El Caballero Templario (27 page)

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Authors: Jan Guillou

BOOK: El Caballero Templario
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Cecilia Blanka había juntado las manos al pronunciar estas últimas palabras, dando una palmadita y ahuyentando a la madre Rikissa del mismo modo que ésta lo había hecho tantas veces con ella, con menos respeto que por un ganso.

Sin embargo, Cecilia Rosa tenía un aspecto tan lamentable al llegar al
hospitium
que no hubo necesidad de explicar lo que había tenido que soportar desde la hora en que la comitiva del rey Knut abandonó Gudhem. Las dos Cecilias se abrazaron de inmediato y las dos derramaron alguna que otra lágrima.

La reina Cecilia Blanka se dignó quedarse tres días y tres noches en el
hospitium
de Gudhem y durante ese tiempo las dos amigas estuvieron juntas en todo momento.

A partir de entonces, Cecilia Rosa no tuvo que volver a soportar nunca jamás el
carcer
en los años de convento que le quedaban. Y en el tiempo más próximo a la visita de la reina recibió muchas y muy buenas pitanzas, y pronto comió lo suficiente para que el color volviese a sus mejillas y ganar un poco en carnes.

Durante los años que siguieron, Cecilia Rosa y Ulvhilde Emundsdotter aprendieron el agradable arte de tejer, coser y teñir los mantos de señores y señoras, y también a decorar el envés de los mantos con el más hermoso de los bordados de escudos. No había pasado mucho tiempo cuando empezaron a llegar pedidos a Gudhem desde todas partes, incluso desde linajes menos poderosos que debían entregar un manto de muestra para recibir de vuelta el mismo aunque en una forma mucho más bella.

Entre las dos doncellas reinaba la paz cuando trabajaban juntas, y para ellas no valía el voto de silencio, pues ahora su trabajo proporcionaba más plata a las arcas de Gudhem que ninguna otra actividad, y eso sin complicaciones ni rodeos. El
yconomus
, el viejo canónigo fracasado, hallaba tanto placer en el trabajo de Cecilia Rosa y Ulvhilde Emundsdotter que aprovechaba toda ocasión para decírselo a la madre Rikissa, quien se limitaba a asentir con la cabeza. La espada de Damocles pendía sobre su cabeza, y eso era algo que jamás olvidaba, pues la madre Rikissa no era estúpida, del mismo modo que tampoco era buena.

La reina Cecilia Blanka halló motivos para visitar Gudhem más de una vez al año y, si podía, siempre se quedaba varios días en el
hospitium
exigiendo que tanto Cecilia Rosa como Ulvhilde Emundsdotter la atendiesen, algo que nunca sucedía, pues la reina siempre llevaba consigo tanto asadores como escanciadores y doncellas para los quehaceres propios de las mujeres. Para las dos prisioneras, como se llamaban a sí mismas, ésos eran días de placer. Para cada una de ellas estaba bien claro que la amistad de la reina para con Cecilia Rosa era para el resto de sus vidas. En especial le quedaba claro a la madre Rikissa y, en consecuencia, dejaba hacer, aunque le rechinaban los dientes de rabia.

Al tercer año, Cecilia Blanka llegó con la mejor de las noticias. Había pasado por Varnhem para conversar con el viejo padre Henri acerca de cómo se iban a tramitar algunos de los conocimientos en referencia al cultivo del jardín y el arte de curar del hermano Lucien a la persona en Gudhem que mayor capacidad tenía para esos menesteres, la hermana Leonore de Flandes, y eso conservando el decoro y cumpliendo con todas las normas y todo lo demás que fuese requerido.

Sin embargo, lo que se acordó acerca de ese asunto no fue lo más importante que dijo el padre Henri. Había tenido noticias de Arn Magnusson y había explicado que, hasta tiempos recientes, éste había sido uno de muchos caballeros en un fuerte castillo llamado Tortosa que estaba en la parte de Tierra Santa que llevaba por nombre Trípoli. Arn había cumplido con sus obligaciones, llevaba manto blanco y pronto entraría al servicio de algún hermano guerrero de alto rango en la mismísima Jerusalén.

Era verano cuando Cecilia Blanka llegó con esta información, cuando florecían los manzanos que había entre el
hospitium
, las herrerías y los establos. Al recibir el mensaje, Cecilia Rosa abrazó a su querida amiga con tanta fuerza que le temblaba todo el cuerpo. Pero luego la soltó y se fue a pasear sola entre los árboles en flor sin pensar que eso era algo por lo que la madre Rikissa en los peores tiempos la habría castigado con no menos de una semana de
carcer
; una doncella no podía andar sola de ese modo por Gudhem. Pero ahora no había prohibiciones en la mente de Cecilia Rosa, durante un instante de felicidad no existía tan siquiera Gudhem.

«¡Está vivo, está vivo, está vivo!» Ese pensamiento trotaba por su cabeza como una manada de reses desbocadas, haciendo que por un momento todo lo demás careciese de importancia.

Luego vio ante sí Jerusalén, la más sagrada de las ciudades. Vio las calles de oro, las blancas iglesias de piedra, las personas apacibles y devotas y la paz que había en sus semblantes y vio también a su amado Arn venir hacia ella en su manto blanco con la cruz roja del Señor. Ese sueño la acompañaría durante muchos años.

En Gudhem era como si el tiempo pasase de modo imperceptible. No sucedía nada y todo era igual que siempre, los mismos cánticos del Salterio, desde el principio hasta el final, los mismos mantos que se cosían y desaparecían, las estaciones del año que iban cambiando. Pero en medio de la quietud iban surgiendo los cambios, tal vez tan lentamente que no se hacían perceptibles hasta que pasaba mucho tiempo.

El primer año, cuando el hermano Lucien empezaba a venir de Varnhem para instruir a la hermana Leonore acerca de lo que crecía en la buena naturaleza de Dios, acerca de lo que era bueno para la cura de los humanos y acerca de lo que solamente era para su paladar, nada importante cambió. Que el hermano Lucien y la hermana Leonore trabajasen durante largos ratos juntos en las huertas pronto fue visto como algo habitual. Pronto fue olvidado el hecho de que al principio nunca fueron dejados a solas, pues el hermano Lucien estaba allí tan a menudo que casi era como si perteneciese a Gudhem.

Cuando los dos desaparecían extramuros, en las huertas a las afueras del muro sur en confiada conversación, ningún ojo perspicaz vio en el octavo mes del segundo año lo que cualquier ojo habría visto de inmediato durante el primer mes.

Celia Rosa y Ulvhilde se habían acercado cada vez más a la hermana Leonore para aprender los conocimientos que ella a su vez obtenía de Varnhem y del hermano Lucien. Era como si un mundo nuevo de posibilidades se abriese ante ellas y era maravilloso ver lo que el hombre con la ayuda de Dios podía hacer con sus manos en un jardín. Los frutos fueron grandes y sustanciosos y se conservaban mejor en invierno, y las constantes sopas de la cena dejaron de ser tan monótonas al añadirse nuevos sabores; las normas del convento prohibían las especias extranjeras, pero aquello que hubiese crecido en la misma Gudhem no podría ser considerado extranjero.

Y así fue cómo también Cecilia Rosa y Ulvhilde empezaron a entrar y salir por los muros. Podían bajar a las huertas para trabajar en los árboles frutales o en los arriates sin que nadie hiciese preguntas. Este cambio también llegó tan paulatinamente que fue como si nadie se percatase de ello. Unos años antes, cualquier intento de excursión de ese tipo habría terminado con flagelo o
carcer.

Era en ese tiempo del año en que el verano había alcanzado la temporada de cosecha, cuando las manzanas empezaban a ser dulces, cuando la luna se sonrojaba al atardecer y la negra tierra desprendía un húmedo olor a madurez. Cecilia Rosa no tenía ningún encargo especial en las huertas y ya estaba anocheciendo, así que de todos modos no podría haber hecho nada de provecho. Sencillamente iba paseando para contemplar la luna y disfrutar de los fuertes olores de la tarde. No esperaba encontrarse con nadie y tal vez fue por eso por lo que no descubrió el horrible pecado hasta estar muy cerca.

En el suelo, entre unos frondosos arbustos de bayas que ya habían sido recogidas, yacía el hermano Lucien con la hermana Leonore encima de él. Lo estaba montando con gran pasión y sin la menor vergüenza, como si fuesen marido y mujer en la vida mundanal.

Aquél fue el segundo pensamiento que tuvo Cecilia Rosa; el primero había sido lo evidente del horrible pecado. Permaneció quieta, como petrificada o embrujada, no se sentía capaz de gritar, ni de salir corriendo, ni siquiera de cerrar los ojos.

Pronto desapareció su miedo y en su lugar sintió un extraño sentimiento de ternura, como si ella misma participase del pecado; al momento ya no pensaba en el pecado sino en su propio deseo, imaginando que aquellas dos personas podrían haber sido ella y Arn, aunque ellos jamás lo habían hecho de ese modo tan especialmente pecaminoso.

Permaneció allí durante un rato, mientras el atardecer iba cayendo con rapidez y, cuando cesaron los ahogados sonidos de placer del hermano Lucien y la hermana Leonore, ésta se tumbó al lado de su amante y se abrazaron y se acariciaron. Cecilia Rosa vio que la hermana Leonore tenía las ropas en tal desorden que sus pechos eran visibles y dejaba que el hermano Lucien jugase con ellos y los acariciase mientras permanecía echado de espaldas, recuperando el aliento.

Cecilia Rosa se sintió incapaz de condenar aquel acto, pues lo que estaba viendo parecía más amor que no el repugnante pecado que todas las normas describían. Cuando se alejó con cuidado, vigilando dónde ponía los pies para que no la oyesen, se preguntaba si ella ahora formaba parte del pecado, puesto que no lo condenaba. Pero aquella noche rezó largamente a Nuestra Señora, que según sabía Cecilia Rosa, era quien más que nadie podía ayudar a los amantes. Pidió protección para su amado Arn pero también rezó por el perdón de los pecados de la hermana Leonore y el hermano Lucien.

Durante todo ese otoño Cecilia Rosa guardó su secreto sin revelárselo siquiera a Ulvhilde Emundsdotter. Y al llegar el invierno se abandonó todo el trabajo de jardín y el hermano Lucien ya no podría hacer más visitas a Gudhem hasta que se aproximase la primavera.

En el tiempo de invierno la hermana Leonore trabajaba principalmente con Cecilia Rosa y Ulvhilde en el
vestiarium
, donde había mucho que tejer, teñir, coser y bordar. Cecilia Rosa solía observar a la hermana Leonore a escondidas y le parecía ver en ella a una mujer con una luz tan fuerte en su interior que ni siquiera la oscura sombra de la madre Rikissa podía debilitar. La hermana Leonore sonreía de continuo y casi siempre tarareaba algún cántico cuando trabajaba, y era como si su pecado le hubiese iluminado la mente y a la vez la hubiera embellecido, pues sus ojos brillaban.

Cecilia Rosa y la hermana Leonore se quedaron a solas en el
vestiarium
a principios de la cuaresma, cuando el trabajo ya no era tan obligatorio como antes y solamente quienes querían trabajaban por las noches. Estaban tiñendo una tela roja juntas, algo que hacían de forma rápida y segura precisamente cuando las dos se ayudaban mutuamente, y entonces Cecilia Rosa no pudo callar por más tiempo.

—No te asustes, hermana, por lo que ahora voy a decirte —empezó a decir Cecilia Rosa sin comprender muy bien de dónde procedían sus palabras ni por qué las pronunciaba—. Conozco tu secreto y del hermano Lucien, pues os vi una vez en el manzanal. Y creo que si yo lo he visto y lo sé, también puede haber otra persona que lo vea y comprenda lo mismo. Entonces ambos correréis un gran peligro.

La hermana Leonore empalideció y dejó a un lado su trabajo, se sentó y se cubrió la cara con las manos. Permaneció así un buen rato antes de atreverse a mirar a Cecilia Rosa, que también se había sentado.

—¿No pensarás delatarnos? —susurró finalmente la hermana Leonore con una voz tan débil que apenas era perceptible.

—¡No, hermana, desde luego que no! —respondió Cecilia Rosa, indignada—, Seguramente sabrás que me encuentro aquí en Gudhem como castigo y penitencia porque por amor cometí el mismo pecado que tú. Nunca te delataré, pero quiero advertirte. Tarde o temprano seréis descubiertos por alguien que irá a contárselo a la madre Rikissa o, en el peor de los casos, os descubrirá ella misma. Sabes igual de bien que yo lo malvada que es esa mujer.

—Creo que la Virgen María nos ha perdonado y nos protege —dijo la hermana Leonore después de un rato. Pero miraba al suelo como si no estuviese demasiado segura de sus palabras.

—Le has prometido tu castidad, ¿cómo puedes entonces pensar de forma tan despreocupada que te perdona tu promesa rota? —preguntó Cecilia Rosa, más confundida que indignada por los pecaminosos pensamientos que la hermana Leonore demostraba de forma tan descarada.

—Porque nos ha protegido. Nadie más que tú, quien nos desea bien, nos ha visto y comprendido. Porque el amor es un regalo maravilloso, ¡lo que más que cualquier otra cosa hace que la vida valga la pena! —contestó la hermana Leonore subiendo la voz como en actitud de desafío, como si ya no temiese que la oyesen unos oídos equivocados.

Cecilia Rosa se quedó sin habla. Fue como si de repente se hallase en lo alto de una torre y viese unas extensiones cuya existencia sólo había podido sospechar, pero como si a la vez sintiese miedo de resbalar y caer. Que una hermana casada con Dios fuese a romper sus promesas era algo que nunca habría sido capaz de pensar; su propio pecado, el hacer lo mismo que había hecho la hermana Leonore, pero hacerlo con su propio prometido y no con un monje que también había pronunciado los votos, era en comparación un pecado menor, aunque claramente era un pecado. El amor era un regalo de Dios a las personas, había pruebas de ello en las Sagradas Escrituras. Era difícil comprender que el amor pudiese estar también entre los peores de los pecados.

Cecilia Rosa recordó una historia que de forma pensativa relató a la hermana Leonore, al principio un tanto entrecortada mientras buscaba en la memoria.

Trataba de una doncella Gudrun que había sido forzada a celebrar la cerveza de matrimonio con un viejo con el que no deseaba convivir en absoluto. Sobre todo porque amaba a un muchacho llamado Gunnar. Y estos dos jóvenes que se amaban nunca perdieron la esperanza acerca del amor y finalmente sus oraciones acabaron por conmover a Nuestra Señora, de modo que les envió una salvación maravillosa y según se sabía vivían todavía hoy juntos y felices.

La hermana Leonore también había oído esa historia, pues era bien conocida en Varnhem y el hermano Lucien se había aferrado a ella. Nuestra Señora había enviado a un niño monacal de Varnhem a cruzarse por el camino de hombres malvados y el niño monacal había matado, ausente de culpa propia, al viejo que habría bebido la cerveza de matrimonio con la doncella Gudrun. Por tanto, por amor de Dios y con fe en ese amor imperturbable, todos los pecados podían menguar. Incluso un asesinato podía no ser pecado si Nuestra Señora se apiadaba de los amantes que le suplicaban ayuda.

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