—No soy tan tonto —contestó él—. ¡Tanta es mi humildad cristiana!
Ella seguía contemplándole; pero ahora, tras la máscara de su sonrisa, había una creciente gravedad.
—Mr. Angus —dijo con firmeza—; basta de niñerías: no pase un minuto más sin que usted me oiga. Tengo que decirle algo de mí misma.
—¡Encantado! —replicó Angus gravemente— y ya que está usted en ello, también debería usted decirme algo sobre mí mismo.
—Ea, calle usted un poco y escuche. No es nada de que tenga yo que avergonzarme ni entristecerme siquiera. Pero, ¿qué diría usted si supiera que es algo que, sin ser cosa mía, es mi pesadilla constante?
—En tal caso —dijo seriamente el joven—, yo le aconsejo a usted que traiga otra vez la tarta de boda.
—Bueno, ante todo, escuche usted mi historia —insistió Laure—. Y, para empezar, le diré que mi padre era propietario de la posada «El Pez Rojo», en Ludbury, y era yo quien servía en el bar a la parroquia.
—Ya decía yo —interrumpió él— que había no sé qué aire cristiano en esta confitería.
—Ludbury es un triste soñoliento agujero de los condados del Este, y la única gente que aparecía por «El Pez Rojo» era, amén de uno que otro viajante, de lo más abominable que usted haya visto, aunque usted no ha visto eso jamás. Quiero decir que eran unos haraganes, bastante acomodados para no tener que ganarse la vida, y sin más quehacer que pasarse el día en las tabernas y en apuestas de caballos, mal vestidos, aunque harto bien para lo que eran. Pero aun estos jóvenes pervertidos aparecían poco por casa, salvo un par de ellos que eran habituales, en todos los sentidos de la palabra. Vivían de su dinero y eran ociosos hasta decir basta, y excesivos en el vestir. Con todo, me inspiraban alguna lástima, porque se me figuraba que sólo frecuentaban nuestro desierto establecimiento a causa de cierta deformidad que cada uno de ellos padecía; esas leves deformidades que hacen reír precisamente a los burlones. Más que verdadera deformidad, se trataba de una rareza. Uno de ellos era de muy baja estatura, casi enano, o por lo menos parecía «jockey», aunque no en la cara y lo de más; tenía una cabezota negra y una barba negra muy cuidada, ojos brillantes, de pájaro; siempre andaba haciendo sonar las monedas en el bolsillo; usaba una gran cadena de oro, y siempre se presentaba tan ataviado a lo gentleman, que claro se veía que no lo era. Aunque ocioso, no era un tonto; hasta tenía un talento singular para todas las cosas inútiles; improvisaba juegos de manos, hacía arder quince cerillas a un tiempo como un castillo de artificio, cortaba un plátano o una cosa así en forma de bailarina… Se llamaba Isidore Smythe. Todavía me parece verle, con su carita trigueña, acercarse al mostrador y formar con cinco cigarrillos la figura de un canguro.
El otro era más callado y menos notable, pero me alarmaba más que el pequeño Smythe. Era muy alto y ligero, de cabellos claros, nariz aguileña, y tenía cierta belleza, aunque una belleza espectral, y un bizqueo de lo más espantoso que pueda darse. Cuando miraba de frente, no sabía uno dónde estaba uno mismo o qué era lo que él miraba. Yo creo que este defecto le amargaba un poco la vida al pobre hombre; porque, en tanto que Smythe siempre andaba luciendo sus habilidades de mono, James Welkin (que así se llamaba el bizco) nunca hacía más que empinar el codo en el bar y pasear a grandes trancos por los cenicientos llanos del contorno. Pero creo que también a Smythe le dolía sentirse tan pequeñín, aunque lo llevaba con mayor gracia. Así fue que me quedé verdaderamente perpleja y del todo desconcertada y tristísima cuando ambos; en la misma semana, me propusieron casarse conmigo.
El caso es que cometí tal vez una torpeza; al menos, eso me ha parecido a veces. Después de todo, aquellos monstruos eran mis amigos, y yo no quería por nada del mundo que se figurasen que los rehusaba por la verdadera razón del caso: su imposible fealdad. De modo que inventé un pretexto, y dije que me había prometido no casarme sino con un hombre que se hubiera abierto por sí mismo su camino en la vida, que para mí era cuestión de principios el no desposarme con un hombre cuyo dinero procediera, como el de ellos, del beneficio de la herencia. Y a los dos días de haber expuesto yo mis bien intencionadas razones comenzó el conflicto. Lo primero que supe fue que ambos se habían ido a buscar fortuna, como en el más cándido cuento de hadas.
Desde entonces no he vuelto a ver a ninguno de ellos. Pero he recibido dos cartas del hombrecillo llamado Smythe, y realmente son inquietantes.
—Y del otro, ¿no ha sabido usted más? —preguntó Angus.
—No; nunca me ha escrito —dijo la muchacha después de dudar un instante—. La primera carta de Smythe decía simplemente que había salido, en compañía de Welkin con rumbo a Londres; pero, como Welkin es tan buen andarín, el hombrecillo se quedó atrás y tuvo que detenerse a descansar al lado del camino. Le recogió una compañía de saltimbanquis que casualmente pasaba por allí; y en parte porque el pobre hombre era casi un enano, y en parte por sus muchas habilidades, se arregló con ellos para trabajar en la próxima feria, y le destinaron para hacer no sé qué suertes en el Acuario. Esto decía en su primera carta. En la segunda había ya más motivo de alarma. La recibí hace apenas una semana.
El llamado Angus apuró su taza de café y dirigió a su amiga una mirada cariñosa y paciente. Ella, al continuar, torció un poco la boca, como esbozando una sonrisa:
—Supongo que en los anuncios habrá usted leído lo del «Servicio silencioso de Smythe», o será usted la única persona que no lo haya leído.
Por mi parte, no estoy muy enterada; sólo sé que se trata de la invención de algún mecanismo de relojería para hacer mecánicamente todo el trabajo de la casa. Ya conoce usted el estilo de esos reclamos: «Oprime usted un botón, y ya tiene a sus órdenes un mayordomo que nunca se emborracha». «Da usted vuelta a una manivela, y eso equivale a una docena de criadas que nunca pierden el tiempo en coqueteos, etc.». Ya habrá usted visto los anuncios. Bueno: las dichosas máquinas, sean lo que fueren, están produciendo montones de dinero, y lo están produciendo para los purísimos bolsillos del mismísimo duende con quien trabé conocimiento en Ludbury. No puedo menos de celebrar que el triste sujeto tenga éxito; pero el caso es que me aterra la idea de que, en todo momento, puede presentárseme aquí y decirme que ya ha logrado abrirse un camino, como es la verdad.
—¿Y el otro? —preguntó Angus con cierta obstinada inquietud.
Laure Hope se puso en pie de un salto.
—Amigo mío —dijo—, usted es un brujo. Sí, tiene usted razón, usted es un brujo. Del otro no he llegado a recibir una sola línea. Y no tengo la menor idea de lo que será de él, o dónde habrá ido a parar. Pero es de él de quien tengo más miedo; es él quien se atraviesa en mi camino; él quien me ha vuelto ya medio loca. No, lo cierto es que ya me tiene loca del todo; porque figúrese usted que me parece encontrármelo donde estoy segura de que no puede estar, y creo oírle hablar donde es de todo punto imposible que él esté hablando
—Bueno, querida amiga —dijo alegremente el joven—, aun cuando sea el mismo Satanás, desde el momento en que usted le ha contado a alguien el caso, su poder se disipa. Lo que más enloquece, criatura, es estarse devanando los sesos a solas. Pero, dígame ¿dónde y cuándo le ha parecido a usted ver u oír a su famoso bizco?
—Sepa usted que he oído reírse a James Welkin tan claramente como le oigo hablar a usted —dijo la muchacha con firmeza—. ¡Y no había un alma! Porque yo estaba allí, afuera, en la esquina, y podía ver a la vez las dos calles. Además, y aunque su risa era tan extraña como su bizqueo, ya se me había olvidado su risa. Y hacía como un año que ni siquiera pensaba en él. Y lo curioso es que la primera carta de su rival (verdad absoluta) me llegó un instante después.
—Y ¿alguna vez ha hablado el espectro, o chillado o hecho alguna cosa? —preguntó Angus con interés.
Laure se estremeció, y después dijo tranquilamente:
—Sí. Precisamente cuando acabé de leer la segunda carta de Isidore Smythe, en que me anunciaba su éxito, en ese mismo instante oí a Welkin decir: «Con todo, no será él quien se la gane a usted». Tan claro como si hubiera hablado aquí dentro de la habitación. Es horrible: yo debo de estar loca.
—Si usted estuviera loca realmente —contestó el joven—, creería usted estar cuerda. Pero, en todo caso, la historia de este caballero invisible me resulta un tanto extravagante. Dos cabezas valen más que una (y ahorrémonos alusiones a los demás órganos) y así, si usted me permite que, en categoría de hombre robusto y práctico, vuelva a traer la tarta de boda que está en el escaparate…
Pero al decir esto se oyó en la calle un chirrido metálico, y un motorcito, que traía una velocidad diabólica, llegó disparado hasta la puerta de la pastelería, y paró. Casi al mismo tiempo, un hombrecito con un deslumbrante sombrero de copa saltó del motor y entró con ruidosa impaciencia.
Angus, que hasta aquí había conservado una fácil hilaridad, por razón de higiene interior, desahogó la inquietud de su alma saliendo a grandes pasos hacia la otra sala, al encuentro del recién venido. La sospecha del enamorado joven quedó confirmada a primera vista. Aquel sujeto elegante, pero diminuto, con la barbilla negra, insolentemente erguida, los ojos vivaces y penetrantes, los dedos finos y nerviosos, no podía ser otro que el hombre a quien acababan de describirle: Isidore Smythe, en suma, el hombre que hacía muñecos con cáscara de plátano y cajas de fósforos; Isidore Smythe, el hombre que hacía millones con mayordomos metálicos que no se embriagan y criadas metálicas que no coquetean. Por un instante, los dos hombres, comprendiendo instintivamente el aire de posesión con que cada uno de ellos estaba en aquel sitio, permanecieron contemplándose con esa generosidad fría y extraña que es la esencia de la rivalidad.
Pero Mr. Smythe, sin hacer la menor alusión a los motivos de antagonismo que podía haber entre ambos, dijo sencillamente, en una explosión:
—¿Ha visto, Miss Hope, lo que hay en el escaparate?
—¿En el escaparate? —preguntó Angus asombrado.
—No hay tiempo de entrar en explicaciones —dijo con presteza el pequeño millonario—. Aquí sucede algo extraño, y hay que proceder a averiguarlo.
Señaló con su pulida caña al escaparate recientemente saqueado por los preparativos nupciales de Mr. Angus, y éste pudo ver con asombro una larga tira de papel de sellos postales pegada en la vidriera, que con toda certeza no estaba allí cuando él estuvo asomado al escaparate, minutos antes. Siguiendo al enérgico Smythe a la calle, vio que una tira de papel engomado, como de un metro, había sido cuidadosamente pegada a la vidriera, y que en el papel se leía, con caracteres irregulares:
Si se casa usted con Smythe, Smythe morirá
.
—Laure —dijo Angus, asomando al interior de la tienda su careta roja—. No está usted loca, no.
—Es la letra de ese tal Welkin —dijo Smythe con aspereza—. Hace años que no le veo, pero no por eso ha dejado de molestarme. En sólo estos quince días cinco veces me ha estado echando cartas amenazadoras, sin que sepa yo quién las trae, como no sea Welkin en persona. El portero jura que no ha visto a ninguna persona sospechosa; y aquí ha estado pegando esa tira de papel en un escaparate público, mientras que la gente de la confitería…
—Exactamente —concluyó Angus con modestia—, mientras que la gente de la confitería se entretiene en tomar el té. Pues bien, señor mío, permítame declararle que admiro su buen sentido en atacar tan directamente lo único que por ahora importaba. De lo demás, ya tendremos tiempo de hablar. Nuestro hombre no puede estar muy lejos, porque le aseguro a usted que no había papel alguno hace unos diez o quince minutos, cuando me acerqué por última vez al escaparate. Por otra parte, tampoco es fácil darle caza, puesto que ignoramos el rumbo que habrá tomado. Si usted, Mr. Smythe, quisiera seguir mi consejo, pondría ahora mismo el asunto en manos de un investigador experto, y mejor de un investigador privado, que no de persona perteneciente a la policía pública. Yo conozco a un hombre inteligentísimo, que está establecido a cinco minutos de aquí, yendo en el auto de usted. Su nombre es Flambeau, y aunque su juventud fue algo tormentosa, ahora es un hombre honrado a carta cabal, y tiene un cerebro que vale oro. Vive en la casa Lucknow, que está por Hampstead.
—¡Qué coincidencia! —dijo el hombrecillo frunciendo el ceño—. Yo vivo en la casa Himalaya, al volver la esquina. Supongo que usted no tendrá inconveniente en venir conmigo. Así, mientras yo subo a mi cuarto por los extravagantes documentos de Welkin, usted puede ir a llamar a su amigo el detective.
—Es usted muy amable —dijo Angus cortésmente—. Bueno; cuanto antes, mejor.
Y ambos, con improvisada buena fe, se despidieron de la dama con la misma circunspección formal, y subieron al ruidoso y pequeño auto. Mientras Smythe movía palancas y hacía doblar la esquina al vehículo, Angus se divertía en ver un gigantesco cartelón del «Servicio Silencioso de Smythe», donde estaba pintado un enorme muñeco de hierro sin cabeza, llevando una cacerola, con un letrero que decía:
Un cocinero que nunca refunfuña
.
—Yo mismo los empleo en mi piso —dijo el hombrín de la barba negra, riendo—. En parte por anuncio, y en parte por comodidad. Y, hablando en plata, crea usted que esos muñecones de relojería le traen a uno el carbón o le sirven el vino con más presteza que cualquier criado, simplemente con saber bien cuál es el botón que hay que oprimir en cada caso. Pero aquí inter nos, no le negaré a usted que también tienen sus desventajas.
—¿De veras? —preguntó Angus—. ¿Hay alguna cosa que no pueden hacer?
—Sí —replicó fríamente Smythe, No pueden decirme quién me echa esas cartas amenazadoras en casa.
El auto era tan pequeño y ágil como su dueño. Y es que, lo mismo que su servicio doméstico, era un artículo inventado por él. Si aquel hombre era un charlatán de los anuncios, era un charlatán que creía en sus mercancías. Y el sentimiento de que el auto era algo frágil y volador se acentuó aún más cuando entraron por unas carreteras blancas y sinuosas, a la muerta pero difusa claridad de la tarde. Las curvas blancas del camino se fueron volviendo cada vez más bruscas y vertiginosas: formaban ya unas verdaderas «espirales ascendentes», como dicen las religiones modernas. Trepaban ahora por un rincón de Londres, casi tan escarpado como Edimburgo, cuando no sea tan pintoresco. Las terrazas aparecían como encaramadas unas sobre otras, y la torre de pisos a que ellos se dirigían se levantaba sobre todas a una altura egipcia, dorada por el último sol. Al volver la esquina y entrar en la placita de casas conocida por el nombre de Himalaya, el cambio fue tan súbito como el abrir una ventana de pronto: la torre de pisos se alzaba sobre Londres como sobre un verde mar de pizarra. Frente a las casas, al otro lado de la placeta de guijas, había una hermosa tapia que más parecía un vallado de zapas o un dique que no un jardín, y abajo corría un arroyo artificial, como un canal, foso de aquella hirsuta fortaleza. Cuando el auto cruzó la plaza, pasó junto al puesto de un vendedor de castañas, y al otro extremo de la curva, Angus pudo ver el bulto azul oscuro de un policía que paseaba tranquilamente. En la soledad de aquel apartado barrio no se veía más alma viviente. A Angus le pareció que expresaban toda la inexplicable poesía de Londres; le pareció que eran las estampas de un cuento.