El caos (12 page)

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Authors: Juan Rodolfo Wilcock

Tags: #cuento,fantástico,literatura argentina

BOOK: El caos
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Sin demasiado esfuerzo el joven asciende hasta el punto más alto de su nueva morada, que por otra parte carece casi de eminencias dignas de mención; desde allí se divisa la isla en toda su extensión: es un atolón pequeño, como una corona de tierra que se interrumpe donde el mar comunica con la laguna interior. Las orillas de adentro son como las de afuera, o sea que también de ese lado las palmeras crecen en el agua. La faja circular de terreno (totalmente desprovisto de edificación) es angosta, de unos cinco kilómetros de radio aproximadamente, altura desdeñable y desniveles mínimos.

A media cuadra más o menos de distancia un rectángulo metálico anaranjado refleja hacia el poniente las últimas luces del poniente; Ulf se acerca con aire mustio al lugar de origen de estos reflejos y comprueba que se trata de una choza o casilla con techo de fibra y paredes de chapa, perforadas por una puerta y dos ventanas. Cuando abre la puerta, una especie de almohadita tibia con patas duras como alambres lo golpea en pleno pecho y luego huye chillando por los aires.

A continuación Ulf se sacude las plumas sueltas y observa el interior de la casilla vacía. En los cuatro rincones, hojas y fragmentos arrugados de diario amarillento en inglés cubren restos de papeles diversamente escritos. De estos últimos Ulf junta los pedazos y con ellos reconstruye un recibo por la compra de un salvavidas, otro por la compra de un cocker-spaniel, otro por la compra de una lima. Las hojas de diario corresponden todas a un único ejemplar de The Chronicle de Auckland, que con melancólico entusiasmo anuncia acontecimientos deportivos de otros tiempos, en los cuales ya nadie, salvo sus más directos actores, podrían interesarse.

Juntando los trocitos restantes de papel de cartas, Ulf logra recomponer a la luz del crepúsculo una epístola inconclusa y manchada de tinta; su destinataria es una tal Emy Parven, de Compton Oaks, Sussex, Inglaterra. De la fecha se deduce que la carta ha sido escrita y abandonada seis meses antes.

El texto, del cual falta todo el costado derecho, dice así:

«Querida Emy,

Te escribo desde la Isla. No…

de Stephen pueda con sus…

sobre mi actitud ni mis…

la suerte que siempre nos…

a veces bien claramente…»

Las manchas de tinta, como de tintero derramado, que cubren el resto del papel, explican la destrucción y subsiguiente abandono de la misiva.

En otro rincón de la casilla Ulf encuentra las dos mitades de una fotografía rota. Del lado de las imágenes, la foto muestra a un joven que sostiene por el collar un perro lanudo con dos o tres cabezas, seguramente porque se movió cuando no debía; del otro lado se lee: «Bobby y Cornelius en 1944».

Al parecer, la isla está totalmente o casi totalmente deshabitada; en la oscuridad creciente, Ulf Martin intenta explorarla y se cae en un charco de agua estancada. Por fin descubre un árbol pintoresco de fruta aparentemente comestible. Saciado, desanimado, regresa a la casilla y se sienta en el suelo, con la espalda apoyada sobre la chapa todavía caliente de sol. Su único pensamiento es ahora éste: ¿a quién echar la culpa de lo que le sucede?

II

Un día de invierno Ulf Martin leyó en el cuaderno intitulado «Álbum de Poesías Inéditas de Violet Barie» el soneto que acababa de sumarse a la colección, y le llamó la atención un verso que preguntaba (en inglés):

«¿Será tu raza rara lo que me atrae?»

Plasta ese día había dado por sentado que todos los poemas del cuaderno habían sido escritos pensando en él, pero esta expresión inesperada, «tu raza rara», parecía referirse demasiado directamente a Pauli Meyer. Así se lo dijo a la autora, con voz oscurecida por los celos; Violet le replicó con voz clara e indiferente que la sola idea de introducir el vocativo «¡Ulf!» en un soneto, y peor todavía «¡Ulf, Ulf!» en los momentos de mayor emoción, había constituido para ella, desde el primer día de su noviazgo, un verdadero problema de estética poética; que por lo tanto sus poemas estaban dedicados a todos los hombres en general, sin distinción de razas; y por otra parte, en última instancia correspondía observar que la mayoría abrumadora de la población masculina del mundo pertenece a alguna raza rara.

Dos meses después, en el garaje de una casa particular en las afueras de Sydney, en momentos en que abría en las tinieblas la puerta de un automóvil de su propiedad para extraer de su interior un zapallo de gran tamaño enviado por Mrs. Martin a Mrs. Barie, del cual hasta ese instante se había olvidado completamente, tuvo ocasión de comprobar que Violet y Mayer no lo habían oído entrar en el garaje y que el zapallo, probablemente con la intención de permitir mayor libertad de movimientos a los dos jóvenes recién mencionados, había sido retirado del asiento trasero del automóvil, por manos desconocidas aunque presumibles, para ser depositado en el asiento delantero.

Tal vez por un efecto de traslación de sentimientos, lo que más ofendió a Ulf fue justamente esta circunstancia: que le hubieran cambiado de lugar el zapallo; le parecía una libertad imperdonablemente obscena, la de implicar los frutos naturales de su huerto, objetos después de todo suyos, en una traición tan inmunda que de otro modo tal vez no habría llegado a tocarlo. No dijo nada, pero desde ese momento se dedicó a forjar diversos tipos de proyectos más o menos siniestros de venganza.

Por fin renunció a todos ellos, en bloque, y con hipócrita sonrisa pero no fingida satisfacción aceptó una invitación de Pauli Meyer para dar un paseo en el Mutumaru, el barco del nombrado corredor de seguros que ahora era meramente a vela pero que en otros tiempos había sido a motor. Una mañana de primavera Ulf Martin subió al
Mutumaru
detrás de su propietario, fumando de nerviosidad; por desgracia apenas salieron del puerto empezó a dolerle un oído.

El hecho de que su interlocutor se mantuviera relativamente mudo, la tormenta que se preparaba y para colmo el dolor de oídos debilitaron tan rápidamente su capacidad de concentración, que unas dos horas después, cuando el dueño de la nave, en esos momentos atareado con las velas, le pidió que lo ayudara, apenas pudo incorporarse tambaleando; al acercarse al centro de la embarcación, tropezó con una herramienta caída sobre la cubierta. Mientras trataba de resistir la inclinación de nivel que periódicamente lo impelía hacia el mástil donde su presunto rival, trepado a medio metro de altura, intentaba desenredar las sogas, Ulf recogió la herramienta, que era una llave inglesa.

De pronto, una ola más fuerte que las anteriores coincidió con uno de esos frecuentes momentos de cese total de la actividad mental que caracterizaban este período tan especial, y por así decir final, de la historia de Ulf Martin; resbalando imperiosamente hacia su enemigo, alzó la herramienta que blandía en la mano derecha y con esa íntima curiosidad que nos suscitan los movimientos ejecutados en sueños, la descargó con fuerza contra la nuca que en ese instante Meyer generosamente le ofrecía.

El golpeado cayó sobre la borda, con un brazo dentro del agua. Martin lo observó un momento. Vio que no se movía; temió que al despertar lo acusara, tal vez le pegara, tal vez lo denunciara. Lo único que se le ocurrió para eludir estas desagradables posibilidades fue echarlo al agua; de todos modos, pensó, si se hubiera caído del otro lado se habría ahogado. Como todos los inocentes de espíritu, Ulf Martin creía que es siempre posible modificar el pasado; que en la representación espacial del tiempo dos lados de un triángulo pueden ser sustituidos por el tercero.

Antes de arrojarlo reflexionó que sería mejor colgarle o atarle algún objeto pesado para facilitar el descenso; casi inmediatamente comprendió que no hacía falta, ya que en pocos minutos se lo comerían los pescados.

Como un fantasma verdoso, el sacrificado se hundió despacio en su nuevo ambiente hidrosalino, ante los ojos enrojecidos del homicida, demostrando de paso con ese simple acto de inmersión la transparencia del agua en alta mar. Como un artículo personal seguía a su poseedor en un en tierro etrusco, egipcio o miceniano, lo siguió la herramienta que había servido para inmolarlo, con una aceleración centrípeta dirigida hacia el centro de la tierra y constantemente menor que la registrada por los cuerpos en el vacío, o sea novecientos ochenta y un centímetros por segundo cuadrado.

Poco después llegó la tormenta; Martin no sabía maniobrar, ni siquiera con el mar sereno, de modo que sus primeras tentativas provocaron la caída de la parte superior del velamen. Con las velas en el agua como las cuatro alas de una mariposa mojada, el Mutumaru sólo podía comportarse ahora como se comporta una mariposa mojada.

Durante un día y medio el viento negro lo arrastró hacia el este; Martin se alimentaba mientras tanto con los sandwiches que les había mandado la madre de Meyer y el pollo frío que les había mandado Violet. Con el frío y la desesperación, consiguió poco a poco olvidarse del dolor de oídos. De pronto, como cuando uno espera mucho tiempo el ómnibus y por fin lo ve llegar, vio la isla en el horizonte; el viento, la corriente y la casualidad lo acercaban a ella.

Aferró entonces con desesperación el remo de emergencia y empezó a remar, pero sus esfuerzos sólo parecían alejarlo; en el mejor de los casos el barco se reducía a girar sobre sí mismo. Decidido a jugarse el todo por el todo, se tiró al agua, así vestido como había salido de Sydney; cuando ya estaba por perder el conocimiento, el mar lo depositó, como a veces ocurre con los que a él se confían, en la orilla.

III

Sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared de chapa de la casilla, recuerda las cejas gruesas e implacables de su novia y se siente cada vez más desanimado. Si pudiera no obstante de algún modo volver, cesarían tal vez esas pesadillas que lo acosan, en el curso de las cuales Violet lo identifica vocalmente con un zapallo y la isla se hunde con irresistible, solitaria indiferencia en el Océano. Cesarían también los gritos, los aullidos de esos pájaros que revolotean entre los cocos salpicados por la espuma de la rompiente, y podría por fin fumar, comer carne, encender fuego, hablar con alguien, ser el vano, el tranquilo Ulf moderadamente deportivo que todos y también él siempre habían conocido.

Los días subsiguientes son como una larga condena de diarreas y vómitos, sin duda provocados por la fruta. Cada vez son más numerosos los indicios que le demuestran la verosimilitud de la suposición que empezó por ser un sueño pero que ahora se traslada con firmeza siempre creciente a la realidad: o la isla se está hundiendo, o el océano está subiendo.

Por fin, a pesar de toda la voluntad que pone en atribuirle una variedad de otras explicaciones, descubre la verificación que aun para su frivolidad resulta definitiva: cuando regresa en busca de la palmera sobre cuya corteza ha grabado dos semanas antes la V que en otros años pudo parecerle símbolo de victoria, la encuentra dentro del agua. Consumido y sin fuerzas, de pie entre los heléchos que ascienden y descienden al compás del oleaje como movidos por un motor, acosado por los escombros vegetales que van y vienen rítmicamente como basuras con nostalgia, hace un último, fallido esfuerzo por no creer lo que ve, y parece un rubio del mercado negro en el momento de recibir la orden de detención.

IV

Una semana después, sentado siempre en el mismo lugar, Ulf Martin está más delgado, su cara muestra los primeros pliegues de su historia adulta, en nada comparable con las tiernas arrugas que la contraían en el momento de su nacimiento y que tanto asombraron a su padre, sobre lodo porque las de ahora se confunden en la maraña de una espesa barba roja; ha conocido la ilusión y la desilusión, la lluvia, el calor, la picadura de una mosca peculiar de la región, la inflamación gastrointestinal. De vez en cuando piensa: en vez de matar al amante de nuestra novia conviene, en la gran mayoría de los casos, cambiar de novia. Conserva como única reliquia casi del nutrido pasado de la humanidad las dos mitades reunidas de la fotografía rota, y a veces, para entretenerse, se pregunta cuál será Bobby y cuál Cornelius; como una oficina de informes en un Ministerio, la imaginación le responde: es el perro, o es el muchacho, en ambos casos meras conjeturas carentes de toda base.

Su parte animal no concibe la muerte, aunque en última instancia tiende siempre a evitarla; en cambio su parte propiamente humana y pensante reconoce la existencia de un problema y la necesidad de resolverlo. Pero las personas como Ulf Martin, cuando se encuentran frente a un problema, no sólo se tranquilizan sino que se satisfacen enteramente con cualquier idea agradable que implique no la seguridad sino la posibilidad de una solución, y una vez así satisfechas se reducen a perder el tiempo en ocupaciones fútiles que no se relacionan prácticamente con los fines que dichas personas declaran perseguir en general y mucho menos con el problema en particular.

Mientras tanto la cinta de tierra que aún puede ser llamada isla sigue angostándose; el mar penetra en los matorrales e inunda las zonas bajas, una tras otra, mientras los pájaros, astutos por instinto, emigran hacia localidades más estables. La isla se parte en dos, poco después en cinco pedazos.

Una mañana Ulf abre la puerta de la casilla y la espuma le salpica los pantalones: durante la noche se ha desmoronado la faja de terreno que todavía lo separaba del mar. Si no traslada la casilla a otro lugar más elevado, dentro de dos o tres días se desmoronará también ella. ¡Oh, cómo preferiría estar en Suiza o en la Cordillera de los Andes!, piensa el joven náufrago; sobre todo estar en mi casa en Sydney: los pájaros se van, también yo debería irme.

De pronto decide suicidarse, como un gesto de rebeldía. Después de pasar revista a los diversos tipos de suicidios indoloros que en ese momento consigue recordar, concluye que, careciendo absolutamente de medios para llevarlos a la práctica, le conviene renunciar al proyecto, y que lo más sensato, dadas las circunstancias, sería construir una balsa.

Troncos no le faltan, pero no sabe cómo sujetarlos entre sí; recordando uno de los métodos más sencillos de resolver problemas que le han enseñado en la infancia, se deja caer de rodillas sobre la arena blanca y reza. A continuación intenta fabricar cuerdas con los vegetales que le ofrece la flora local; pero las cuerdas que trenza de día se destrenzan solas durante la noche. Como no se le ocurren otras posibilidades de evasión, insiste en su propósito, y después de unos días, cuando el mar ya se ha llevado la casilla y con ella la fotografía de Bobby y Cornelius, consigue tejer cuerdas más o menos duraderas con enredaderas.

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