Read El Caballero Templario Online
Authors: Jan Guillou
El Maestre de Jerusalén intercambió una mirada con su hermano y el maestro de armas Guy, que hizo una señal afirmativa ante la pregunta implícita.
La guerra estaba de camino. Saladino contaba con que sus fuerzas en el norte estaban lo suficientemente preparadas como para mantener al enemigo anclado en su sitio. Si entonces pudiese llevar un ejército egipcio por todo Outremer, podría llegar muy lejos sin hallar resistencia, tal vez hasta Jerusalén. Era una idea terrible, pero uno no podía menospreciarla.
En ese caso la primera batalla tendría lugar en las cercanías de Gaza, donde Arn estaba al mando como comendador. La fortaleza de Gaza no era ni de lejos de las más fuertes y era defendida por tan sólo cuarenta caballeros y doscientos ochenta sargentos. No era probable que Saladino se detuviese ahí a golpearse contra los muros. Con un ejército lo bastante grande y un buen equipamiento de asedio podría tomar Gaza, pocas fortalezas eran inexpugnables como Krak de Chevaliers o Beaufort. Pero le costarían más pérdidas que beneficios. Nadie toma una fortaleza del Temple sin sufrir pérdidas muy grandes. Y si se vencía no había prisioneros de valor para compensar todos los gastos y, además, un asedio largo y sanguinolento como ése implicaría una gran pérdida de tiempo.
Por tanto, lo más probable sería que el ejército de Saladino pasase de largo por Gaza, tal vez dejando una pequeña fuerza de asedio a las afueras de los muros. ¿Pero cuál sería el objetivo siguiente? Ashkelon, reconquistar Ashkelon tras veinticinco años no sería una mala idea. Podría ser una victoria de importancia y un sólido fuerte sarraceno en la costa del norte de Gaza. Eso aislaría a los templarios de Gaza de Jerusalén. Ashkelon era un objetivo probable.
Pero si Saladino no encontraba gran resistencia, y como estaban las cosas ahora no parecía que fuese a tenerla, ¿qué le impedía entonces ir contra la mismísima Jerusalén?
Nada.
Era imposible eludir la desagradable conclusión. Saladino había unificado Siria y Egipto bajo un mando y un sultán, tal como había jurado hacer. Pero también había jurado recuperar la ciudad sagrada que los infieles llamaban Al Quds.
Había que tomar decisiones. Había que alertar al Gran Maestre, Odo de Saint Amand, que estaba en Acre. Había que llamar a hermanos de la orden para reforzar Jerusalén y Gaza. Había que alertar al rey, el pobre niño leproso, y a su corte intrigante. Aquella misma noche deberían salir los mensajeros al galope en todas las direcciones.
Dado que las decisiones grandes y pesadas muchas veces son más fáciles de tomar que las pequeñas e insignificantes, todo estuvo pronto resuelto. El maestro de armas Guy dejó a los otros dos solos para hacer todo lo que debía hacerse antes del amanecer.
Amoldo de Torroja, el Maestre de Jerusalén, había permanecido sentado a la mesa durante todo el rato mientras discutía y emitía sus órdenes. Pero ahora, al cerrarse el portón ferreteado tras el apurado maestro de armas, se levantó pesadamente y señaló a Arn que lo siguiera, y caminó sobre la vacía superficie del suelo de la sala de armas hacia una puerta lateral que conducía a una columnata cubierta con vistas sobre toda la ciudad. Permanecieron ahí fuera con las manos apoyadas sobre la barandilla de piedra y contemplaron la ciudad oscura, absorbiendo los olores de la cálida brisa veraniega, olor a fritura y especias, desechos y descomposición, perfumes e incienso y excrementos de camellos y caballos, todo en la mezcla que Dios hacía de la misma vida, alto y bajo, hermoso y feo, maravilloso y horrible.
—¿Tú qué habrías hecho, Arn? Quiero decir si fueses Saladino, disculpa la desconsiderada comparación —preguntó finalmente Amoldo de Torroja.
—No es nada que disculpar, Saladino es un enemigo magnífico y todos lo sabemos, ¡incluido tú, Amoldo! —contestó Arn—, Pero sé lo que piensas, tanto tú como yo habríamos hecho algo diferente en su lugar. Habríamos intentado arrastrar al enemigo todo lo posible hacia nuestra zona, habríamos tardado al máximo hasta la batalla en sí, hostigado al enemigo con constantes pequeños ataques de caballeros turcópolos, molestado su sueño, envenenado los pozos de su camino, todo eso que suelen hacer los sarracenos. Si tuviéramos la posibilidad de batir un ejército cristiano tan grande no habría parecido una gran ventaja para la primavera, entonces habríamos ido hacia Jerusalén.
—Pero Saladino, que sabe que lo conocemos y sabemos cómo suele pensar, hace entonces algo inesperado —dijo Amoldo de Torroja—.
Arriesga conscientemente Homs o Hama porque tiene la mirada puesta en un premio más grande.
—Hay que reconocer que es un plan tanto atrevido como lógico —señaló Arn, continuando el razonamiento.
—Sí, hay que reconocerlo. Pero gracias a tu… inusual aportación o como queramos llamarlo, que Dios te tenga misericordia, ahora estaremos como mínimo preparados. Eso puede significar la diferencia entre Jerusalén en nuestras manos y una Jerusalén perdida.
—En ese caso creo que Dios me tiene misericordia —gruñó Arn, molesto—. ¡Cualquier capellán podría empezar a alabar al Señor y decir que el Señor envió al enemigo a mis brazos para salvar Jerusalén!
Amoldo de Torroja, que no estaba acostumbrado a ser reprendido por subordinados, se giró sorprendido y miró inquisitivamente a los ojos de su joven amigo. Pero la oscuridad de la columnata dificultaba la interpretación de la mirada del otro.
—Eres mi amigo, Arn, pero no malgastes esa amistad porque podría costarte caro —dijo, huraño—, Odo es el Gran Maestre ahora pero es posible que esa protección no te dure para siempre.
—Si Odo cayese, lo más probable es que tú fueras el siguiente Gran Maestre, y tú también eres mi amigo —contestó Arn en tono ligero, como si estuviera hablando del tiempo.
Su respuesta provocó que Amoldo de Torroja rompiera a reír de un modo que, si alguien los hubiera llegado a ver, habría resultado muy inapropiado en ese duro momento, tanto para los templarios como para Jerusalén.
—Llevas mucho tiempo con nosotros, Arn, desde muy joven, y eres como uno de nosotros en casi todo excepto en el habla. A veces, amigo mío, puede dar la sensación de que hablas con cierta insolencia. ¿Son todos los de tu tribu nórdica así, o es que todavía no hemos logrado domar al diablo que hay en ti?
—Mi cuerpo está bien domado, no te preocupes por eso, Amoldo —contestó Arn con el mismo tono despreocupado—. Puede que sea verdad que allí arriba en el norte, en lo que fue mi hogar, se habla con menos pompa que algunos francos. Pero lo que un templario dice siempre debe ser contrastado con lo que hace.
—Más de la misma insolencia, la misma falta de respeto por tu superior. Aun así, eres mi amigo, Arn, pero deberías vigilar tu lengua.
—Ahora es más bien mi cabeza la que está en juego. Nosotros, los de Gaza, seremos quienes libraremos la primera batalla cuando venga Saladino. ¿De cuántos caballeros puedes prescindir?
—Cuarenta. Pongo cuarenta caballeros nuevos bajo tu mando.
—Entonces seremos ochenta caballeros y casi trescientos sargentos frente a un ejército que no creo que sea inferior a cinco mil jinetes egipcios. Espero que dejes bajo mi criterio cómo enfrentarme a ese ejército; no me gustaría recibir la orden de enfrentarnos a ellos lanza contra lanza sobre terreno llano.
—¿Tienes miedo a morir por una causa sagrada? —preguntó Amoldo de Torroja con evidente burla en su voz.
—¡No seas ridículo, Amoldo! —espetó Arn—, Lanzarme de cabeza a la muerte por nada es algo que me parece casi una blasfemia, lo hemos visto demasiadas veces aquí en Outremer, hombres recién llegados que quieren ir directos al paraíso, con lo que nos causan pérdidas innecesarias y enriquecen al enemigo. Tonterías como ésas no deberían ser recompensadas con ningún perdón de los pecados, pues esa estupidez es un pecado en sí.
—Así que el templario que llama a la puerta del paraíso, jadeante tras haberse lanzado hacia la muerte, tal vez se encuentre con una desagradable sorpresa, ¿es eso lo que quieres decir?
—Sí, pero naturalmente eso sólo se lo diría a otros hermanos que sean mis amigos cercanos.
—En eso estoy absolutamente de acuerdo. De cualquier modo, dirige tu mando en función de la situación y de lo que te diga tu razón. Ésa es la única orden que te doy.
—Gracias, Amoldo, amigo mío. Te juro que lo haré lo mejor posible.
—No lo dudo, Arn, te aseguro que no albergo la más mínima duda de que lo harás. Y me alegra que fueses precisamente tú quien recibiera el nuevo mando en Gaza ahora que será allí donde se librará la primera batalla de la guerra. En realidad, no deberíamos haberte colocado en un puesto tan alto, hay mucha gente capaz de manejar puestos altos, pero tú eres demasiado valioso en el campo como para pasarte los días encerrado mandando desde una fortaleza.
—¿Pero?
—Pero la cosa fue así. Odo de Saint Amand te tiene bajo su mano protectora, creo que quiere que vayas ascendiendo. Yo también te tengo bajo mi mano protectora, para lo que pueda servir. Pero parece que Dios nos asistió. En contra de toda razón acabaste siendo tú, nuestro turcópolo, el que recibió el mando. En realidad, una mala administración de la fuerza armada.
—Pero luego resulta que el enemigo llega precisamente a Gaza de todos los lugares inesperados.
—Exacto. Dios tiene un propósito en todo. Que Él te asista a ti y a todos los nuestros ahora que se avecina la tormenta. ¿Cuándo viajarás?
—De madrugada. Tenemos mucho que construir en Gaza y además en muy poco tiempo.
La ciudad de Gaza y su fortaleza eran el punto más meridional de los templarios en Outremer. La fortaleza nunca había sido asediada desde que fue construida y los ejércitos que habían pasado siempre fueron los propios y venían desde el norte, camino a la guerra en Egipto. Pero ahora por primera vez sería al revés, el enemigo no iba a ser atacado sino que atacaba por sí mismo. Este hecho podía ser interpretado como un signo de los tiempos, como una advertencia de que a partir de ahora los cristianos tendrían que concentrarse más en defender que en atacar. Los cristianos tenían un enemigo y mayores motivos para temer que jamás tuvieron entre todos los hombres que anteriormente habían propagado miedo y fuego y habían ganado algunas batallas sin ganar la guerra, hombres como Zenki y Nur al-Din. Pero ninguno de estos líderes sarracenos se podía comparar con el hombre que ahora había tomado el mando, Saladino.
Prepararse para la defensa era una misión rara para el nuevo y joven comendador de Gaza. Por un período de diez años, Arn de Gothia había participado en cientos de batallas en el campo, pero casi siempre entre las fuerzas que atacaban primero. Como turcópolo había estado al mando de las fuerzas legionarias de jinetes turcos que con armamento ligero y caballos rápidos y ágiles cabalgaban hacia el enemigo para crear miedo y confusión y, en el mejor de los casos, arrinconarlo para que pudiesen atacar las fuerzas francas, pero en cualquier caso causarle pérdidas.
O si no había cabalgado con los jinetes de armamento pesado y entonces se había tratado más bien de atacar en el momento adecuado para romper la formación del experimentado ejército del enemigo, atravesándolo con un puño de hierro. A veces le había tocado esperar de reserva al lado de la batalla y no entrar en combate hasta que llegaba una ocasión decisiva y ganar, o lo mismo pero peor, una ocasión en la que un contraataque desesperado por parte de las mejores tropas ganaría tiempo para que el ejército franco se retirara sin acabar en una huida desorganizada.
También había vivido unos cuantos asedios en las dos fortalezas en las que se había encontrado anteriormente, primero como sargento en el fuerte templario de Tortosa en el condado de Trípoli y luego como hermano caballero de pleno derecho en Acre. Estos asedios podían durar meses pero siempre acababan con el enemigo rindiéndose y retirando sus tropas.
Pero aquí en Gaza los esperaba algo totalmente diferente y se trataba de pensar de forma distinta, libre y nueva, como si las experiencias anteriores no sirviesen de mucho. A la ciudad de Gaza le pertenecía una quincena de pueblos de campesinos palestinos y dos tribus de beduinos. El comendador de Gaza era, por tanto, también señor de todos esos campesinos y de todos los beduinos, mandaba sobre sus vidas y sus propiedades.
En consecuencia, se trataba de hallar siempre el nivel apropiado de contribución para los campesinos y los beduinos, subir los impuestos en años de buena cosecha y bajarlos en los años malos. Este año había sido un año de extraordinaria cosecha justo en los alrededores de Gaza, aunque mucho peor en otras zonas de Outremer. Esto llevaba a un problema muy particular, pues el comendador en Gaza había decidido que los pueblos debían ser vaciados de toda cosecha y casi todos los animales; la intención era salvarlo todo del saqueo del esperado ejército egipcio. Pero era difícil explicarle eso a los campesinos cuando los templarios ariscos se presentaban con hileras de carros de carga vacíos. Parecía como si el saqueo ya hubiese empezado, y desde el punto de vista de los campesinos palestinos era lo mismo ser saqueado por cristianos o fieles.
Por eso Arn pasaba mucho tiempo a caballo, cabalgando de pueblo en pueblo para intentar explicar lo que sucedía. Daba su palabra de que no se trataba ni de impuestos ni de confiscación y que todo sería devuelto cuando el ejército saqueador hubiese desaparecido. Intentaba explicar que, cuanto menos hubiese en la zona para el sustento del enemigo, más rápido se alejaría. Sin embargo, se encontró para su sorpresa con que en muchos pueblos dudaban de su palabra.
Entonces hizo introducir un arreglo completamente nuevo, que cada carga de grano, cada vaca y cada camello, así como sus crías, debían ser contabilizados y con acuse de recibo. Eso alargó todo el proceso y esta contabilidad le habría costado muy cara tanto a los templarios como a los campesinos si Saladino llega a atacar antes. Poco a poco, los campos de Gaza se fueron vaciando de cereales y animales. Tanto mayor fue el jaleo en Gaza con los almacenes de cereales sobrecargados y las aglomeraciones de continuos transportes de forraje y animales al interior de los muros.
Sin embargo, ésta era la parte más importante de los preparativos para la guerra. El nuevo comendador consideraba que la guerra era mucho más cuestión de economía y sustento de un ejército en avance que no de valentía en el campo de batalla, aunque evitaba transmitir tales pensamientos blasfemos a sus caballeros subordinados; los refuerzos habían llegado con cuentagotas desde las otras fortalezas de la región, hasta que los cuarenta caballeros nuevos prometidos por el Maestre de Jerusalén estuvieron en su sitio en el interior de los muros.