Y también ese día, por casualidad, hacía un calor insoportable; se oía el pesado rodar de una acequia cercana, y entre las añosas parras, hoy ¡ay! secas, que abarrotaban con sus uvas la galería luminosa como el fondo de un océano, se escuchaba el lírico comadreo de los faisanes, los cisnes y los pavos reales solariegos. Sentí de pronto el inconfundible martilleo de los pies de Concha que se acercaban pesada, lánguidamente, como los dos elefantitos que bajo la canícula del Olimpo arrastran el carro de Cibeles hacia su amante Júpiter o tal vez Marte. En ese momento, ni Homero habría podido expresar en castellano lo que me corrió por el cuerpo; quizá lo más acertado fuera decir que me sentí como una botella de leche cortada.
—¿Y es posible, so papanatas, que no te quedes con nosotros para la fiesta? —me preguntó.
—Tengo que volver a casa —repliqué, con voz también de suero.
—¿Temes que las chinches te hayan comido la casa durante tu ausencia?
¡Oh juventud, todo es para ti motivo de imagen y alegoría!
—Tú bien sabes que mis padres…
—¡Pues que te quedas, y se acabó, so espantajo!
Y se me acercó, con los brazos en jarras y el busto erguido como no se lo había visto nunca, oliendo no sé por qué a sidra gallega. Sentí el calor que nos pegoteaba, me subió por las narices anhelosas el perfume de su virginidad impoluta a la carga, y como un verdadero materialista experimenté la tentación de abrirme paso a mordiscos hasta el centro recóndito de su feminidad. ¡Que Dios me ayude!, pensé, y retrocedí dos pasos; pero ella, con la boca abierta como el dragón que espera tragarse la presa cotidiana, se me acercó aun más, clavándome en los ojos los dos abismos negros de música de los suyos; mi mirada se zambullía en ellos y llegaba al fondo mismo de su ser, hurgando y hurgando curiosamente: ¿qué tendrá en el fondo?, me preguntaba yo, ansioso por echarme de cabeza en el lago de esos ojos verdes que no pedían tampoco nada mejor que recibirme en su seno. El vaho de los alcaucilares vecinos, el olor mareante del depósito de papas, las uvas maduras que nos caían lentamente sobre los cabellos, toda esa ternura del campo que es como una frazada en pleno verano, me envolvía y me llenaba la boca, me penetraba por todos los poros del cuerpo, poco antes obturados de sudor.
Concha parecía comprender que algo raro me pasaba, porque agarrándose de lo primero que encontró, empezó a contonearse de costado, cada vez más rápido. Sin querer, sin pensar, ya que pensar era lo que menos se me ocurría en ese momento, así como un pájaro se echa a volar sin saber adonde va ni de dónde viene, se me soltó una mano y fue a aterrizar sobre algo que le sobresalía del pecho, a un costado si mal no recuerdo. ¡Era un seno! ¡Era mi primer seno, para peor!
¡Oh inolvidable sensación de juguetear con lo que a uno no le cabe en la mano! En menos que se dice «San José», le bajé la blusita a la última moda, y ya estaba por aplicar los labios sobre lo primero que me saliera al paso, cuando su pudor herido me gritó:
—Anda, pues, hombre, ¿es que pretendes deshacerme toda?
Miréla atentamente. En efecto, mis dedos ávidos le habían desgarrado casi hasta el pezón la tersa piel del pecho, que ahora pendía arrugada como una peladura de durazno. Dentro, ¡oh engaño!, en vez de carne se veía una sustancia terrosa, granulosa, muy semejante al interior de un hormiguero. Miles de canalículos atravesaban esta anormalidad (anormalidad, sí, porque aunque era el primero que abría, bien sabía yo que los senos en general no son así), y cuando lleno de curiosidad, procediendo como cualquier otro habría procedido en mi lugar, introduje dos o tres dedos para ver qué era eso, y extraje un pedazo de esa extraña materia que por otra parte se me estaba ya casi desmoronando en la boca, vi que por las minúsculas galerías asomaban millones de gusanos como espaguetis, blancos en el medio y de un rosado delicado en las puntas.
Le tapé como pude el vergonzoso secreto, y le pregunté:
—Hija, ¿y estás toda rellena de esto?
—No —me contestó—. Aquí, y un poco en el vientre, nada más. Pero ya se me está pasando.
—¿Y en las nalgas? —le pregunté con curiosidad incontenible.
—Entremos, y te muestro, don preguntón —replicó serenamente.
Y me condujo de una mano hacia la tibia estancia ya descripta, donde yo llevaba los libros de la Cooperativa. Me había quedado pegado a los dedos un poco de relleno del seno de Concha; me lo acerqué a las narices, y en tren de descubrimientos, comprobé que olía a pis de gato. Esta mujercita es un hormiguero de sorpresas, pensé; con razón su andar moruno es tan dislocado.
Se me tendió boca abajo en el diván de la pata rota ya descripta, mientras se acomodaba a la buena de Dios primero la piel y después la blusa.
—Y ahora, hazme trizas, amado —me dijo con un hilo de voz.
Hacía tanto calor que temí que nos quedáramos dormidos. Saquéme la americana, y me senté en el diván cojo, posando una mano en cada muslo de Concha. Me sentía dispuesto a todo; por algo, ¡ay de mí!, tenía veinte años y estaba en la flor de la edad. Fuera, los cisnes y los pavos reales trepados a la parra entrelazaban sus voces voluptuosas; la acequia atronaba como un felino en celo, y las manzanas caían estrepitosamente de sus pesadas ramas sobre los mosaicos del patio. ¡Hora de beatitud! Mis manos subían por las piernas de Concha, duras y ennegrecidas por el sol montaraz; subían lentamente como sendas víboras, y el asco natural se me iba convirtiendo en sano placer. Acariciaba sus caderas, dispuesto ya a adueñarme de las nalgas, cuando mis dedos se hundieron inesperadamente en tres o cuatro agujeros; al introducir el índice curioso en uno de esos orificios inexplicables, sentí que una corona de dientecitos me lo mordía. Retiré el dedo con un aullido penetrante de dolor: un anillo de gotas de sangre se formó de inmediato en la zona mordida.
—Válgame Dios, Concha —le dije—, ¿qué son estas boquitas que tienes en la cadera?
—Déjate de preguntas, don Simplicio —me contestó—. ¡Dale de una vez, Miguel, que se hace tarde!
—Espero que no seas venenosa, por lo menos —observé con toda la sal del mundo.
En vez de replicar, se irguió y me besó en la boca. Ya he dicho que su saliva era fresca, pero en ese momento me pareció el más rico helado con gusto a grasa, a aceite con ajo, qué sé yo, todo lo que mi avidez de mocetón fornido imaginaba de más alimenticio. Yo ya no sabía si era su lengua o algún otro animal lo que se debatía espasmódicamente en mi boca. ¡Ni comino que me importaba en ese instante! Caí sobre ella, con mi buen cuidado eso sí de no provocarle ninguna desgarradura en el vientre, como me había advertido ella misma, y al echarle las rubias crenchas hacia atrás, para devorarle apasionadamente a besos las orejas, vi lo que —a causa de las negras trenzas que en orgullosa corona le ceñían la cabeza— no había podido ver hasta ese momento: vi que Concha no tenía orejas, sino un par de membranas verdosas surcadas por venitas como un ojo irritado.
¡Allá ella!, me dije para mi coleto, y enceguecido de deseo decidí ocuparme solamente de sus regiones por así decir inferiores.
Ya formábamos una sola masa aglutinada de sudor. Metí nuevamente las manos bajo las faldas de pulcro percal estampado de rositas, que a causa del ajetreo parecían haberse arrugado un poco; mientras tanto, para calmarla, volví a besarla en la boca principal, la de la cara. Toca que te toca, cuando ya creía llegar a alguna parte, mis dedos se encontraron inesperadamente con un objeto duro, frío y metálico. ¡Cuántos obstáculos!, suspiré resignadamente para mi fuero interno; pero de pronto un dolor intensísimo en la mano derecha me hizo lanzar un alarido incontenible. ¡Había metido la mano en una trampa para conejos! Más esfuerzos hacía por liberarme, más se intensificaba la mordedura de esas dos mandíbulas de acero que acababan de apresar mis cuatro dedos distraídos. Al mismo tiempo, una serie de descargas eléctricas me recorría el cuerpo.
Concha se retorcía de la risa. Yo me sentía humillado, incómodo y nervioso; le rogué que por lo menos cortara la corriente. Pero el único efecto de mi súplica fue el de provocar en la insidiosa seductora una nueva serie de carcajadas. Desesperado de dolor, encogido por las sacudidas eléctricas, decidí echar por la borda las últimas consideraciones que mi arraigada caballerosidad me había impuesto hasta el momento, y alcé del todo la pollera floreada.
Los diversos aparatos de Concha —batería de bolsillo, trampa para conejos, etcétera—, pulcramente aplicados sobre un bonito slip de cuero verde, eran todos de metal pulido y reluciente; se advertía que la joven ponía especial cuidado en mantener en perfecto estado de conservación esa parte de su cuerpo. Rápidamente, sin detenerme a admirar la curiosa instalación, apreté el botoncito que soltaba el resorte de la trampa, y lanzando un suspiro de alivio pude por fin retirar la mano magullada. El que más había sufrido, como siempre ocurre, era el dedo medio, que se veía todo ensangrentado.
—Primero el índice, después el medio —protesté, enojado—; a este paso me vas a arruinar todos los dedos.
Concha yacía ahora supina sobre el sillón, exánime de tanto reír, con la cabeza echada hacia atrás como quien ha gozado demasiado.
—La culpa no es mía —balbuceó con aire extático.
—¿Ah no? —repliqué— ¿Y de quién es entonces? ¿Mía? No, señorita, ciertas cosas no se perdonan. ¡Con razón me habían dicho que eras peor que una pila eléctrica!
—Probemos del otro lado —propuso entonces con voz débil la doncella.
—¿Para toparme con un nido de escorpiones, o vaya a saber con qué? No, te aseguro que estaba dispuesto a perdonarte todas tus rarezas; pero esta última broma pasa la medida. Haz de cuenta que entre nosotros no ha sucedido nada.
Y me fui a mi casa, a la casta calma del campo.
Como suele ocurrir cuando dos personas comparten algún vergonzoso secreto, nunca más tuvimos ocasión de volver a encontrarnos a solas, quizá porque nos evitábamos mutuamente. Pero juro que cada vez que la veía pasar, entregada a los absorbentes quehaceres de la casa, no podía contener la risa, acordándome de esos minutos de desenfreno, ya perdonados, y en el fondo (¿por qué negarlo?) placenteros. También ella se reía cuando me veía, en cómplice silencio, mientras una lucecita de picardía se encendía en sus labios de cereza. Después, como siempre sucede, el destino nos separó, truncando un idilio que de todos modos no nos habría convenido llevar a término.
I
Suspendida verticalmente del gris como esas cortinas de cadenitas que impiden la entrada de las moscas en las lecherías sin cerrar el paso al aire que las sustenta ni a las personas, la lluvia se elevaba entre la Cordillera y yo cuando llegué a Mendoza, impidiéndome ver la montaña aunque presentía su presencia en las acequias que parecían bajar todas de la misma pirámide.
Al día siguiente por la mañana subí a la terraza del hotel y comprobé que efectivamente las cumbres eran blancas bajo las aberturas del cielo entre las nubes nómades. No me asombraron en parte por culpa de una tarjeta postal con una vista banal de Puente del Inca comprada al azar en un bazar que luego resultó ser distinta de la realidad; como a muchos viajeros de lejos me parecieron las montañas de Suiza.
El día del traslado me levanté antes de la aurora y me pertreché en la humedad con luz de eclipse. Partimos a las siete en automóvil; me acompañaban dos ingenieros, Balsa y Balsocci, realmente incapaces de distinguir un anagrama de un saludo. En los arrabales el alba empezaba a alumbrar cactos deformes sobre montículos informes: crucé el río Mendoza, que en esta época del año se destaca más que nada por su estruendo bajo el rayo azul que enfocan hacia el fondo del valle las luces nítidas de verano, sin mirarlo, y luego penetramos en la montaña.
Balsocci hablaba con Balsa como un combinado y dijo en cierto momento:
—Barnaza come más que un dongui.
Balsa me miró de costado y después de otra selección de noticias del exterior pretendió sonsacarme:
—¿A usted le han explicado, ingeniero, por qué motivo construimos el hotel monumental de Punta de Vacas?
Yo sabía pero no me lo habían explicado: contesté:
—No.
Y les ofrecí esta miseria adicional:
—Supongo que lo construyen para fomentar el turismo.
—Sí, fomentar el turismo, ja, ja. Cola de paja, ja, ja, diga mejor (Balsocci).
No dije mejor, pero entendiendo les dije:
—No entiendo.
—Después le comunicaremos ciertos detalles secretos —me explicó Balsa— que se relacionan con la construcción y que por lo tanto le serán comunicados cuando lo pongamos en posesión de los planos, pliegos de condiciones y demás detalles de construcción. Por ahora permita que abusemos un poco de su paciencia.
Supongo que entre los dos no habrían conseguido ni en catorce años formar un misterio. Su única honradez —involuntaria— consistía en mostrar todo lo que pensaban, por ejemplo en vez de disimular poner cara de disimulo, etcétera.
Miré mi valiente nuevo mundo. Ciertos instantes se proyectan sobre las horas y los días subsiguientes, de modo que cuando uno vuelve por ejemplo por segunda vez a la plaza cóncava de Siena y entra por el otro lado cree que la entrada que utilizó primero ya es famosa. Móvil entre dos rocas altas como el obelisco, una negra y una colorada, capté una visión memorable y me dediqué a la toma de posesión de otro gran paisaje: junto al estrépito fluvial recapacité que el momento era un túnel y que emergería cambiado.
Proseguimos como un insecto veloz entre planos verdes, amarillos y violetas de basalto y granito por un camino peligroso. Balsa me preguntó:
—¿Tiene la familia en Buenos Aires, ingeniero?
—No tengo familia.
—Ah, comprendo —contestó, porque para ellos siempre existía la posibilidad de no comprender, ni siquiera eso.
—¿Y piensa quedarse mucho tiempo por aquí? (Balsocci).
—No sé; el contrato mencionaba la construcción de indefinidos hoteles monumentales, lo que naturalmente puede prolongarse un tiempo indefinido.
—Mientras la altura no le caiga mal… (Balsocci, esperanzado).
—2.400 metros ni se sienten, menos un muchacho (Balsa, con la misma esperanza).
Los cielos de gran lujo se transformaban en mercados de nubes congestionadas entre los cerros: al rato llovía entre arcos iris, al otro rato la lluvia era nieve. Bajamos para tomar café con leche en casa de un eslavo amigo de ellos de 50 años casado con una argentina de 20 años y encargado de mantener el ferrocarril y de cambiar las vías de lugar, esos trabajos fútiles de los pobres. La mujer apenas visible parecía sufrir meramente de vivir pero me dio semejante deseo que tuve que salir afuera para no mirarla como un mono. Hundí los pies en esa materia nueva; me quité los guantes y apreté un ovillo, lo probé con los labios, lo mordí con los dientes, arranqué de las ramas pedazos de escarcha, oriné, me resbalé y me caí sobre una acequia congelada.