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Authors: C.S. Lewis

El caballo y su niño (21 page)

BOOK: El caballo y su niño
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El Rey Lune era un hombre de muy buen corazón y al ver a su enemigo en tan lastimosa condición, se olvidó de su ira.

—Su Alteza real —le dijo—, siento verdaderamente que las cosas hayan llegado a estos extremos. Su Alteza es testigo de que no ha sido obra nuestra. Y, por supuesto, estaremos encantados de proporcionar a su Alteza un barco que lo conduzca de regreso a Tashbaan para el... este... el tratamiento que Aslan prescribió. Tendrás todas las comodidades que la situación de su Alteza permita: el mejor barco para ganado... las zanahorias y los cardos más frescos...

Pero un sordo rebuzno del burro y una certera patada a uno de los guardias pusieron en claro que tales bondadosos ofrecimientos eran recibidos muy desagradecidamente.

Y aquí, para sacarlo de en medio, es mejor que dé por terminada la historia de Rabadash. El (o el burro) fue enviado a su debido tiempo por barco de regreso a Tashbaan y conducido al templo de Tash durante el gran Festival Otoñal, y después volvió a ser hombre otra vez. Pero claro que cuatro o cinco mil personas habían visto la transformación y era imposible que se pudiera echar tierra al asunto. Y a la muerte del viejo Tisroc, Rabadash se convirtió en Tisroc en su lugar y llegó a ser el Tisroc más pacífico que Calormen había conocido jamás. Esto se debía a que, sin osar alejarse más de quince kilómetros de Tashbaan, nunca pudo ir en persona a la guerra; y no quería que sus Tarkaanes conquistaran fama en las guerras a costa de él, porque ésa es la forma en que derrocan a los Tisrocs. Mas, aun cuando sus motivos eran egoístas, hizo que las cosas fueran mucho más agradables para todos los pequeños países que rodean Calormen. Su propia gente no olvidó nunca que él había sido un burro. Durante su reinado, y en su cara, lo llamaban Rabadash el Pacificador, pero después de su muerte y a sus espaldas lo llamaban Rabadash el Ridículo, y si lo buscas en una buena Historia de Calormen (prueba en la librería de tu barrio) lo encontrarás bajo ese nombre. Y hasta el día de hoy en las escuelas calormenes, si haces algo desusadamente estúpido, es muy posible que te llamen “un segundo Rabadash”.

Entretanto en Anvard todo el mundo estaba contento de haberse deshecho de él antes de que empezara la verdadera diversión, que fue un gran banquete celebrado esa tarde en el prado frente al castillo, con docenas de lámparas para ayudar a la luz de la luna. Y el vino corría y se contaban cuentos y chistes, y después se hizo un silencio y el poeta del Rey, con dos violinistas, avanzó hasta el centro del círculo. Aravis y Cor se preparaban a aburrirse, pues la única poesía que conocían era la calormene, y tú ya sabes cómo es. Pero al primer acorde de las cuerdas sintieron como si les subiera un cohete a la cabeza, y el poeta cantó la grandiosa y antigua trova del Buen Olvin y de cómo luchó contra el Gigante Pire y lo convirtió en piedra (y ése es el origen del Monte Pire..., era un gigante de dos cabezas) y conquistó a la dama Liln para que fuera su novia; y cuando terminó, ellos hubieran querido que empezara de nuevo. Y a pesar de que no sabía cantar, Bri contó la historia del combate de Zalindreh. Y Lucía volvió a relatar (todos, excepto Aravis y Cor, la habían escuchado muchísimas veces, pero todos querían oírla nuevamente) la historia del Ropero y de cómo ella y el Rey Edmundo y la Reina Susana y el gran Rey Pedro llegaron por primera vez a Narnia.

Y poco después, como tenía que suceder tarde o temprano, el Rey Lune dijo que era hora de que los jóvenes se fueran a la cama.

—Y mañana, Cor —añadió—, recorrerás el castillo conmigo y verás todo y observarás toda su fuerza y debilidad; porque tú deberás cuidarlo cuando yo me haya ido.

—Pero entonces Corin será el Rey, padre —repuso Cor.

—No, muchacho —dijo el Rey Lune—, tú eres mi heredero. La corona será tuya.

—Pero yo no la quiero —dijo Cor—, preferiría mil veces...

—No es cuestión de lo que tú quieras, Cor, ni tampoco lo que yo quiera. Lo dicta el tribunal de la ley.

—Pero si somos mellizos debemos tener la misma edad.

—No —dijo el Rey, riéndose—. Uno debe nacer primero. Eres mayor que Corin por veinte minutos. Y mejor que él también, esperémoslo, aunque no se necesita mucha maestría. —Y miró a Corin con un brillo malicioso en sus ojos.

—Pero, padre, ¿no puedes elegir a quien tú quieras para que sea el próximo Rey?

—No. El Rey está bajo la ley, pues es la ley la que lo hace a él Rey. No tiene más poder para alejarte de tu corona que cualquier centinela de su puesto.

—¡Ay! —gimió Cor—. No la quiero para nada. Y Corin... lo lamento terriblemente. Jamás soñé que mi regreso iba a arrebatarte tu reino.

—¡Viva! ¡Viva! —exclamó Corin—. No tendré que ser Rey. No tendré que ser Rey. Siempre seré un príncipe. Los príncipes son los que se divierten más.

—Y eso es más cierto que lo que tu hermano piensa, Cor —dijo el Rey Lune—. Porque esto es lo que significa ser rey: ser el primero en todo ataque desesperado y el último en toda retirada desesperada, y cuando hay hambruna en el país (como suele ocurrir en los años malos) usar las ropas más elegantes y reír más fuerte ante la comida más escasa que cualquier otro hombre de tu patria.

Cuando ambos niños subían a acostarse, Cor preguntó otra vez a Corin si no se podría hacer algo acerca de eso. Y Corin dijo:

—Si dices una sola palabra más, te... te pego un puñete.

Sería muy agradable acabar esta historia diciendo que después de esto los dos hermanos jamás tuvieron un desacuerdo sobre nada, pero me temo que no sería la verdad. En realidad, pelearon y lucharon tan a menudo como lo hacen otros niños cualquieras, y todas sus peleas terminaban (si es que no comenzaban) con Cor aturdido de un puñete. Pues aunque, cuando ambos crecieron y fueron espadachines, Cor fue el hombre más peligroso en el campo de batalla, ni él ni nadie en los países del norte pudo jamás igualar a Corin como boxeador. Así fue como se ganó el sobrenombre de Corin Puño de Trueno, y como logró su mayor éxito contra el Oso Renegado de la Borrascosa, que era originalmente un oso que habla, pero que había vuelto a los hábitos de un oso salvaje. Corin trepó hasta su guarida en el territorio narniano de Borrascosa un día de invierno en que la nieve se acumulaba en los cerros y boxeó con él sin cronómetro durante treinta y tres asaltos. Y al final, el oso apenas podía ver y se volvió un sujeto reformado.

Aravis también tuvo muchas riñas (y, me temo, incluso muchas peleas) con Cor, pero siempre hacían las paces. De modo que años más tarde, cuando crecieron, estaban tan acostumbrados a reñir y a hacer las paces nuevamente, que se casaron para poder seguir haciéndolo en forma más cómoda. Y después que murió el Rey Lune fueron un buen Rey y una buena Reina de Archenland y su hijo llegó a ser Ram el Grande, el más famoso de los reyes de Archenland. Bri y Juin vivieron muy felices hasta avanzada edad en Narnia y ambos se casaron, pero no uno con el otro. Y no pasaban muchos meses sin que uno de ellos, o ambos, vinieran trotando por el paso a visitar a sus amigos de Anvard.

Comentario de Ana María Larraín

Sí. El ambiente es el de
Las mil y una noches,
pero el tono resuena con ecos diferentes. Desde luego, no tiene el encanto que por sí solo opera en el clásico árabe, sino la suave magia que puede ostentar quien —conscientemente— maneja los hilos de la fábula desde fuera y goza, incluso, de tal posición. Las interrupciones no son, por lo tanto, infrecuentes, hasta el punto de que se echan de menos cuando desaparecen por largo rato;
hay
un educador en Lewis que, si bien ha sido superado por el novelista, no ha muerto totalmente de asfixia. Lo más seguro es que no le interese hacerlo, actitud con la cual el lector, sea cual sea su edad, no dejará de estar de acuerdo. Es como si ya de antemano supiera hasta dónde el tenor de las observaciones del narrador lo involucran directamente a él y comprometen su escala de valores. Esto, a partir de cosas tan insignificantes como molicie que se adhiere como lapa a la esclavitud, en contraste con las exigencias imperdonables de la libertad.

“Uno de los peores resultados de ser esclavo y ser forzado a hacer las cosas es que, cuando no hay quien te fuerce, comprendes que casi has perdido el poder de forzarte a ti mismo”. ¿Quién de nosotros ha experimentado, cadenas más o cadenas menos, la triste efectividad de esta aseveración? Como ella hay tantas otras en el texto que sería largo ponerse a enumerarlas, pero que pueden resumirse en una posición constante de la literatura narniana (sólo nos que Crónicas, ¿con qué iremos a reemplazar la maravillosa rutina de su lectura?): no se accede al paraíso —ni al bien, la verdad y la belleza— sino a costa de grandes aunque fascinantes esfuerzos. “El ocio, Catulo, es para ti funesto”, se reconvenía a sí mismo el poeta latino… y noandaba, por cierto, tan perdido.

Oriente: la cuna del arte de narrar. Una presencia cultural más que geográfica, a pesar de las ciudades y ríos, los mares, oasis y desiertos. (¡Qué importante es aquí la presencia insoslayable del desierto! Toda una posibilidad de expiación o, mejor, de crecimiento personal y encuentro con el verdadero yo.) Hay nombres de ensoñadores destellos —como Shasta— y otros de terroríficas sugerencias auditivas —como el Tisroc—; está la capital de callejuelas estrechas y burbujeantes de gente, como Tashbaan, pero está también la choza del pescador, donde se faena a la luz de la luna. Vestimentas que parecen extraídas de una estampilla exótica dan la cara por unas costumbres que se encarnan en la entronización de la tiranía, el boato y el aspaviento, golpeando con fuerza en los ojos de la civilización. Y la civilización ES Narnia, aun cuando su pulso data en otro tiempo y aun cuando su sangre corra por cauces (ambiguamente) ubicados “al norte”. Ahora bien, Narnia es la civilización porque Narnia es, sobre todo,
el
espacio de libertad y de amor. Más que sugerente resulta por eso la confrontación con los politeístas “del sur”, unos niños algo salvajes, a pesar de su refinamiento formal (la dorada figura de Aslan no se vislumbra ajena a este fenómeno).

Es curioso. Pero por sobre la existencia normal de pájaros que no hablan y de caballos limitados supuestamente a realizar su trabajo diario sin mayores quejas —o sin quejas audibles, por lo menos— se va levantando algo así como una vaga polvareda. Es la
palabra
pura y simple que cobra vigor por encima de la retórica, en un país que vive de máximas y donde reina la poesía cual matrona que engorda a punta de confituras. Ambas, sabiduría y poesía, terminan como (quizás) empezaron: aisladas de todo aquello que significa la realidad, a su vez, disfrazada tras el gesto ampuloso y la vana palabrería. En vista y considerando...

Es cierto. No le queda sino a un caballo tomar las riendas del asunto y, sin previo aviso, ponerse a HABLAR. Total, en estas tierras del sur, ubicadas entre Calormen y Narnia (?), nadie acostumbra decir lo que piensa porque nadie, en efecto, piensa lo que dice. Es como si el lenguaje hubiera perdido desde antes su batalla más inocente y lícita: la de
COMUNICAR.
Así, pues, por el rescate de la verdad que implica, simplemente, hablar, a Bri no se le hace ni pecado recuperar su antigua dignidad de caballo parlante (ojo, que no “parlanchín”). Y nótese ahora cómo el uso correcto de una facultad —en este caso la lingüística— confiere de por sí un determinado
status:
a él podrán acercarse quienes esgrimen las armas transparentes de la autenticidad y la sencillez. Entre los caballos, Bri y la encantadora Juin, femenina de un modo no caballar ni endeble y dulzón, sino universal, auténtico, vigoroso y emprendedor. ¿Y entre los humanos? Entre los humanos... dos
niños,
lo que va más allá de la mera coincidencia. Uno de cada sexo y ambos de distinta posición social.

El cuarteto emprende, entonces, el camino que lo lleva hacia la realización de un ideal compartido. El ideal de la libertad. Pero como no es libre sino aquel que verdaderamente
ama
, cada uno debe pasar por la prueba (en el desierto, no lo olvidemos) que le permita dar un paso más allá en la conquista definitiva de sus derechos. Así, la valentía de Shasta lo acerca al trono de su padre que es el suyo propio (más calvario que jolgorio, pero, en fin: mucho le será exigido a quien mucho le ha sido dado). La pérdida de una comprensible vanidad —tan mordisqueada como su nerviosa cola de guerrero— hace saltar, por su parte, a Bri, inaugurado ya el coloquio y en cabal dominio de él, hacia los hermosos potreros de Narnia. El encuentro con una sencillez ahogada por el ejercicio de los pequeños poderes de cada día instala a Aravis —ya era hora— junto a quien, desde un principio, sospechamos que le corresponde,
AUNQUE SEA CON LA ESPALDA LLENA DE CICATRICES:
tanto debes, tanto pagas. Y, en cambio, a Juin sólo le queda superar su fragilidad, puesto que no hay mayor fuerza que la de la voluntad.

Sobre todo... cuando no existe la suerte y, en caso de dudas, consultar al Ermitaño: “Yo he vivido ciento nueve inviernos en este mundo y todavía no he encontrado eso que llaman Suerte”. Y es que las cosas tienen, como vemos después, un sentido, aunque éste permanezca oculto de buenas a primeras (o para siempre). Un sentido DENTRO del sentido total del entramado; no quedan cabos sueltos al viento, por más que haya “algo en todo esto que no comprendo”. Y si algún día necesitamos saberlo, “puedes estar segura de que lo sabremos”, le dice el Ermitaño a la niña, mientras le cura sus heridas y la atiende con el más burdo de los brebajes: leche de cabra servida en un tazón de madera. (“En la medida en que necesitemos saberlo”. ¿Para qué conocer lo que no nos concierne? “Eso es parte de la historia de otro”, contestaría probablemente Aslan..., y a ninguno de los dos nos incumbe lo ajeno.)

Detengámonos, antes de terminar, en un tercer aspecto. ¿Qué pasa aquí cuando irrumpe la belleza? “Se volvió a mirar y vio, paseándose a su lado, más alto que el caballo, a un León. El caballo parecía no temerle, o bien sería que no lo podía ver. Era del León que provenía la luz. Jamás nadie ha visto nada tan terrible o tan hermoso”.

Pues bien, ya Rilke, el iluminado, lo había intuido con anterioridad: lo bello puede ser el comienzo de lo terrible. Y Shasta, el príncipe-pescador, ha experimentado en parte lo mismo, sólo que por la vía indirecta de la voz. Como en la Biblia y otros textos sagrados, es la voz lo que se percibe primero. (“¿Quién eres tú?”“Yo mismo”, dijo la voz. Y lo dijo tres veces, como para refutar la negativa de Pedro antes de la pasión y como para afirmar el autorreconocimiento de su identidad divina en la hora del juicio humano.) Una voz en la que canta toda la naturaleza, “como si las hojas susurraran con él”. Tras el sonido se hace la luz, que va cambiando ante los ojos de Shasta, sufriendo todas las transformaciones y pasando por diversos matices: de la blancura a la blancura brillante y bullente de sonidos, de ésta a un reflejo dorado fácilmente confundible con el sol.

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