El caballero inexistente (14 page)

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Authors: Italo Calvino

BOOK: El caballero inexistente
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Se acercó una embajada de campesinos.

—Queríamos decir que la añada, en toda la tierra de Curvaldia, ha sido mala. Ni siquiera sabemos cómo quitarles el hambre a nuestros hijos. La carestía alcanza tanto al rico como al pobre. Piadosos caballeros, estamos aquí para pediros humildemente que nos dispenséis de los tributos, por esta vez.

El Rey del Grial, bajo el baldaquín, estaba callado y quieto como siempre. En un momento determinado, lentamente, separó las manos que tenía enlazadas sobre la barriga, las alzó al cielo (tenía unas uñas larguísimas) y su boca dijo:

—liiih…

Ante aquel sonido, todos los Caballeros avanzaron con las lanzas dirigidas contra los pobres curvaldos.

—¡Socorro! ¡Defendámonos! —gritaron aquéllos—. ¡Corramos a armarnos con hachas y hoces! —y se dispersaron.

Los Caballeros, con las miradas vueltas al cielo, al son de cuernos y metales, marcharon sobre las aldeas curvaldas de noche. De las hileras de lúpulos y de los setos saltaban villanos armados con horcas de heno y podaderas, tratando de oponerse a su paso. Pero poco pudieron contra las inexorables lanzas de los Caballeros. Una vez rotas las desmirriadas líneas de los defensores, se arrojaban con sus pesados caballos de guerra contra las cabañas de piedra y paja y barro, derribándolas bajo los cascos, sordos a los gritos de las mujeres, los terneros y los niños. Otros Caballeros sostenían antorchas encendidas y prendían fuego a los techos, los heniles, los establos, los míseros graneros, hasta que las aldeas quedaban reducidas a hogueras balantes y aullantes.

Torrismundo, arrastrado por la carrera de los Caballeros, estaba trastornado.

—Pero, decidme, ¿por qué? —gritaba al anciano, a quien tenía delante, como si fuera el único que pudiera escucharlo—. ¡No es verdad, pues, que os embebe el amor del todo! ¡Eh, cuidado, que arremetéis contra esa vieja! ¿Cómo tenéis corazón para ensañaros con esos desvalidos? ¡Socorro, las llamas prenden en esa cuna! Pero ¿qué hacéis?

—¡No quieras escrutar los designios del Grial, novicio! —lo amonestó el anciano—. ¡No somos nosotros quienes hacemos esto; es el Grial que está en nosotros el que nos mueve! ¡Abandónate a su furioso amor!

Pero Torrismundo había descabalgado, se lanzaba a socorrer a una madre, a devolver a sus brazos a un niño caído.

—¡No! ¡No os llevéis toda la cosecha! ¡He trabajado tanto! —gritaba un viejo. Torrismundo se puso a su lado.

—¡Suelta el saco, bandido! —y se abalanzó sobre un caballero arrancándole lo que había robado.

—¡Bendito seas! ¡Quédate con nosotros! —dijeron algunos de aquellos miserables que aún trataban con horquillas y navajas y hachas de resistir el ataque detrás de un muro.

—¡Disponeos en semicírculo, echémonos sobre ellos todos juntos! —les gritó Torrismundo y se puso a la cabeza de la milicia campesina curvalda.

Ahora sacaba a los Caballeros de las casas. Se encontró cara a cara con el anciano y otros dos provistos de antorchas.

—¡Es un traidor, prendedlo!

Se produjo una gran pelea. Los curvaldos la emprendían con asadores, y las mujeres y los muchachos con piedras. De pronto sonó el cuerno.

—¡Retirada!

Frente a la insurrección curvalda los Caballeros se habían replegado en varios puntos y ahora despejaban el pueblo. Incluso el pelotón que rodeaba a Torrismundo retrocedió.

—¡Vamos, hermanos! —gritó el anciano—, ¡dejémonos conducir a donde nos lleva el Grial!

—¡Triunfe el Grial! —dijeron a coro los otros aflojando las riendas.

—¡Viva! ¡Nos has salvado! —y los aldeanos se agolpaban en torno a Torrismundo—. ¡Eres caballero, pero generoso! ¡Al fin hay uno! ¡Quédate con nosotros! ¡Dinos lo que quieres: te lo daremos!

—Ahora… lo que quiero… ya no lo sé… —balbucía Torrismundo.

—Tampoco nosotros sabíamos nada, ni siquiera que éramos personas humanas, antes de esta batalla… Y ahora nos parece poder… querer… tener que hacerlo todo… Aunque sea duro… —y se volvían para llorar sus muertos.

—No puedo quedarme con vosotros… No sé quién soy… Adiós… —y ya galopaba.

—¡Vuelve! —le gritaba aquella gente, pero Torrismundo ya se alejaba del pueblo, del bosque del Grial, de Curvaldia.

Reanudó su vagabundear por las naciones. Hasta entonces había desdeñado todo honor y todo placer, codiciando como único ideal a la Sagrada Orden de los Caballeros del Grial. Y ahora que ese ideal se había desvanecido, ¿qué meta podía dar a su inquietud?

Se alimentaba de frutos silvestres en los bosques, de potajes de judías en los conventos que encontraba por el camino, de erizos de mar en las costas rocosas. Y en la playa de Bretaña, buscando erizos justamente en una cueva, descubre de pronto a una mujer dormida.

Aquel deseo que lo había movido por el mundo, de lugares aterciopelados por una suave vegetación, recorridos por un bajo viento rasante, y de tersas jornadas sin sol, finalmente, al ver aquellas largas pestañas negras sobre una mejilla llena y pálida, y la ternura de aquel cuerpo abandonado, y la mano posada en el henchido seno, y los delicados cabellos sueltos, y el labio, el muslo, el pulgar del pie, la respiración, ahora parece que aquel deseo se aquiete.

Inclinado sobre ella, estaba mirándola, cuando Sofronia abrió los ojos.

—No me haréis daño —dijo, afable—. ¿Qué andáis buscando entre estos escollos desiertos?

—Estoy buscando algo que siempre me ha faltado y que sólo ahora que os veo sé qué es. ¿Cómo habéis llegado a esta costa?

—Me obligaron a casarme, aunque era monja, con un adepto de Mahoma, pero la boda no llegó a consumarse pues, siendo yo la trescientas sesenta y cinco, una intervención de las armas cristianas me trajo hasta aquí, víctima, por otra parte, de un naufragio durante el viaje de regreso, así como a la ida de un saqueo de feroces piratas.

—Comprendo. ¿Y estáis sola?

—Mi salvador se ha ido a los cuarteles imperiales para resolver, por lo que entendí, ciertas cuestiones.

—Quisiera ofreceros la protección de mi espada, pero temo que el sentimiento que me ha inflamado al veros se exceda en propósitos que vos podríais considerar no honestos.

—Oh, no tengáis escrúpulos, sabéis, he visto tantas cosas. Aunque, cada vez, cuando llega el momento, se presenta el salvador, siempre él.

—¿Llegará también esta vez?

—Pues, nunca se sabe.

—¿Cuál es vuestro nombre?

—Azira; o sor Palmira. Según sea en el harén del sultán o en el convento.

—Azira, me parece haberos amado siempre… haberme perdido ya en vos…

XI

Carlomagno cabalgaba hacia la costa de Bretaña.

—Ahora veremos, ahora veremos, Agilulfo de los Guildivernos, no os inquietéis. Si lo que me decís es verdad, si esa mujer tiene aún encima la misma virginidad que tenía hace ahora quince años, nada que objetar, habréis sido armado caballero con pleno derecho, y aquel jovenzuelo quería embaucarnos. Para cerciorarme he mandado que viniera con nuestro séquito una partera experta en asuntos de mujeres; nosotros los soldados, para estas cosas, pues, no tenemos mano…

La viejecita, izada sobre el caballo de Gurdulú, balbucía:

—Sí, sí, majestad, se hará con esmero, aunque nazcan gemelos… —Era sorda y todavía no había entendido de qué se trataba.

En la cueva entran en primer lugar dos oficiales del séquito, con antorchas. Regresan turbados:

—Sire, la virgen yace abrazada con un joven soldado.

Los amantes son traídos a presencia del emperador.

—¡Tú, Sofronia! —grita Agilulfo. Carlomagno hace levantar el rostro del joven.

—¡Torrismundo!

Torrismundo da un salto hacia Sofronia.

—¿Tú eres Sofronia? ¡Ah, madre mía!

—¿Conocéis a este joven, Sofronia? —pregunta el emperador.

La mujer inclina la cabeza, pálida.

—Sí, es Torrismundo, lo crié yo misma —dice con un hilo de voz.

Torrismundo salta al caballo.

—¡He cometido un incesto nefando! ¡No me veréis nunca más! —espolea y corre hacia el bosque, por la derecha.

Agilulfo espolea a su vez.

—¡Tampoco a mí volveréis a verme! —dice—. ¡Ya no tengo nombre! ¡Adiós! —y se adentra en el bosque, a mano izquierda.

Todos se han quedado consternados. Sofronia tiene el rostro escondido entre las manos.

Se oye un galope a la derecha. Es Torrismundo que sale del bosque a toda carrera. Grita:

—Pero ¿cómo? ¡Pero si hasta hace poco era virgen! ¿Cómo es posible que no lo haya pensado en seguida? ¡Era virgen! ¡No puede ser mi madre!

—¿Querríais explicarnos? —dice Carlomagno.

—En realidad, Torrismundo no es mi hijo, sino mi hermano, o mejor dicho, mi hermanastro —dice Sofronia—. La reina de Escocia, nuestra madre, estando mi padre, el rey, en guerra desde hacía un año, lo dio a luz después de un fortuito encuentro, al parecer, con la Sagrada Orden de los Caballeros del Grial. Al anunciar el rey su regreso, aquella pérfida criatura (así en efecto me veo obligada a juzgar a nuestra madre), con la excusa de que llevara de paseo a mi hermanito, me hizo extraviar en los bosques. Urdió un tremendo engaño para el marido que llegaba. Le dijo que yo, que contaba trece años, había huido para dar a luz a un bastardo. Retenida por un mal entendido respeto filial, nunca traicioné este secreto de nuestra madre. Viví en los brezales con el pequeño hermanastro y fueron también para mí unos años libres y felices, comparados con los que me esperaban en el convento, donde me obligaron a ingresar los duques de Cornualles. No he conocido a hombre alguno hasta esta mañana, a la edad de treinta y tres años, y el primer trato con un hombre, ¡ay de mí!, resulta ser un incesto…

—Veamos con calma cómo están las cosas —dice Carlomagno, conciliador—. Incesto sí que lo hay, pero entre hermanastro y hermanastra no es de los más graves…

—¡No hay incesto, sagrada majestad! ¡Alégrate, Sofronia! —exclama Torrismundo, con el rostro radiante—. En las investigaciones sobre mi origen he conocido un secreto que habría querido guardar para siempre: la que creía mi madre, o sea tú, Sofronia, no naciste de la reina de Escocia, sino hija natural del rey, de la mujer de un mayordomo. El rey te hizo adoptar por su mujer, o sea, por la que ahora sé que fue mi madre, y que de ti fue sólo madrastra. Ahora comprendo cómo ella, obligada por el rey a fingirse tu madre contra su voluntad, no viese la hora de desembarazarse de ti; y lo hizo atribuyéndote el fruto de una culpa suya pasajera, o sea, yo. Hija tú del rey de Escocia y de una campesina, yo de la reina y de la Sagrada Orden, no tenemos ningún lazo de sangre, sino sólo el lazo amoroso estrechado libremente aquí hace poco y que espero ardientemente que tú quieras reanudar.

—Me parece que todo se resuelve para bien… —dice Carlomagno, frotándose las manos—. Pero no debemos tardar en hallar a nuestro bravo caballero Agilulfo y garantizarle que su nombre y su título ya no corren ningún peligro.

—¡Iré yo, majestad! —dice un caballero avanzando. Es Rambaldo. Entra en el bosque. Grita:

—¡Caballero! ¡Caballero Agilulfo! ¡Caballero de los Guildivernos! ¡Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia Citerior y de Fez! ¡Todo está arreglado! ¡Regresad!

Le responde sólo el eco.

Rambaldo empezó a registrar el bosque sendero por sendero, y fuera de los senderos por precipicios y torrentes, llamando, prestando oídos, buscando algún signo, alguna huella. Encuentra una impronta de herradura. En un punto aparecen marcadas más hondas, como si el animal se hubiese detenido allí. A partir de aquí el rastro de los cascos vuelve a ser más ligero, como si se hubiese dejado escapar al caballo. Pero del mismo lugar parte otro rastro, una horma de pasos con zapatos de hierro. Rambaldo la siguió.

Contenía el aliento. Llegó a un claro. Al pie de una encina, desparramados por el suelo, había un yelmo vuelto del revés con cimera iridiscente, una coraza blanca, los quijotes, los brazales, las manoplas, en fin, todas las piezas de la armadura de Agilulfo, algunas puestas como con la intención de formar una pirámide ordenada, otras, echadas por el suelo de cualquier manera. En el puño de la espada había un cartel: «Dejo esta armadura al caballero Rambaldo de Rosellón». Debajo había una media rúbrica, como de una firma comenzada e interrumpida en seguida.

—¡Caballero! —llama Rambaldo, vuelto hacia el yelmo, hacia la coraza, hacia la encina, hacia el cielo—. ¡Caballero! ¡Volved a coger la armadura! ¡Vuestro grado en el ejército y en la nobleza de Francia es incontestable! —Y trata de ajustar de nuevo la armadura, de hacerla mantenerse en pie, y sigue gritando—: ¡Existís, caballero, nadie puede ya negarlo, ahora! —No le responde ninguna voz. La armadura no se sostiene, el yelmo rueda por el suelo—. Caballero, habéis resistido durante tanto tiempo con vuestra sola fuerza de voluntad, habéis conseguido hacerlo todo como si existierais: ¿por qué rendiros de repente? —Pero ya no sabe hacia dónde dirigirse: la armadura está vacía, no vacía como antes, vacía también de aquel algo que llamaban caballero Agilulfo y que ahora se ha disuelto como una gota en el mar.

Rambaldo se desembaraza de su coraza, se desnuda, se introduce en la armadura blanca, se cubre con el yelmo de Agilulfo, sujeta en la mano escudo y espada, salta a caballo. Así armado comparece ante la presencia del emperador y de su séquito.

—Ah, Agilulfo, habéis vuelto, todo bien, ¿eh?

Pero del yelmo responde otra voz:

—¡No soy Agilulfo, majestad! —La celada se levanta y aparece el rostro de Rambaldo—. Del caballero de los Guildivernos sólo ha quedado la blanca armadura y este papel que me asigna su posesión. ¡Ahora no veo la hora de lanzarme a la batalla!

Las trompas tocan la alarma. Una nota de galeras ha desembarcado un ejército sarraceno en Bretaña. El ejército franco corre a formarse.

—Tu deseo ha sido oído —dice el rey Carlos—, ha llegado la hora de batirse. Haz honor a las armas que llevas. ¡Aunque de carácter difícil, soldado, Agilulfo, lo sabía ser!

El ejército franco resiste a los invasores, abre una brecha en el frente sarraceno, y el joven Rambaldo es el primero en arremeter por allí. Pelea, golpea, se defiende, en parte da y en parte recibe. De los mahometanos, muchos muerden el polvo. Rambaldo a cuantos están ante su lanza los ensarta uno tras otro. Ya las escuadras invasoras se repliegan, se aprietan en torno de las galeras fondeadas. Acosados por las armas francas, los vencidos se hacen a la mar, excepto los que se quedan a empapar de sangre mora la tierra gris de Bretaña.

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