El caballo y su niño (14 page)

Read El caballo y su niño Online

Authors: C.S. Lewis

BOOK: El caballo y su niño
10.14Mb size Format: txt, pdf, ePub

Shasta hacía lo que podía para no gritar instrucciones similares; pero pensaba: “el pobre tipo está haciendo todo lo que puede ya”, y se mordía la lengua. Y ciertamente ambos caballos estaban haciendo, si no todo lo que podían, todo lo que creían que podían hacer; lo que no es lo mismo. Bri había alcanzado a Juin y corrían juntos con gran estruendo por el prado. No parecía posible que Juin pudiera mantener ese paso por mucho tiempo.

En ese momento, un sonido tras ellos los hizo a todos cambiar completamente de opinión. No era el ruido que habían estado esperando escuchar, el ruido de cascos y de tintineantes armaduras, entremezclado quizás con gritos de batalla de los calormenes. Sin embargo, Shasta lo reconoció de inmediato. Era el mismo gruñente rugido que escuchó aquella noche de luna, cuando encontró por primera vez a Aravis y Juin. Bri también lo conocía. Sus ojos lanzaban rojos destellos y sus orejas caían gachas hacia atrás sobre su cráneo. Y ahora Bri acababa de descubrir que en realidad no estaba corriendo rápido, no tan rápido como podía. Shasta sintió en el acto el cambio. Ahora sí que iban a toda velocidad. En pocos segundos dejaron muy atrás a Juin.

“No es justo —pensaba Shasta—. Estaba
seguro
de que aquí estaríamos a salvo de los leones”.

Miró por sobre su hombro. Todo estaba sumamente claro. Una enorme y leonina criatura, con su cuerpo a ras del suelo cual un gato que corre como un rayo por el pasto buscando un árbol cuando un perro desconocido ha entrado al jardín, venía detrás de él. Y se acercaba más cada segundo, y cada medio segundo.

Miró hacia adelante nuevamente y vio algo que no entendió bien qué era, y ni siquiera lo pensó. Les cortaba el camino una tersa muralla verde de unos tres metros de altura. En mitad de la muralla había una puerta, abierta. De pie en medio del portal, un hombre alto, vestido hasta la punta de sus pies descalzos con una túnica de color hojas de otoño, apoyado en un bastón recto. La barba le caía casi hasta las rodillas.

Shasta abarcó todo esto de un solo vistazo y volvió a mirar para atrás. El león ya casi había alcanzado a Juin. Tiraba mordiscos a sus patas traseras, y ya no se leía esperanza en la cara de la yegua toda salpicada de espuma y con los ojos desorbitados.

—¡Para! —rugió Shasta en el oído de Bri—. Hay que volver. ¡Tenemos que ayudarla!

Bri siempre sostuvo después que él jamás escuchó esto, o que no lo entendió; y como generalmente era un caballo muy veraz, debemos aceptar su palabra.

Shasta sacó los pies de los estribos, deslizó ambas piernas por encima del costado izquierdo, titubeó por un horrendo centésimo de segundo, y saltó. Sintió un terrible dolor y quedó casi sin respiración. Antes de darse cuenta de cuánto le dolía, ya iba tambaleándose en ayuda de Aravis. Jamás antes había hecho algo parecido en toda su vida y casi no entendía por qué lo hacía ahora.

Uno de los sonidos más horribles del mundo, el grito de un caballo, escapó de los labios de Juin. Aravis iba muy encorvada sobre el cuello de Juin y parecía estar tratando de desenvainar su espada. Y en ese momento los tres, Aravis, Juin y el león, estaban casi encima de Shasta. Antes de alcanzarlo, el león se paró en sus patas traseras, más grande de lo que hubieras creído que podía ser un león, y lanzó un zarpazo a Aravis con su garra derecha. Shasta pudo ver todas las tremendas uñas extendidas. Aravis dio un grito y se tambaleó en su montura. El león laceraba sus hombros. Shasta, casi loco de horror, logró avanzar oscilante hacia la bestia. No tenía armas, ni siquiera un palo o una piedra. Le gritó, estúpidamente, como uno le grita a un perro: “¡Ándate! ¡Ándate!” Por la fracción de un segundo se quedó mirando directamente su rabioso hocico, de par en par abierto. Luego, para su inmenso asombro, el león, aún parado en sus patas traseras, se refrenó súbitamente, giró sobre sus talones, apoyó sus cuatro patas en el suelo y escapó con gran rapidez.

Shasta no creyó al principio que se hubiese ido definitivamente. Se volvió y corrió hacia la puerta en la muralla verde que, ahora por primera vez, recordaba haber visto. Juin, tropezando y casi al borde del desmayo, iba justo entrando por aquella puerta; Aravis aún se mantenía en la montura pero su espalda estaba llena de sangre.

—Entra, hija mía, entra —decía el hombre de la túnica y de la larga barba, y agregó—: Entra, hijo mío —dirigiéndose a Shasta, que subía jadeante hacia él. Shasta escuchó que la puerta se cerraba tras él, y vio que el barbudo desconocido estaba ayudando a Aravis a bajar del caballo.

Se encontraban en un recinto amplio y perfectamente circular, protegido por un alto muro de verde pasto. Un estanque de agua muy quieta, tan lleno que el agua estaba exactamente al mismo nivel del suelo, se extendía ante Shasta. En uno de los extremos del estanque, sombreándolo totalmente con sus ramas, crecía el árbol más inmenso y más hermoso que Shasta había visto jamás. Detrás del estanque había una pequeña casita de piedra con techo de espesa y antigua paja. Escuchó un balido y al otro lado del recinto divisó algunas cabras. El parejo suelo estaba completamente cubierto del más fino pasto.

—¿Eres... eres... eres tú —resolló Shasta—, eres tú el Rey Lune de Archenland?

El anciano meneó la cabeza.

—No —respondió con voz tranquila—, soy el Ermitaño de la Frontera Sur. Y ahora, hijo mío, no pierdas tiempo haciendo preguntas, sino que obedece. Esta damisela está herida. Vuestros caballos están agotados. En este momento, Rabadash está encontrando un vado en el Flecha Sinuosa. Si corres de inmediato, sin descansar ni un momento, llegarás a tiempo para prevenir al Rey Lune.

A Shasta se le fue el alma a los pies al oír estas palabras, porque sentía que ya no le quedaban fuerzas. Y se amargó para sus adentros por lo cruel e injusta que le parecía la petición. Todavía no había aprendido que si haces una buena acción, por lo general tu recompensa será tener que hacer otra más, y más difícil y mejor. Pero en voz alta sólo dijo:

—¿Dónde está el Rey?

El Ermitaño se volvió y señaló con su bastón.

—Mira —le dijo—. Hay otra puerta, justo al lado contrario de esta por donde ustedes entraron. Ábrela y sigue derecho hacia adelante, siempre derecho hacia adelante, en terreno liso o escarpado, blando o áspero, seco o mojado. Gracias a mis artes sé que encontrarás al Rey siguiendo derecho hacia adelante. Pero corre, corre, corre siempre.

Shasta asintió con la cabeza, corrió hacia la puerta norte y desapareció tras ella. Entonces el Ermitaño tomó a Aravis, a quien todo este tiempo había estado sosteniendo con su brazo izquierdo, y medio la guió, medio la llevó dentro de la casa. Pasado un largo rato salió de nuevo.

—Y ahora, amigos míos —dijo a los caballos—, es vuestro turno.

Sin esperar respuesta, y en realidad ellos estaban demasiado exhaustos para hablar, les quitó bridas y monturas. Después los cepilló secándolos tan bien que ningún mozo de las caballerizas reales lo habría hecho mejor.

—Listo, queridos míos —dijo—. Aparten todo de sus mentes y anímense. Aquí tienen agua y allá hay hierba. Les daré una pasta caliente una vez que haya ordeñado a mis otros favoritos, las cabras.

—Señor —dijo Juin, recuperando por fin su voz—, ¿sobrevivirá la Tarkeena? ¿La habrá matado el león?

—Yo, que conozco tantas cosas del presente merced a mis artes —replicó el Ermitaño con una sonrisa—, sé, sin embargo, muy poco de las cosas futuras. Por lo tanto, no sé si algún hombre o mujer o bestia en todo el mundo vivirá cuando el sol se ponga esta noche. Pero ten esperanzas. La damisela tiene aspecto de que vivirá igual que cualquiera otra de su edad.

Cuando Aravis volvió en sí, se encontró tendida de bruces sobre un lecho bajo de extraordinaria suavidad, en una habitación fresca y desamoblada, de murallas de piedra sin labrar. No entendía por qué la habían dejado de bruces; pero cuando trató de darse vuelta y sintió ardientes dolores por toda su espalda, recordó, y comprendió el porqué. No lograba descubrir de qué material tan deliciosamente mullido habían fabricado la cama, ya que ésta estaba hecha de brezo (que es lo mejor como lecho) y el brezo era algo que ella jamás había visto, ni siquiera había oído mencionar.

Se abrió la puerta y entró el Ermitaño, trayendo un gran tazón de madera en sus manos. Después de colocarlo con todo cuidado en el suelo, se acercó a la cama y preguntó:

—¿Cómo te sientes, hija mía?

—Me duele mucho la espalda, padre —contestó Aravis—, pero no siento ningún otro malestar.

El se arrodilló a su lado, puso la mano en su frente y le tomó el pulso.

—No hay fiebre —dijo—. Te mejorarás. Verdaderamente no hay razón para que no te levantes mañana. Pero ahora bebe esto.

Fue a buscar el tazón de madera y lo acercó a sus labios. Aravis no pudo evitar hacer una mueca cuando lo probó, pues la leche de cabra produce realmente un sobresalto cuando no estás acostumbrado a ella. Pero tenía demasiada sed y se las arregló para beberla toda y, al terminarla, se sintió mucho mejor.

—Bien, hija, puedes dormir si quieres —dijo el Ermitaño—. Ya tus heridas están lavadas y curadas y, aunque arden, no son más serias que si hubiesen sido tajos hechos por un látigo. Debe haber sido un león muy extraño, ya que en vez de botarte de la montura y enterrarte los dientes, lo único que hizo fue rasguñarte la espalda con sus garras. Diez arañazos; dolorosos, pero no son profundos ni peligrosos.

—¡Caramba! —exclamó Aravis—. He tenido suerte.

—Hija —dijo el Ermitaño—, yo he vivido ciento nueve inviernos en este mundo y todavía no he encontrado eso que llaman Suerte. Hay algo en todo esto que no comprendo: pero si algún día necesitamos saberlo, puedes estar segura de que lo sabremos.

—¿Y qué hay de Rabadash y sus doscientos caballos? —preguntó Aravis.

—No pasarán por aquí, creo —repuso el Ermitaño—. Ya deben haber encontrado un vado más al este. De allí tratarán de cabalgar derecho a Anvard.

—¡Pobre Shasta! —dijo Aravis—. ¿Tiene que ir muy lejos? ¿Llegará primero?

—Hay buenas esperanzas —respondió el anciano. Aravis volvió a tenderse (de lado esta vez) y dijo:

—¿He dormido mucho tiempo? Parece que está oscureciendo.

El Ermitaño miró hacia afuera por la única ventana, que daba al norte.

—Esta no es la oscuridad de la noche —dijo luego—. Las nubes vienen bajando desde la Punta Borrascosa. El mal tiempo que tenemos por estos lados viene siempre de allí. Habrá niebla espesa esta noche.

Al día siguiente, salvo por su espalda adolorida, Aravis se sentía tan bien que después del desayuno (que fue sopa de avena y crema) el Ermitaño le dijo que podía levantarse. Y, claro, se fue de inmediato a hablar con los caballos. El tiempo había cambiado y todo aquel verde recinto estaba lleno, como una enorme copa verde, de un sol radiante. Era un lugar muy plácido, solitario y tranquilo.

Juin trotó inmediatamente hacia Aravis y le dio un beso de caballo.

—Pero ¿dónde está Bri? —dijo Aravis cuando ya se habían preguntado una a otra sobre su salud y cómo habían dormido.

—Está allá —repuso Juin, señalando con su nariz al otro lado del círculo—. Y me gustaría que fueras a hablar con él. Algo le pasa. No he logrado sacarle una palabra.

Atravesaron lentamente y encontraron a Bri echado con la cara vuelta hacia la pared, y a pesar de que seguramente las oyó acercarse, no volvió la cabeza ni dijo una palabra.

—Buenos días, Bri —saludó Aravis—. ¿Cómo has amanecido hoy?

Bri murmuró algo que nadie alcanzó a oír.

—El Ermitaño dice que es muy probable que Shasta haya llegado a tiempo donde el Rey Lune —prosiguió Aravis—, así es que parece que todos nuestros pesares han terminado. ¡Narnia, por fin, Bri!

—Nunca veré Narnia —dijo Bri en voz baja.

—¿No te sientes bien, querido Bri? —preguntó Aravis.

Bri se dio vuelta finalmente, con una cara melancólica como sólo los caballos pueden tenerla.

—Voy a regresar a Calormen —dijo.

—¿Qué? —exclamó Aravis—. ¡Volver a la esclavitud!

—Sí —dijo Bri—. Sólo sirvo para la esclavitud. ¿Cómo podría mostrar alguna vez mi cara en medio de los caballos libres de Narnia?... ¡yo, que dejé que los leones devoraran a una yegua y a una niña y a un niño, mientras galopaba a toda velocidad para salvar mi despreciable pellejo!

—Todos corrimos lo más ligero que podíamos —dijo Juin.

—Shasta no —bufó Bri—. Por lo menos él corrió en la dirección adecuada: corrió hacia
atrás.
Y eso es lo que más me avergüenza de todo. Yo, que me llamaba a mí mismo un caballo de guerra y me ufanaba de cien batallas, ser derrotado por un pequeño muchacho humano..., ¡un niño, un mero potrillo, que jamás había cogido una espada ni tuvo buena crianza ni buen ejemplo en su vida!

—Ya lo sé —dijo Aravis—. Yo siento lo mismo que tú. Shasta se portó maravillosamente. Yo soy tan mala como tú, Bri. Le hice desaires y lo desprecié desde que lo conocí y ahora resulta ser el mejor de todos nosotros. Pero pienso que será más conveniente quedarse y decirle que lo lamentamos en lugar de volver a Calormen.

—Eso está bien para ti —insistió Bri—. Tú no te has deshonrado. Pero yo lo he perdido todo.

—Mi buen caballo —dijo el Ermitaño, que se había aproximado sin que lo notaran porque sus pies descalzos hacían tan poco ruido sobre el pasto suave y lleno de rocío—. Mi buen caballo, lo único que has perdido es tu vanidad. No, no, amigo. No eches para atrás tus orejas y no me sacudas tus crines. Si es cierto que estás tan humillado como parecías hace un minuto, debes aprender a escuchar a la sensatez. No eres ese gran caballo que habías llegado a pensar que eras de tanto vivir entre pobres caballos mudos. Por supuesto que eras más valiente y más inteligente que
ellos.
No podías evitar serlo. Pero de ahí no se deduce que seas alguien muy especial en Narnia. Mas mientras sepas que no eres nadie muy especial, serás una clase de caballo bastante decente, en suma, juntando una cosa con la otra. Y ahora, si tú y mi otro amigo de cuatro patas quieren venir a la puerta de la cocina, nos encargaremos de la segunda mitad de aquella pasta.

Other books

Mysty McPartland by The Rake's Substitute Bride
The Second Silence by Eileen Goudge
When the Curtain Rises by Rachel Muller
Society Wives by Renee Flagler
Raney by Clyde Edgerton
To Kill Or Be Killed by Richard Wiseman