Dejando el cadáver de la rica heredera en manos del facultativo, Flambeau trepó a saltos la escalera, y se encontró con que en la oficina de la mecanógrafa no había un alma. Entonces subió a su despacho. Entró, y volvió a salir con cara lívida:
—La hermana —dijo a su amigo con una seriedad de mal agüero—, la hermana parece que ha salido a dar un paseíto.
—O bien —dijo el padre Brown moviendo la cabeza— puede haber subido al piso del hombre solar. Yo, en el caso de usted, comenzaría por averiguar esto. Después podremos hablar de ello aquí en su despacho.
—¡No! —exclamó—. ¿Cómo se me pudo ocurrir esta estupidez? No: hablaremos de ello abajo, en la oficina de las muchachas.
Flambeau no entendió, pero siguió al sacerdote al piso desierto de las Stacey, y allí el impenetrable pastor de gentes se sentó en un sillón de cuero rojo, junto a la puerta, desde donde podía ver la escalera, y descansó y esperó. No tuvo que esperar mucho tiempo. Antes de tres minutos, tres personas bajaban la escalera, sólo semejantes en su aspecto de solemnidad. La primera, Joan Stacey, la hermana de la muerta: evidentemente, Joan estaba en el templo de Apolo cuando la catástrofe; la segunda era el mismo sacerdote de Apolo, que, concluida su letanía, bajaba barriendo la escalera envuelto en su magnificencia: su túnica blanca, su barba y cabello partido hacían pensar en el Cristo de Doré saliendo del Pretorio; la tercera persona era Flambeau, con sus cejas negras y su cara desconcertada.
Miss Joan Stacey, vestida de negro, el ceño contraído, con algunos toques grises prematuros en los cabellos, se dirigió a su escritorio y arregló los papeles con un golpe seco y práctico. Este solo acto volvió a todos al sentimiento de la realidad. Si Miss Joan Stacey era un criminal, era un criminal sereno. El padre Brown la contempló con una sonrisa extraña, y sin dejar de mirarla habló así, dirigiéndose a otro:
—Profeta —probablemente se dirigía a Kalon—. Quisiera que me contestase usted algunas preguntas sobre su religión.
—Muy honrado —dijo Kalon inclinando la cabeza, todavía coronada—. Pero no sé si he entendido bien.
—Mire usted, se trata de esto —dijo el padre Brown con su manera francamente recelosa—. Dicen que si un hombre tiene malos principios, es por su culpa en mucha parte. Pero conviene distinguir al que decididamente ofende a su buena conciencia de aquel cuya conciencia está nublada por el sofisma. Ahora bien: ¿usted cree realmente que el asesinato es un acto malo?
—¿Es esto una acusación? —preguntó Kalon tranquilamente.
—No —repuso el padre Brown—. Es el alegato de la defensa.
En la vasta y misteriosa quietud del salón, el profeta de Apolo se levantó lentamente, y se diría que aquello era el levantarse del sol. Llenó el salón con su luz y vida de tal modo, que lo mismo hubiera podido llenar con la fuerza de su presencia toda la llanura de Salisbury. Su forma, envuelta en ropajes, pareció adornar toda la habitación con tapices clásicos; su ademán épico pareció alargarla en perspectivas indefinidas, de suerte que la figurita negra del clérigo moderno resultó allí como una falta, como una intrusión, como una mancha negra y redonda sobre la esplendorosa túnica de la Hélade.
—Al fin nos hemos encontrado, Caifás —dijo el profeta—. Tu Iglesia y la mía son las únicas realidades en esta tierra. Yo adoro al Sol, y tú la puesta del Sol. Tú eres el sacerdote del Dios moribundo, y yo del Dios en plena vida. Tu calumniosa sospecha es digna de tu sotana y de tu credo. Tu Iglesia no es más que una policía negra. No sois más que espías y detectives que tratan de arrancar a los hombres la confesión de sus pecados, ya por la traición, ya por la tortura. Vosotros haréis que los hombres confiesen su crimen; yo los sacaré convictos de inocencia. Vosotros los convenceréis de su pecado; yo, de su virtud.
»¡Oh lector de los libros nefandos! Una palabra más antes de que para siempre disipe tus pesadillas miserables: no eres capaz de entender hasta qué punto me es indiferente el que tú intentes o no convencerme. Lo que tú llamas desgracia y horror, es para mí lo que para el adulto es el ogro pintado en los libros para los niños. Dices que me ofreces el alegato de mi defensa. Y yo me cuido tan poco de las tinieblas de esta vida, que voy a ofrecerte el discurso de mi acusación. Sólo una cosa se puede decir en contra mía, y yo mismo la revelaré. La mujer que acaba de morir era mi amor, mi desposada, no según las frases legales de vuestras mezquinas capillas, sino en virtud de una ley más pura y más fiera de lo que vosotros sois capaces de concebir. Ella y yo recorríamos órbita muy extraña a la vuestra, y andábamos por palacios de cristal, mientras vosotros movíais tráfago por entre túneles y pasadizos de tosco ladrillo. Harto sé yo que la policía, teológica o no, supone que dondequiera que ha habido amor puede haber odio, y aquí está la primera base para la acusación. Pero el segundo punto es todavía más importante, y yo lo ofrezco por eso de buena gana: no sólo es verdad que Páuline me amaba, sino que es cierto también que esta misma mañana, antes de que ella muriera, escribió en esa mesa su testamento haciendo para mí y mi nueva iglesia un legado de medio millón. ¡Ea, pues! ¿Dónde están las esposas? ¿Os figuráis que me afligen las miserias a que pudierais someterme? Toda servidumbre penal será para mí como el esperar a mi amada en la estación del camino. Y la horca misma será para mí como un viaje hacia el país donde está ella, un viaje en un carro despeñado.
Todo esto lo dijo con gran autoridad oratoria, agitando la cabeza, mientras Flambeau y Joan Stacey lo escuchaban llenos de asombro. La cara del padre Brown sólo expresaba el más profundo dolor, y miraba al suelo con una angustiosa arruga pintada en la frente. El profeta se recostó gallardamente en la chimenea y continuó:
—En pocas palabras le he dado a usted los elementos de mi acusación, de la única acusación posible contra mí. En menos palabras voy a destrozarla hasta no dejar una sola huella. En cuanto al hecho concreto del crimen, la verdad queda encerrada en una simple frase: yo no he cometido este crimen. Pauline Stacey cayó desde este piso a las doce y cinco minutos. Un centenar de personas podrá acudir a la prueba testimonial y declarar que yo estuve en el balcón de mi piso desde poco antes de las doce hasta las doce y cuarto, que es la hora habitual de mis oraciones. Mi empleado (un honrado joven de Clapham que nada tiene que ver conmigo) jurará que él estuvo sentado en el vestíbulo toda la mañana y que no vio salir a nadie. Él jurará asimismo que me ha visto entrar diez minutos antes de la hora indicada, quince minutos antes del accidente, y que durante ese tiempo yo no he salido de la oficina ni me he movido del balcón. Jamás pudo haber coartada más perfecta. Puedo citar a declaración a medio barrio de Westminster. Quítenme otra vez las esposas; será lo mejor. Esto se ha acabado.
»Pero todavía, para que no quede ni el menor asomo de tan estúpida sospecha, le diré a usted todo lo que usted quiere saber de mí. Creo estar al tanto de cómo vino a morir mi infortunada amiga. Si usted quiere, podrá usted echármelo en cara, o acusar por lo menos a mi religión y a mi fe, pero no encerrarme en la cárcel por ello. Es bien sabido de cuantos se consagran a las verdades superiores que algunos adeptos o
illuminati
han alcanzado realmente el poder de la levitación, es decir, la facultad de suspenderse en el aire. Este hecho no es más que una parte de la general conquista de la materia que constituye el elemento principal de esta nuestra sabiduría oculta. La pobre Pauline tenía un temperamento impulsivo y ambicioso. A decir verdad, yo creo que ella se figuraba haber profundizado los misterios mucho más de lo que en efecto había conseguido. A menudo me decía, cuando bajábamos juntos en el ascensor, que teniendo voluntad firme podría uno bajar flotando sin mayor daño que una pluma ligera. Pues bien: yo creo solemnemente que en un éxtasis de noble arrebato ella intentó el milagro. Su voluntad, o su fe, flaquearon seguramente a la hora decisiva, y las bajas leyes de la materia se vengaron horriblemente. Ésta es, señores, la verdadera historia; muy triste y, para vosotros, muy llena de presunción y maldad pero no criminal, en manera alguna: en todo, no se trata de cosa que me pueda ser imputada. En el estilo abreviado de los tribunales de policía vale más llamarla suicidio; en cuanto a mí, yo la llamaré siempre heroico fracaso en la senda del adelanto científico y el escalamiento del cielo.
Aquella fue la primera vez que Flambeau veía al padre Brown derrotado. Seguía éste mirando el suelo con el penoso ceño arrugado, como si estuviera lleno de vergüenza. Era imposible desvanecer la impresión causada por las aladas palabras del profeta de que allí había un tétrico acusador profesional del género humano, aniquilado por un espíritu lleno de salud y libertad naturales, mucho más puro y eminente. Por fin, el padre Brown logró hablar, pestañeando y con un aire marcado de sufrimiento físico.
—Bueno; puesto que así es, caballero, no tiene usted más que tomar el testamento y marcharse. ¿Dónde lo habrá dejado la pobre señora?
—Debe de estar por ahí, en el escritorio, junto a la puerta —dijo Kalon con esa sólida candidez que, desde luego, parecía absolverle—. Ella me había dicho que hoy lo redactaría, y al pasar en el ascensor a mi departamento la vi escribiendo.
—¿Estaba la puerta abierta? —preguntó el sacerdote mirando distraídamente el ángulo de la estera.
—Sí —dijo Kalon.
—¡Ah! —contestó el otro—. Desde entonces ha estado abierta.
Y continuó estudiando la trama de la estera.
—¡Aquí hay un papel! —dijo la triste Miss Joan.
Se había acercado al escritorio de su hermana, que estaba junto a la puerta, y tenía en la mano una hoja de papel azul. En su rostro había una acre sonrisa, de lo más inoportuno en momentos como aquel. Flambeau no pudo menos de mirarla con extrañeza.
Kalon el profeta no manifestó curiosidad alguna por el papel, manteniendo siempre su regia indiferencia. Pero Flambeau lo tomó de manos de la muchacha y lo leyó con la más profunda sorpresa. Comenzaba el papel, en efecto, con los términos sacramentales de un testamento, pero después de las palabras: «Hago donación de todo cuanto he poseído», la escritura se interrumpía de pronto con unos trazos y rayas en seco donde ya no era posible leer el nombre del legatario. Flambeau, asombrado, mostró a su amigo el clérigo este testamento truncado; el clérigo le echó mirada y se lo pasó, sin decir palabra, al sacerdote del Sol.
Un instante después, el pontífice, con sus espléndidos ropajes talares, cruzó la estancia en dos brincos, e irguiéndose cuan largo era frente a Joan Stacey, con unos ojazos azules que parecían salírsele de la cara:
—¿Qué trampa endiablada es ésta? —gritó—. Esto no es todo lo que escribió Pauline.
Todos se quedaron sorprendidos al oírle hablar en otro tono de voz, tan diferente del primero. En su habla se notaba ahora un gangueo yanqui no disimulado. Toda su grandeza y su buen inglés se le cayeron de encima como una capa.
—Esto es lo único que hay en el escrito —dijo Joan, y se le quedó mirando con la misma sonrisa perversa.
De pronto aquel hombre se soltó profiriendo blasfemias y echando de sí cataratas de palabras incrédulas. Aquella manera de abandonar la máscara era realmente penosa; era como si a un hombre se le cayera la cara que Dios le dio.
Cuando se cansó de maldecir, gritó en pleno dialecto americano:
—¡Oiga usted! Yo seré un aventurero, pero me está pareciendo que usted es una asesina. Sí, caballeros; aquí tienen ustedes explicado su enigma, y sin recurrir a la levitación. La pobre muchacha escribe un testamento en mi favor; llega su malvada hermana, lucha por arrancarle la pluma, la arrastra hasta la reja del ascensor, y la precipita antes de que haya podido terminarlo. ¡Voto a tal! ¡Traigan otra vez las esposas!
—Como usted ha dicho muy bien —replicó Joan con horrible calma—, el ayudante de usted es un joven muy honrado que sabe bien lo que vale el juramento, y jurará, sin duda, ante cualquier tribunal, que yo estaba arriba, en el piso de usted, preparando ciertos papeles que había que copiar a máquina desde cinco minutos antes hasta cinco minutos después de que mi hermana cayera. También Mr. Flambeau le dirá a usted que me encontró arriba.
Hubo un silencio.
—¡Cómo! —exclamó Flambeau—. ¿Entonces, Pauline estaba sola cuando cayó, y se trata de un suicidio?
—Estaba sola cuando cayó —dijo el padre Brown—; pero no se trata de un suicidio.
—Entonces, ¿cómo murió? —preguntó Flambeau con impaciencia.
—Asesinada.
—¡Pero si estaba sola! —objetó el detective.
—¡Fue asesinada cuando estaba sola! —contestó el sacerdote.
Todos se le quedaron mirando, pero él conservó su actitud de desaliento, su arruga en la frente y aquella sombra de pena o vergüenza impersonal que parecía invadirle. Su voz era descolorida y triste.
—Lo que yo necesito saber —gritó Kalon, lanzando otro voto— es a qué hora viene la policía por esta hermana sanguinaria y perversa; ha matado a uno de su sangre, y a mí me ha robado medio millón que era tan sagrado y tan mío como…
—Pero oiga usted, oiga usted, profeta —interrumpió Flambeau con ironía—. Recuerde usted que todo este mundo es ilusión vana.
El hierofante del áureo sol hizo un esfuerzo para volver a su pedestal y dijo:
—¡Si no se trata sólo del dinero! Aunque esa suma bastaría para propagar la causa en todo el mundo. Se trata de los anhelos de mi amada. Para Pauline todo esto era santo. En los ojos de Pauline…
El padre Brown se levantó de un salto, tan bruscamente que derribó el sillón. Estaba mortalmente pálido, pero parecía encenderlo una esperanza: sus ojos llameaban.
—¡Eso es! —gritó con voz clara—. Por ahí hay que comenzar. En los ojos de Pauline…
El esbelto profeta retrocedió espantado ante el diminuto clérigo y gritó:
—¿Qué quiere usted decir? ¿Qué pretende hacer?
—En los ojos de Pauline… —repitió el sacerdote, con los suyos cada vez más ardientes—. ¡Continúe usted, continúe usted, en nombre de Dios! El más horrible crimen que puedan inventar los demonios es más leve después de la confesión. Confiese usted, se lo imploro. ¡Continúe usted, continúe usted! En los ojos de Pauline..
—¡Déjeme usted en paz, demonio! —tronó Kalon, luchando como un gigante amarrado—. ¿Quién es usted, usted, espía maldito, para envolverme en sus telarañas y atisbar y escudriñarme el alma? ¡Déjeme usted irme en paz!