El caballo y su niño (18 page)

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Authors: C.S. Lewis

BOOK: El caballo y su niño
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Pues era en este estanque donde el Ermitaño miraba cuando quería saber lo que pasaba en el mundo más allá de las verdes murallas de su ermita. Allí, como en un espejo, podía ver en ciertas ocasiones lo que ocurría en las calles de ciudades situadas a leguas al sur de Tashbaan, o qué barcos estaban haciendo escala en Redhaven en las remotas Siete Islas, o qué bandoleros o bestias salvajes merodeaban por las grandes selvas del oeste entre el Páramo del Farol y Telmar. Y en este día casi no había abandonado su estanque, ni siquiera para comer o beber, pues sabía que se avecinabangrandes acontecimientos en Archenland. Aravis y los caballos contemplaban igualmente el estanque. Podían ver que era un estanque mágico: en lugar de reflejar el árbol y el cielo, reflejaba nebulosas y coloridas formas en movimiento, siempre en movimiento, en sus profundidades. Pero no lograban ver nada con claridad. El Ermitaño sí que podía, y de vez en cuando les decía lo que veía. Un poco antes de que Shasta entrara en su primer combate, el Ermitaño comenzó a hablar así:

—Veo una... dos... tres águilas dando vueltas en el vacío cerca de Punta Borrascosa. Una es la más anciana de todas las águilas. No saldría a menos que la batalla estuviese a punto de estallar. La veo revolotear de allá para acá, acechando a veces en Anvard y a veces hacia el este, detrás de Borrascosa. Ah... ahora veo en qué estaban tan ocupados Rabadash y sus hombres todo el día. Han botado y talado un árbol enorme y vienen ahora saliendo de los bosques arrastrándolo, como un ariete. Han aprendido algo después del fracaso del asalto de anoche. Habría sido más prudente que hubiese puesto a sus hombres a hacer escalerillas; pero esto toma tiempo y él es muy impaciente. ¡Qué tonto es! Debería haber regresado a Tashbaan en cuanto fracasó el primer intento, ya que todo su plan dependía de la rapidez y la sorpresa. Ahora ponen en posición su ariete. Los hombres del Rey Lune disparan sin cesar desde arriba de las murallas. Han caído cinco calormenes; pero no caerán muchos más. Se han puesto sus escudos encima de la cabeza. Rabadash está en este instante dándoles órdenes. Junto a él están sus nobles de más confianza, fieros Tarkaanes de las provincias orientales. Puedo ver sus rostros. Ahí está Corradin, del Castillo Tormunt, y Azru, y Clamash, e Ilgamut, el del labio torcido, y un Tarkaan muy alto de barba carmesí...

—¡Por la Melena, mi antiguo amo, Anradin! —exclamó Bri.

—Sssh —dijo Aravis.

—Empezaron a usar el ariete. Si pudiera oír tan bien como veo, ¡qué barullo escucharía! Golpe tras golpe; no hay puerta que resista por siempre. ¡Pero esperen! Algo allá arriba en la Borrascosa ha asustado a los pájaros. Salen por montones. Y esperen un poco más... todavía no logro ver... ¡ah! Ahora sí. La cumbre entera, hacia el este, está negra de gente a caballo. Ojalá el viento pudiera coger ese estandarte y desplegarlo. Están en plena cumbre ahora, quienesquiera que sean. ¡Aja! Ahora he visto su bandera. ¡Narnia, Narnia! Es el león rojo. Van a toda carrera bajando la colina. Veo al Rey Edmundo. Hay una mujer atrás, entre los arqueros. ¡Oh!...

—¿Qué pasa? —preguntó Juin, sin aliento.

—Todos sus gatos salen precipitadamente de las líneas a la izquierda.

—¿Gatos? —dijo Aravis.

—Enormes gatos, leopardos y todo lo demás —dijo el Ermitaño con impaciencia—. Los veo, los veo. Los gatos se están acercando haciendo un círculo alrededor de los caballos sin jinete. Buena jugada. Los caballos calormenes están locos de terror ya. Ahora los gatos están en medio de ellos. Pero Rabadash ha reorganizado sus tropas y ha puesto a cien hombres a caballo. Van al encuentro de los narnianos. Hay menos de cien metros entre los dos ejércitos. Sólo cincuenta. Puedo ver al Rey Edmundo, puedo ver a Lord Peridan. Hay dos niños de pocos años en las líneas de Narnia. ¿Cómo se le ha ocurrido al Rey permitirles participar en una batalla? Sólo diez metros... las líneas se han encontrado. Los gigantes a la derecha de los narnianos están haciendo maravillas... pero uno ha caído... le han dado en los ojos, me parece. En el centro todo es confusión. Puedo ver más hacia la izquierda. Ahí están los dos niños otra vez. ¡Vive el León! Uno es el Príncipe Corin. El otro se le asemeja como dos gotas de agua. Es vuestro pequeño Shasta. Corin lucha como un hombre. Ha matado a un calormene. Ahora puedo ver un poquito del centro. Casi se han encontrado Rabadash y Edmundo, pero la presión los ha separado...

—¿Qué hace Shasta? —preguntó Aravis.

—¡Oh, qué tonto! —gruñó el Ermitaño—. Pobre y valiente tonto. No sabe nada de estas cosas. No usa para nada su escudo. Todo su costado queda sin ninguna protección. No tiene ni la más remota idea de qué hacer con la espada. Ah, ahora se está acordando. La blande ferozmente... casi le ha cortado la cabeza a su propio mampato, y lo hará dentro de poco si no tiene más cuidado. Se le ha caído de la mano ahora. Es un vulgar asesinato enviar a un niño a un combate; no puede sobrevivir ni cinco minutos. ¡Baja la cabeza, tonto...! ¡oh!, ha caído.

—¿Muerto? —preguntaron tres voces, sin respiración.

—¿Cómo podría decirlo? —repuso el Ermitaño—. Los gatos han hecho su tarea. Todos los caballos sin jinete están muertos o han escapado: los calormenes no podrán emprender la retirada
sobre ellos.
Ahora los gatos vuelven a la batalla principal. Están saltando encima de los hombres del ariete. Se ha venido abajo el ariete. ¡Oh, qué bien, qué bien! Las puertas se abren desde dentro: habrá una salida. Ya salieron los primeros tres. El Rey Lune va al medio, los hermanos Dar y Darrin a cada lado de él. Detrás, Tran y Shar, y Col con su hermano Colin. Han salido unos diez... veinte... cerca de treinta. Las líneas calormenes son obligadas a retroceder. El Rey Edmundo está dando golpes magníficos. Acaba de cortarle la cabeza a Corradin. Montones de calormenes han arrojado sus armas y huyen hacia los bosques. Los que quedan son hostigados fuertemente. Los gigantes se cierran a la derecha... los gatos a la izquierda... el Rey Lune a la retaguardia. Los calormenes son sólo un pequeño grupo ahora, peleando espalda con espalda. Tu Tarkaan ha caído, Bri. Lune y Azru pelean mano a mano; parece que el Rey está ganando... el Rey resiste bien... el Rey ha ganado. Azru ha caído. Ha caído el Rey Edmundo... no, está otra vez de pie; está luchando con Rabadash. Se baten a las puertas mismas del castillo. Numerosos calormenes se han rendido. Darrin ha dado muerte a Ilgamut. No puedo ver qué ha pasado con Rabadash. Creo que está muerto, apoyado contra el muro del castillo, pero no estoy seguro. Clamash y el Rey Edmundo se baten aún, pero el combate ha terminado por todas partes. Clamash se ha rendido. La batalla ha concluido. Los calormenes han sido absolutamente derrotados.

Cuando se cayó del caballo, Shasta se dio por perdido. Pero los caballos, aun en medio de una batalla, no pisotean a los humanos, como podrías suponer. Al cabo de horrendos diez minutos o más, Shasta se dio cuenta de súbito de que ya no había más caballos piafando en sus cercanías y de que el ruido (porque aún se escuchaban muchos ruidos) ya no era el de una batalla. Se sentó y miró a su alrededor. Hasta él, con lo poco que sabía de batallas, pudo ver rápidamente que los archenlandeses y los narnianos habían vencido. Los únicos calormenes vivos que quedaban habían sido hechos prisioneros, las puertas del castillo estaban abiertas de par en par y el Rey Lune y el Rey Edmundo se daban la mano por encima del ariete. Del grupo de nobles y guerreros que los rodeaban surgió un rumor de conversaciones en tono entrecortado y emocionado, pero evidentemente muy animado. Y de pronto, súbitamente, el rumor se uniformó y estalló en una rugiente carcajada.

Shasta se levantó, sintiéndose extraordinariamente agarrotado y corrió hasta el lugar de donde venía el sonido para ver cuál era el chiste. Sus ojos vieron algo muy curioso. El desdichado Rabadash parecía estar suspendido de las murallas del castillo. Sus pies, que colgaban a más de medio metro del suelo, lanzaban furibundas patadas. Su camisa de malla estaba un tanto arremangada, de manera que le apretaba horriblemente debajo de los brazos y le tapaba la mitad de la cara. En realidad, se veía tal cual se vería alguien si lo miras justo en el momento de ponerse una camisa almidonada que le quedara un poco demasiado chica. Como se pudo suponer después (y puedes tener la seguridad de que se habló de esta historia durante muchos días), lo que había sucedido era algo así: Al comenzar la batalla, uno de los gigantes le había dado una patada a Rabadash con su bota claveteada, pero no tuvo éxito; y no lo tuvo porque no aplastó a Rabadash, que era lo que el gigante pretendía, pero tampoco fue tan inútil, ya que uno de los clavos rasgó la malla, así como tú o yo podríamos rasgar una vulgar camisa. Así fue que Rabadash, cuando se enfrentó a Edmundo ante la puerta, tenía un agujero en la espalda de su cota de malla. Y cuando Edmundo lo obligó a retroceder y pegarse más y más a la muralla, saltó sobre un montador y parado allí arriba lanzaba una lluvia de estocadas sobre Edmundo. Mas de pronto, pensando que aquella posición, por elevarlo por sobre la cabeza de los demás, lo hacía vulnerable a cualquier flecha disparada por los arcos narnianos, decidió saltar al suelo de nuevo. Y pretendió adoptar una postura y una voz —y no hay duda de que por un momento realmente lo consiguió— muy imponente y muy terrible al saltar gritando: “El rayo de Tash cae desde lo alto”. Pero tuvo que saltar hacia un lado porque la muchedumbre frente a él no le dejó espacio en esa dirección. Y luego, de la manera más primorosa que puedas desear, el agujero de la espalda de su cota de malla se enganchó en un clavo de la muralla. (Hace siglos este clavo había tenido una argolla que se utilizaba para atar los caballos.) Y ahí quedó, como ropa recién lavada puesta a secar, con toda la gente riéndose de él.

—Bájame, Edmundo —aullaba Rabadash—. Déjame bajar y lucha conmigo como un rey y como un hombre; o si eres demasiado cobarde para eso, mátame de inmediato.

—Ciertamente —comenzó a decir el Rey Edmundo, pero el Rey Lune lo interrumpió.

—Con el permiso de su Majestad —dijo el Rey Lune a Edmundo—. Eso no.

Volviéndose a Rabadash, le dijo:

—Alteza Real, si tú hubieras lanzado ese desafío hace una semana responderé que en los dominios del Rey Edmundo nadie, desde el gran Rey hasta el más pequeño de los ratones que hablan, lo habría rechazado. Pero al atacar nuestro castillo de Anvard en tiempos de paz, sin enviar el reto, has dado muestras de no ser un caballero sino un traidor, que más merece ser azotado por el verdugo que permitírsele cruzar espadas con cualquier persona de honor. Bájenlo, átenlo y llévenlo adentro hasta que sepamos lo que nos placerá hacer con él.

Manos fuertes le arrancaron bruscamente la espada a Rabadash y lo condujeron al interior del castillo, gritando, amenazando, echando pestes, y hasta llorando. Pues, aunque hubiera podido enfrentar la tortura, no podía soportar hacer el ridículo. Todos en Tashbaan lo habían tomado siempre muy en serio.

En ese instante, Corin corrió hacia Shasta, tomó su mano y empezó a arrastrarlo a la presencia del Rey Lune.

—Aquí está, Padre, aquí está —gritaba Corin.

—Sí, y aquí estás
tú,
por fin —dijo el Rey, con tono enojado—. Has estado en la batalla, contrariando claramente mis órdenes. ¡Este muchacho es capaz de romperle el corazón a su padre! ¡A tu edad mejor te vendría un buen varillazo en los calzones que una espada en la mano!

Pero todo el mundo, incluso Corin, podía darse cuenta de que el Rey se sentía muy orgulloso de él.

—No lo reprendas más, Majestad, por favor —dijo Lord Darrin—. Su Alteza no sería tu hijo si no hubiese heredado tus condiciones. Mucha más aflicción le causaría a su Majestad si tuviera que ser reconvenido por la falta contraria.

—Bien, bien —refunfuñó el Rey—. Lo dejaremos pasar por esta vez. Y ahora...

Lo que sucedió a continuación sorprendió a Shasta más que cualquier otra cosa que le hubiera ocurrido en toda su vida. De repente se encontró entre los brazos del Rey Lune, que lo apretujaba en un abrazo semejante al de un oso y lo besaba en ambas mejillas. Después el Rey lo puso nuevamente en el suelo y dijo:

—Párense ahí juntos, muchachos, y dejen que toda la corte los vea. Levanten la cabeza. Y ahora, caballeros, mírenlos. ¿Hay alguien que tenga alguna duda?

Y todavía Shasta no podía entender por qué todos los miraban de fijo a él y a Corin, ni a qué se debían todas esas aclamaciones.

Cómo Bri llegó a ser un caballo más juicioso

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