, haciendo que un hombre se sintiera muy pequeño al tocar tan profundamente su conciencia.

—Hasta que consiga la fortuna que me corresponde —le contestó con sequedad.

—Tardaréis poco, siendo un tipo tan atractivo —Eric miraba fijamente la estela de espuma que la carabela iba dejando hasta la popa—. Vamos muy rápido —dijo—. Por lo menos, más que ayer.

Cuando se trataba de calcular la velocidad de la carabela por la espuma y los trozos de madera que a veces quedaban en el agua, cualquier marinero experimentado podía hacerlo mejor que Andrea. Con el viento en calma y soplando constantemente desde el mismo punto como en ese momento, y sin necesitar cambiar la posición de las velas, estos cálculos no eran difíciles de hacer.

Sin embargo, si las condiciones cambiaban, sobre todo si había que cambiar la dirección hacia atrás y hacia adelante por el viento, el cálculo no era tan exacto. En ese caso los capitanes tenían que recurrir a las tablas de coordenadas usando los principios más básicos de geometría y trigonometría para calcular, según la dirección y la velocidad de cada tramo, el número real de millas que habían recorrido en la dirección deseada. Sin embargo, incluso así parecían tener una especie de sexto sentido. Más de una vez, cuando había trabajado con las tablas de coordenadas, capitanes tan ingeniosos como Eric Vallarte o Ugo Tremolina habían confirmado sus cálculos basándose simplemente en el vuelo de un pájaro o la forma de una nube.

A veces este sexto sentido de los capitanes era hasta más de fiar que el propio compás. Algunos marineros habían notado que en ciertas regiones la Brújula Genovesa no indicaba el Norte con precisión. Incluso el compás a veces perdía el Norte. Por suerte esto podía solucionarse rápidamente frotando la aguja de metal con un imán, que era un trozo de metal que llevaban todos los barcos, junto a muchas agujas magnetizadas con él.

Poco antes del alba el vigía que había estado dormitando empezó a despertarlos, mientras que el grumete del vigía se quedaba vigilando el reloj de arena. Cuando habían caído los últimos granos, le daba la vuelta mientras cantaba el acostumbrado saludo matutino:

“Bendita sea la luz del día

y la Santa Cruz, que nos la envía;

y el Señor de la Verdad

y la Santísima Trinidad.

Bendita sea el alma inmortal

y el Señor que nos la da.

Bendita sea la luz del día

y el Señor que nos la envía.”

Mientras el grumete recitaba el Padre Nuestro y el Ave María, los marineros de guardia, con Andrea, Eric Vallarte y fray Mauro, mantenían la cabeza inclinada en señal de reverencia. Por último, el chico añadió con su voz aguda:

“Que Dios nos conceda buenos días,

buen viaje y travesía,

señor capitán, patrón y buena compañía,

para que tengamos buen viaje,

que Dios os conceda

muchos y buenos días,

caballeros de esta travesía.”

Con el amanecer terminaron las oraciones, y los soldados de guardia se ocuparon de llenar los cubos de agua salada y limpiar la cubierta con grandes escobones. La hora siguiente voló mientras se dedicaban a preparar el barco para la jornada. Cuando el grumete vio que era ya hora de dar la vuelta al reloj de arena, empezó a cantar:

“Bueno es lo que pasó,

mejor será lo que vendrá,

las siete pasaron y las ocho seguirán,

y si Dios quiere, más aún llegará

contando y volando los viajes van.”

Cuando pasaron las ocho, el chico gritó:

“A cubierta, a cubierta,

señores marineros de estribor,

que ya comienza la labor;

y el vigía a su posición,

deprisa, que llega el tiempo de la acción.”

El vigía se tropezó cuando iba a su puesto mientras se frotaba los ojos, y todos los demás se rieron. Antes de recibir las instrucciones de la mañana, cada uno de los marineros se acercaba a los grandes bidones de roble, que estaban junto a los barriles de arena donde se preparaba el fuego para cocinar, y cogían un poco de pan marinero, queso, una sardina, un poco de ajo o lo que quisieran para desayunar, y llenaban sus jarros de agua.

El timonel dio el rumbo a Eric Vallarte, que se paró un momento ante el compás, para comprobar la precisión de la ruta que habían seguido durante la noche. Uno de los marineros de la tripulación ocupó su puesto como vigía, y el que dejaba su puesto enseñó a Andrea y al capitán sus anotaciones nocturnas antes de apuntarlas en el cuaderno de bitácora. Cuando terminaron, el nuevo grumete pasó un paño para limpiar la pizarra y prepararla así para las anotaciones del próximo vigía.

El carpintero tiró el agua de mar por el riel y preparó la bomba. Con dos hombres ocupados en ello, enseguida vaciaron la poca cantidad de agua que se había acumulado en el pantoque, en la parte plana entre la popa y la proa del Infante Enrique durante la noche. Los marineros que abandonaban la guardia cogieron lo que más les apeteció para desayunar y se echaron a dormir a la sombra en el primer banco o tablón que encontraron. Cuando el sol iba saliendo por la proa, la elegante carabela ya navegaba a toda vela impulsada por el viento.

El soldado de guardia en cubierta se encargaba de las velas, pero ya que en estas latitudes el viento soplaba constante desde el suroeste, no había que preocuparse de ellas, así que los hombres se dedicaron a fregar el riel, a arreglar los engranajes que se hubieran podido escoriar, o a inspeccionar las arboladuras y aparejos que dieran el más mínimo signo de desgaste y que pudieran romperse repentinamente en mitad de una tormenta.

Eric Vallarte había ocupado su posición en la cubierta de popa, desde donde veía al timonel por la escotilla. Había dos compases funcionando: uno enfrente del timonel, y el otro donde el capitán pudiera verlo para que, en caso de que el timonel cometiera algún error, el barco no se desviara de su rumbo.

Ya que había una dama a bordo, la tripulación hizo turnos para ir a los “jardines”, como se llamaba a las sillas que colgaban del riel de popa justo al nivel del agua. Situadas estratégicamente en un punto que no se viera desde la parte principal de la cubierta, servían para satisfacer las necesidades de la naturaleza.

Poco después de cambiar la guardia, don Bartholomeu salió de la cubierta de popa y se paró a hablar un poco con Andrea y Eric Vallarte. Don Bartholomeu no era un marinero especialmente bueno, pero en ese momento el agua estaba tan en calma y el clima era tan bueno, que hasta el peor de los marineros de agua dulce habría disfrutado de la travesía.

—¿Cuándo creéis que veremos las Canarias, señores? —preguntó.

—Dentro de unos cuatro o cinco días —dijo Andrea—. Nuestro amigo el vikingo sabe capitanear bien un barco.

—Cuando tiene un buen barco que capitanear —Eric alzó la mirada hacia las velas hinchadas por el viento—. Y éste es el mejor que se haya construido nunca.

—Debería venir con nosotros al río Sanaga, señor Di Perestrello —dijo Andrea—. Lo dejaríamos en Gomera en el viaje de vuelta.

Don Bartholomeu sonrió un poco melancólico.

—A mi hija le gustaría, pero yo tengo una misión que cumplir. Si nuestros barcos tendrán que viajar hacia el sur para buscar un nuevo camino a las Indias, necesitaremos una base de operaciones en las Canarias para suministrarles provisiones y reparar lo que haga falta.

—El viaje de regreso por estas aguas no es tarea fácil —concordó Andrea—. A menos que no se llegue hasta las Azores, y después se vaya hacia el este, como hicimos en el viaje de vuelta desde Guinea.

—Todavía no he entendido cómo lo conseguisteis —dijo fray Mauro.

—Un cartógrafo nos puede mover de aquí para allá por el mundo, como un jugador de ajedrez mueve sus piezas —dijo Eric Vallarte irónicamente—, pero se necesita algo más que un buen mapa y algunas promesas precipitadas para llevar un barco de vuelta a casa.

Andrea se quedó atónito por el tono con que estaba hablando el vikingo, pero se contuvo.

—Si seguís los rumbos que os indique, os puedo prometer que volveremos a casa sanos y salvos, como en mi primer viaje.

Eric se puso rojo.

—Si no me equivoco, yo soy el capitán de este barco, señor. Como navegante podéis dar sugerencias, pero la decisión final la tomo yo.

Antes de que Andrea pudiese decir nada más y seguir con la discusión, intervino Leonor.

—El Infante encargó a Eric capitanear este barco y al señor Bianco guiarlo —dijo—. Estoy segura de que no puede haber conflicto entre ambas misiones.

—No, si su secreto es capaz de hacer lo que se afirma de él —concedió Eric—. Después de todo, yo no lo he visto.

—Yo sí —dijo la joven —y os puedo asegurar que puede hacer todo lo que el señor Bianco afirma.

Eric se volvió hacia Andrea, todavía más enfadado.

—¿Cómo es posible?

—Les describí el uso de mi instrumento a la señora Leonor y a fray Mauro antes de zarpar para Guinea —le explicó Andrea—. Si yo no hubiera regresado, se lo habrían enseñado al príncipe Enrique. Además, mi intención es enseñároslo a vos en cuanto dejemos las Canarias, para que los dos estemos en grado de hacer que este barco encuentre el camino a casa.

—Guardaos vuestros secretos —dijo Eric—. Todavía sé cómo guiar un barco.

Con estas palabras terminó la discusión. Más tarde, Andrea habló a solas con fray Mauro.

—¿Qué creéis que le pasa a Eric? —le preguntó—. Nunca lo he visto comportarse así.

El fraile se encogió de hombros.

—Para ser un hombre tan inteligente como vos, no sois muy observador, amigo mío. Está enamorado de Leonor y sabe que vos sois un rival.

—¿Ha hablado con ella?

—Lo dudo. Si lo hubiera hecho, seguramente me lo habría contado. Leonor no permitiría voluntariamente que nadie sufriera por su culpa.

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