El cartógrafo y el misterio del Al-kemal

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Authors: Frank G. Slaughter

Tags: #Historico

BOOK: El cartógrafo y el misterio del Al-kemal
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Andrea Bianco es un rico comerciante de Venecia, más interesado en la cartografía y los viajes que en los negocios de la familia. Su sueño es diseñar el mapa del mundo más completo de la época, convencido de que la tierra es redonda y mucho más grande de lo que sus coetáneos estiman.

En una época llena de supersticiones y, sobre todo, gobernada por el pánico que suscita entre los hombres de mar el no contar con un método de navegación seguro que les garantice encontrar el camino de vuelta a casa.

Unos sesenta años antes de los famosos viajes de Cristóbal Colón y Vasco de Gama, Andrea Bianco es capturado por uno de estos corsarios mientras navegaba rumbo a Trebisonda y Constantinopla. Primero, lo comprará como esclavo Ibn Iberanakh, por saber leer, escribir y hablar varias lenguas, y con él viajará hasta la famosa isla de Cinpangu, donde ningún blanco había llegado jamás. Más tarde, será vendido como esclavo para ser destinado a los remos de una galera pirata, donde pasará a ser conocido como El Hakim, el Sabio.

En estos diez años de esclavitud, Andrea aprende muchos trucos de navegación desconocidos en occidente, al tiempo que llegará a sus manos el instrumento de orientación más codiciado de la época: el Al-Kemal.

Frank G. Salughter

El Cartografo y el Misterio del Al-Kemal

ePUB v1.0

OhCaN
01.01.21

Prólogo del autor

No seré yo, ni mucho menos, el primero en creer que no existe una línea bien definida entre ficción y realidad.
El Cartógrafo
no es más que una novela, pero repleta de hechos reales. Andrea Bianco, el cartógrafo de la historia; fray Mauro; Bartholomeu di Perestrello; el príncipe Enrique de Portugal; Vallarte, capitán de buque nórdico; Alvise de Cadamosto, capitán de galera de Venecia; el geógrafo Jahuda Cresques; y muchos otros que aparecen en estas páginas, son personajes reales. Unos cincuenta años antes del épico viaje de Cristóbal Colón, Andrea Bianco diseñó uno de los primeros mapas del mundo. En él encontramos varias islas increíblemente parecidas a Cuba, Jamaica, una de las islas de las Bahamas y Florida, por lo menos la zona sur. Además, el mapa de Bianco parece ser posterior a la “Carta de Navegación de 1424”, cuyo original se encuentra actualmente en la colección de James Ford Bell, en la Universidad de Minnesota.

Unos quinientos años, como mínimo, antes de Colón, los marineros árabes ya estaban habituados a hacer viajes por el Océano índico, cubriendo muchos miles de millas y avistando tierra de forma asombrosamente exacta cerca de los puertos de la India. Para la navegación usaban un instrumento que llamaban Al-Kemal. El que los fenicios hubieran divisado las costas de América algunos siglos antes de Cristo, como muchos creen, es algo que, por supuesto, nunca sabremos, aunque con el tiempo se han ido acumulando muchos indicios que apuntan a ello. Sea cual sea el conocimiento del mundo que se tenía antes del siglo XV, y era considerable, el primer paso decisivo en las exploraciones por el Atlántico tuvo lugar en los primeros años de este siglo.

El príncipe Enrique de Portugal, inmortalizado mucho más tarde como “el Navegante”, reunió en el promontorio de Sagres, en la punta sur de Portugal, a muchos de los más importantes cartógrafos, navegantes, astrónomos, matemáticos, constructores de barcos y capitanes de navegación de la época. Fue entonces cuando los portugueses encontraron en este tesoro de la sabiduría la inspiración para sus viajes de exploración, que los llevaron a la circunnavegación de África, al descubrimiento de Vasco de Gama de una ruta marítima hacia la India y que fue, con toda seguridad, el estímulo que llevó a Cristóbal Colón a navegar hacia el oeste unos cincuenta años más tarde.

En este momento histórico he decidido situar mi historia. Está claro que sería imposible ofrecer aquí un reconocimiento detallado por los cientos de referencias que he consultado para desarrollar un panorama histórico auténtico de este excitante periodo histórico. Sin embargo, debo mostrar un especial agradecimiento a los señores Simon y Schuster, por haberme permitido utilizar las canciones de los grumetes de la espléndida biografía de Colón de Samuel Eliot Morison, así como otros hechos importantes que conciernen a los barcos y viajes marítimos del siglo XV.
Conquest by man
de Paul Herrmann (Harper & Brothers),
Fourteenth Century Discovery of America by Antonio Zeno
de W. H. Hobbs (
Scientific Monthly,
Vol. 72),
A History of Marine Navigation
de Per Collinder (St. Martin’s) y el folleto
Antillia and America
de la Universidad de Minnesota que describe la “Carta de Navegación de 1424” me han sido de gran valor, junto a muchos otros libros de referencia.

Sin embargo, mi gran deuda recae sobre el protagonista de esta obra, Andrea Bianco… EL CARTÓGRAFO.

Frank G. Slaughter

2 de Noviembre de 1956

Libro I El Sabio
I

Los otros esclavos le llamaban El Hakim el Sabio, porque de noche, cuando podían descansar unas cuantas horas en los bancos de remos y tumbarse a mirar las estrellas, les hablaba a veces de tierras fabulosas que se extendían hacia el este. Cuando El Hakim hablaba de los cielos y de cómo, usando las estrellas, el hombre podía guiar un gran barco a través de los ilimitados océanos hacia las Islas de las Especias (el lejano reino de la India) y mucho más allá, hasta los dominios del Gran Khan y la isla de Cipangu, el hechizo de sus palabras se apoderaba de ellos como ninguna otra cosa en el mundo. En esos momentos, hasta los esclavos se olvidaban de la agonía que suponía empujar los remos bajo el sol abrasador del mediodía, con los látigos de los capataces siempre dispuestos a lanzarse sobre la espalda desnuda del primero que flaqueara. Sólo unos pocos de aquellos desdichados despojos de humanidad amontonados en los bancos de remos creían de verdad las historias del hombre alto de ardientes ojos profundos y barba negra, pero nadie se reía de él. Todos los esclavos de Hamet-el-Baku, el Flagelo de la Barbarie, conocían la fuerza del Sabio, y ninguno quería despertar su ira.

Más de una vez la fuerza de El Hakim había sustituido el empuje de otro esclavo en los remos, de modo que Abdul, el capataz, no se diera cuenta, salvándolo de un latigazo en la espalda o, quizá, de la muerte. El látigo era la única cura que los capataces conocían para la debilidad, la inactividad o incluso la enfermedad de un esclavo. Si uno de ellos se desplomaba sobre su remo, lo azotaban hasta dejarlo inconsciente. Después le ponían un pedazo de pan empapado en vino entre los labios y, si esto no lo despertaba, lo soltaban de la enorme cadena que lo mantenía amarrado al banco y lo tiraban por la borda.

Era verdad lo que se contaba: la muerte era el único modo de escapar de las galeras. La única vía de escape era morir en los remos, o ser capturado en uno de los ataques que organizaban los corsarios contra los barcos que surcaban el estrecho paso entre Sicilia y el continente africano. La captura tampoco mejoraba la suerte de los esclavos de las galeras, ya que suponía sólo cambiar de un dueño a otro, ya fuera cristiano o musulmán.

Aquel día, a los esclavos de los bancos de remos les ayudaba el que la gran vela latina estuviera tensa y desplegada antes de que el mástil y el elegante bergantín atravesaran las enormes olas como un pájaro marino a punto de despegar el vuelo. Hacia el norte, se alzaba en el horizonte el oscuro perfil de las montañas de la isla de Sicilia, que ayudaba a formar el estrecho paso entre las islas y el continente africano, dividiendo en dos el Mediterráneo como la cinta que se hunde entre los pechos de una muchacha.

Todas las navegaciones entre Génova, Florencia, las ciudades de España y Portugal, o las lejanas costas de Inglaterra o Francia tenían que pasar por este canal para ir a Venecia, los puertos de Grecia, o las remotas ciudades históricas de Constantinopla o Trebisonda, a menos que prefirieran la prudente ruta del estrecho de Mesina hacia el norte.

Este área, dominada por Hamet-el-Baku y su flota de bergantines, era un codiciado campo de presa. De hecho, pasaban casi el mismo tiempo combatiendo contra los que querían esta zona que atacando embarcaciones cristianas, pero la recompensa era tan grande que incluso una batalla continua entre ellos mismos merecía la pena. Después de todo, ¿qué significaba la pérdida ocasional de algún marinero, algunos esclavos o incluso todo un bergantín en la batalla, si la recompensa por haber capturado un barco de mercancías podía hacer rico a un capitán en un solo día?

El bergantín pirata era más pequeño y ligero que las galeras venecianas, a las que no se les atacaba porque pagaban un tributo anual a los corsarios. Tenía sólo un mástil, y no llevaba ninguna torre en la proa. En su lugar tenía un enorme espolón que se proyectaba más allá del bauprés, y que utilizaban para incrustarlo en los laterales de los navíos que atacaban. Dieciocho bancos de remos, con tres hombres en cada uno de ellos, dotaban al elegante bergantín de una movilidad extrema. Cien hombres dispuestos a combatir se apiñaban en la popa y en la sección central más estrecha del barco, entre los bancos de remos, convirtiéndolo en un oponente extraordinario cuando, atacando por sorpresa, se lanzaban contra su víctima.

Más de la mitad de los sesenta esclavos de las galeras eran cristianos; el resto los contrataban en Túnez, Argelia, Teherán o El Araish a diez ducados por viaje, se obtuviera o no una presa en la batalla. Los soldados eran en parte voluntarios o
levents,
en su mayoría turcos, y algunos nativos o
kuroghler
de los jenízaros otomanos. Estos últimos eran sólo el doble del número de los galeotes, según el tamaño del barco, pero luchaban furiosamente bajo el mando de su propio
aga,
ya que sólo se les pagaba si de verdad obtenían la presa a la que atacaban.

Mientras las velas movían el barco y los esclavos podían descansar —muchas veces ésta era su única oportunidad—, se liberaba de las cadenas a uno de cada par de galeotes para darle una jarra de agua, aceite y vinagre para beber, y una oblea o pan húmedos para comer. En la popa y en la pasarela central donde se sentaban la mitad de los hombres, los soldados se regalaban con el vino que compraban con oro de su propio bolsillo.

El Hakim estaba detrás de los galeotes, cerca de los enormes travesaños que conformaban el timón que colgaban a popa, a ambos lados del barco. Lo habían desencadenado para que les llevara bebida y comida a los otros y, mientras estaba sentado bebiéndose su amargo brebaje y masticando el pan, su mirada erraba por el mar que se abría ante él buscando una señal, algún barco que luchara contra el bergantín y liberara a los esclavos. Había soñado este milagro cada vez que la más mínima posibilidad de socorro parecía merecer la pena y, sin embargo, no perdía la esperanza, consciente de que en el momento en que comenzara a perderla sería el principio del fin, y se desplomaría sin esperanza dejándose caer, como tantos otros, sobre los remos, con sólo un taparrabos para proteger su cuerpo del viento y del sol.

Los bancos de remos tenían dos posiciones y los esclavos tenían un tobillo encadenado a ellos. Cuando remaban, levantaban el remo a la posición superior, siguiendo la rotación conforme el barco se movía hacia adelante. Cuando la enorme pala golpeaba el agua, los remeros se echaban hacia atrás al unísono, con una brusca sacudida y con una tensión en los músculos que podía hacer rechinar los dientes de un hombre hasta que aprendiera a apretarlos para hacer más fuerza, y para ahogar el grito de dolor de un latigazo. En estas condiciones, el impulso de los galeotes era mucho más potente que el simple empujón de un remero. Las palmas y nalgas de los esclavos se habían convertido ya desde hacía mucho tiempo en una piel dura de tiburón, y raramente se les permitía lavarse, por temor a que se les levantaran las callosidades.

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