—Señor —dijo el sargento desconcertado—; no sé si debo hacerlo.
—¿Cómo es esto? —preguntó el otro con aspereza—. ¿No le han arrestado ustedes?
En la hendida boca del criado hubo una mueca desdeñosa, y el silbato de un tren que se acercaba pareció comentar oportunamente la intención burlesca.
El sargento, muy gravemente, replicó:
—Le hemos arrestado precisamente cuando salía del puesto de policía de Highgate, donde acababa de depositar todo el dinero de su amo en manos del inspector Robinson.
Gilder contempló al lacayo asombrado.
—¿Y por qué hizo usted eso? —preguntó.
—¡Por qué había de ser! Para poner el dinero a salvo del criminal —contestó Magnus.
—Es que el dinero de sir Aaron —dijo Gilder— estaba seguro en manos de la familia.
La cola de esta frase pareció engancharse en el estridor del tren, que se acercó temblando y chirriando. Pero, por sobre el infierno de ruidos a que aquella triste mansión estaba sujeta periódicamente, se oyeron las sílabas precisas de Magnus con toda su nitidez de campanadas:
—Tengo razones para desconfiar de la familia. Todos, aunque inmóviles, sintieron vagamente la presencia de un recién llegado. Merton volvió la cabeza, y no le sorprendió encontrarse con la cara pálida de la hija de Armstrong, que asomaba sobre el hombro del padre Brown. Todavía era joven y bella, en aquel plateado estilo, pero sus cabellos eran de un color castaño tan opaco y sin matices, que, a la sombra, de repente parecía gris.
—Repórtese usted —gruñó Royce—. Va usted a asustar a Miss Armstrong.
—Creo que sí —dijo el de la clara voz.
La dama retrocedió. Todos le miraron sorprendidos. Y él prosiguió así:
—Estoy ya acostumbrado a los temblores de Miss Armstrong. La he visto temblar muchas veces durante muchos años. Unos decían que temblaba de frío; otros, que de miedo; pero yo sé bien que temblaba de odio y de perverso rencor… Esta mañana los diablos han estado de fiesta. A no ser por mí, a estas horas ella estaría lejos en compañía de su amante, y con todo el dinero de mi amo a cuestas. Desde que el pobre de mi amo le prohibió casarse con ese borracho bribón…
—¡Alto! —dijo Gilder con energía—. No nos importan las sospechas o imaginaciones de usted. Mientras no presente usted una prueba evidente.
—¡Oh, ya lo creo que presentaré pruebas evidentes! —le interrumpió Magnus con su acento cortado—. Usted tendrá que llamarme a declarar, señor inspector, y yo tendré que decir la verdad. Y la verdad es ésta: un momento después de que este anciano fuera arrojado por la ventana, entré corriendo en el desván, y me encontré a la señorita desmayada, en el suelo, con una daga roja en la mano. Permítaseme también entregarla a la autoridad competente.
Y extrajo de los faldones un largo cuchillo cachicuerno con una mancha roja, y se adelantó para entregarlo respetuosamente al sargento. Después retrocedió otra vez, y las rajas de los ojos casi desaparecieron de su cara en una inmensa mueca chinesca.
Merton se sintió enfermo ante aquella mueca, y murmuró al oído de Gilder:
—Habrá que oír lo que dice Miss Armstrong contra esta acusación, ¿verdad?
El padre Brown levantó de pronto una cara tan fresca como si acabara de lavársela.
—Sí —exclamó con radiante candor—. Pero, ¿dirá Miss Armstrong algo contra esta acusación?
La dama dejó escapar un grito breve y extraño. Todos se volvieron a verla. Estaba rígida, como paralizada. Sólo en el marco de sus cabellos castaños resaltaba un rostro animado por la sorpresa. Se diría que acababan de ahorcarla.
—Este hombre —dijo Mr. Gilder gravemente— acaba de declarar que la encontró a usted empuñando un cuchillo, e inanimada, un momento después del asesinato.
—Dice la verdad —contestó Alice.
Todos quedaron deslumbrados, y al fin se dieron cuenta de que Patrick Royce adelantaba su cabezota y decía estas singulares palabras:
—Bueno; si me han de llevar, antes he de darme un gusto.
Y, levantando los fornidos hombros, descargó un puñetazo de hierro en la blanda cara mongólica de Magnus, haciéndole caer a tierra más aplastado que una estrella de mar. Dos o tres policías pusieron al instante la mano sobre Royce; pero a los demás les pareció que la razón misma había estallado y que el Universo todo se convertía en una pantomima insensata.
—Mr. Royce —gritó Gilder autoritariamente—. Le arresto a usted por agresión.
—No —contestó el secretario con una voz como un gong de hierro—. Tendrá usted que arrestarme por homicidio.
Gilder miró muy alarmado al hombre agredido; pero como éste estaba levantándose y limpiándose un poco de sangre de la cara, que en rigor no había recibido mucho daño, preguntó:
—¿Qué quiere usted decir?
—Que es cierto, como ha dicho este hombre —explicó Royce— que Miss Armstrong cayó desmayada con un cuchillo en la mano; pero no había empuñado el cuchillo para atacar a su padre, sino para defenderle.
—Para defenderle —gritó Gilder gravemente—. ¿Y defenderle de quién?
—De mí —contestó el secretario.
Alice le miró con expresión compleja y desconcertada. Después dijo con voz débil:
—Me alegro de que sea usted valiente.
—Subamos —dijo Patrick Royce con pesadez y les haré ver cómo pasó esta atrocidad
El desván, que era el aposento privado del secretario —diminuta celda para tan enorme ermitaño—, ofrecía, en efecto, señales de haber sido escenario de un violento drama. En el centro, y sobre el suelo, había un revólver; por un lado rodaba una botella de whisky, abierta, pero no completamente vacía. El tapete de la mesita había caído y estaba pisoteado. Y una cuerda, como la que aparecía en la pierna del cadáver, colgaba por la ventana. En la chimenea, dos vasos rotos, y uno sobre la alfombra.
—Yo estaba ebrio —dijo Royce; y esta confesión sencilla de aquel hombre prematuramente abatido, tenía todo el patetismo del primer pecado infantil—. Todos ustedes me conocen —continuó con voz ronca—. Todos saben cómo empecé la vida, y parece que voy a acabarla de igual modo. En otro tiempo decían que yo era inteligente, y pude haber sido feliz. Armstrong salvó de la taberna este despojo de cerebro y de cuerpo y a su modo, el pobre hombre fue siempre bondadoso conmigo. Sólo que no quería dejarme casar con Alice, y todos dirán que tenía razón. Bueno: ustedes pueden formular las conclusiones que gusten, y no necesitarán que yo entre en detalles. Allí, en el rincón, está mi botella de whisky medio vacía. Allí, sobre la alfombra, mi revólver completamente vacío. La cuerda que se encontró en el cadáver es la cuerda de mi baúl, y el cuerpo fue arrojado desde mi ventana. No hace falta que los detectives averigüen nada en esta tragedia: es una de esas hierbas que crecen en todos los rincones. ¡Me entrego a la horca, y basta, por Dios!
A una señal, que fue lo bastante discreta, la polilla rodeó al robusto secretario para conducirle preso. Pero esta operación fue verdaderamente interrumpida por la extrañísima actitud que adoptó el padre Brown. Éste, a gatas sobre la alfombra, junto a la puerta, parecía entregado a exóticas oraciones. Como era persona que jamás se daba cuenta de la figura que hacía a los ojos de los demás, conservando siempre su actitud, volvió de pronto su cara redonda y radiante, asumiendo aspecto de cuadrúpedo con una ridícula cabeza humana.
—¡Vamos! —dijo con sencillez amable—. Esto se complica. Al principio, señor inspector, decía usted que no aparecía arma ninguna, pero ahora vamos encontrando muchas armas. Tenemos ya el cuchillo para apuñalar, la cuerda para estrangular y la pistola para disparar; y todavía hay que añadir que el pobre señor se rompió la cabeza al caer de la ventana. Esto no va bien. No es económico.
Y sacudió la cabeza junto al suelo, como caballo que pasta. El inspector Gilder abrió la boca para decir algo muy serio; pero antes de que pudiera articular una palabra, ya la grotesca figura rampante decía con la mayor fluidez:
—¡Y estas tres cosas inexplicables! Primero, estos agujeros en la alfombra, donde entraron los seis tiros. ¿A quién se le ocurre disparar a la alfombra? Un ebrio dispara a la cara de su enemigo, que está accionando ante él. Pero no riñe con los pies de su enemigo, ni les pone sitio a sus pantuflas. Y luego, la dichosa cuerda.
Y habiendo acabado con la alfombra, el padre Brown levantó las manos y se las metió en los bolsillos, pero permaneció de rodillas.
—¿En qué grado de embriaguez posible se le ocurre a un hombre atarle a su enemigo la soga al cuello para desatarla después y atársela a la pierna? Royce no estaba tan ebrio para hacer semejante disparate, porque ahora estaría más dormido que un tronco. Y finalmente, la botella de whisky, y esto es lo más claro de todo: usted quiere hacernos creer que aquí ha habido un combate de dipsómano por apoderarse del whisky, que usted ganó la botella, y que, después, la arrojó usted a un rincón, vertiendo la mitad del whisky y dejando el resto en la botella. Lo cual me parece poco propio de un dipsómano.
Se irguió de un salto y, en tono de límpida penitencia, le dijo al presunto asesino:
—Lo siento mucho, mi buen señor, pero lo que usted nos cuenta es una sandez.
—Señor —dijo Alice Armstrong al sacerdote en voz baja—. ¿Podemos hablar a solas?
Esta petición obligó al parlanchín sacerdote a salir a la estancia próxima. Y antes de preguntar nada, la dama le dijo decidida:
—Usted es un hombre inteligente, y trata de salvar a Patrick, lo comprendo. Pero es inútil Este asunto es muy negro, y mientras más indicios encuentre usted, menos posibilidad de salvación habrá para el desdichado a quien amo.
—¿Por qué? —preguntó el padre Brown mirándola con fijeza.
—Porque —contestó ella con la misma expresión— yo misma le he visto cometer el crimen
—¡Ah! —dijo el padre Brown impertérrito y, ¿qué fue lo que hizo?
—Yo estaba en este cuarto —explicó ella—. Esta y aquella puerta estaban cerradas. De pronto, oí una voz que decía repetidas veces «¡Infierno, infierno!» y poco después las dos puertas vibraron con la primera explosión del revólver. Hubo tres disparos más antes de que yo lograra abrir una y otra puerta. Me encontré la estancia llena de humo; pero la pistola estaba humeando en la mano de mi pobre y loco Patrick. Y yo le vi con mis propios ojos hacer el último disparo asesino. Después saltó sobre mi padre, que lleno de terror, estaba encaramado en la ventana, y aferrándolo, trató de estrangularlo con la cuerda, echándosela por la cabeza; pero la cuerda se deslizó por los hombros estremecidos y cayó hasta los pies de mi padre, y se ató sola a una pierna. Patrick tiró de la cuerda enloquecido. Yo cogí entonces un cuchillo que estaba sobre la estera, y metiéndome entre ellos; logré cortar la cuerda antes de caer desmayada
—Ya lo veo todo — dijo el padre Brown con la misma cortesía impasible—. Muchas gracias.
Y mientras la dama desfallecía al evocar tales recuerdos, el sacerdote regresó rápidamente adonde estaban los otros. Allí se encontró a Gilder y a Merton solos con Patrick Royce, que estaba sentado en una silla con las esposas puestas dirigiéndose respetuosamente al inspector, dijo:
—¿Puedo decir algo al preso en presencia de usted? ¿Y le permite usted quitarse esas cómicas manillas un instante?
—Es hombre muy fuerte —dijo Merton en baja—. ¿Para qué quiere que se las quite?
—Pues, mire usted —dijo el sacerdote con maldad—. Porque quisiera tener el honor de darle un apretón de manos.
Los dos detectives se miraron sorprendidos, y el padre Brown añadió:
—¿No quiere usted decirles cómo fue la cosa?
El hombre de la silla movió negativamente la marañada cabeza, y entonces el sacerdote decía con impaciencia:
—Pues lo diré yo. La vida privada es más importante que la reputación pública. Voy a salvar al vivo, y dejar que los muertos entierren a los muertos.
Dirigióse a la ventana fatal, y se asomó:
—Le dije a usted que aquí había muchas armas para una sola muerte. Ahora debo rectificar: aquí no ha habido armas, porque no se las ha empleado para causar la muerte. Todos estos instrumentos terribles, el nudo corredizo, la sanguinolenta navaja, la pistola explosiva, han servido aquí como instrumentos de la más extraña caridad. No se han empleado para matar a sir Aaron, sino para salvarlo.
—¡Para salvarlo! —exclamó Gilder—. ¿De qué?
—De sí mismo —dijo el padre Brown—. Era maniático suicida.
—¿Qué? —dijo Merton con tono incrédulo—. ¡Y su Religión de la Alegría…!
—Es una religión muy cruel —dijo el sacerdote mirando por la ventana—. ¡Que no haya podido él llorar un poco, como antes habían llorado sus padres! Sus planos mentales se endurecieron, sus opiniones se volvieron cada vez más frías. Bajo la alegre máscara se escondía el espíritu hueco del ateo. Finalmente, para conservar ante el público su alegría profesional, volvió a la embriaguez, que había abandonado hacía tanto tiempo. Pero las bebidas alcohólicas son terribles para un abstemio sincero, porque le procuran visiones de ese infierno psicológico contra el cual trata de poner en guardia a los demás. Pronto el pobre Mr. Armstrong se encontró hundido en ese infierno. Y esta mañana se encontraba en tal estado, que se sentó aquí a gritar que estaba en el infierno, y esto con voz tan trastornada, que su misma hija no la reconoció. Le entró la locura de la muerte, y con la agilidad de mono, propia del maniático, se rodeó de instrumentos mortíferos: el lazo corredizo, el revólver de su amigo, el cuchillo. Royce entró casualmente, y, comprendiendo lo que pasaba, se apresuró a intervenir. Arrojó el cuchillo por aquella estera, arrebató el revólver, y sin tener tiempo de sacar los cartuchos los descargó tiro a tiro contra el suelo. El suicida vio aún otra posibilidad de muerte, y quiso arrojarse por la ventana. El salvador hizo entonces lo único que podía: le dio alcance, y trató de atarle con la cuerda las manos y los pies. Entonces esa desdichada joven entró aquí, y comprendiendo al revés las cosas, trató de libertar a su padre cortando la cuerda. Al principio no hizo más que rasguñar las muñecas a Royce, y ésa es toda la sangre que ha habido en este asunto. Porque supongo que ustedes habrán advertido que, aunque su puño dejó sangre en la cara del criado, no dejó la menor herida. Y la pobre mujer, antes de caer desmayada, logró cortar la cuerda que retenía a su padre, el cual salió lanzado por esa ventana rumbo a la eternidad. Hubo un silencio, y al fin se oyó el ruido metálico que hacía Gilder al abrir las esposas de Patrick Royce, a quien dijo: