El bosque encantado (9 page)

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Authors: Enid Blyton

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Infantil y Juvenil

BOOK: El bosque encantado
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—¡Cacharros! —gritó—. ¡Mi querido amigo! ¡Hola!

—¿Cola? —preguntó Cacharros, otra vez sordo—. ¿Cola? No, no llevo pegamento conmigo. Pero puedo hacer un poco para ti.

—¡Eres el mismo, Cacharros, el loco de siempre! —se rió Cómosellama—. Baja. No he dicho nada de cola. Ven a tomar una taza de té conmigo. Lo acabo de preparar.

—¿Qué me vas a engrasar? No, no quiero que me engrases —dijo Cacharros, aunque, con todo el ruido que lucían sus cacerolas, parecía necesitarlo—. Pero sí iré a tomar el té y a charlar contigo. ¡Qué alegría!

Puso el pie en la escalera pero, por desgracia, pisó una cacerola que tenía en la pierna y se resbaló. ¡Clang, bang, crach, chas! El señor Cómosellama, al intentar sujetarlo, se cayó también, y ambos rodaron por la escalera, por la copa, por la puerta de la casa de Cara de Luna y por todo el árbol.

—¡Allá van! —se rió Cara de Luna—. Enredados con las cacerolas y los cazos. ¡Qué risa! ¡Qué susto le van a dar a la señora Lavarropas si se caen en su pila!

Los niños estallaron en carcajadas hasta que se les sallaron las lágrimas, imaginándose lo que pensaría la gente ni verlo caer mientras chocaban todos sus trastos. Cacharros era muy gracioso.

—Ya puedes bajar —gritó Tom desde la escalera—. Han desaparecido. No me sorprendería que hubieran ido a parar a la parte baja del árbol. Vamos, Cara de Luna.

Descendieron por la escalera, pasaron a la copa del árbol y llegaron a la casa de Cara de Luna. Seditas estaba dentro, todavía muy compungida pero, al verlos, pío un grito de alegría.

—¿Por qué estás tan asustada? —la abrazó cariñosamente Cara de Luna.

—¡Ay, un rayo o algo parecido acaba de caer del cielo! —dijo Seditas.

—Ésos eran Cacharros y el señor Cómosellama —se rió Tom, y le contó toda la aventura. Seditas se rió hasta que le dolió el estómago. Salió afuera y miró hacia abajo.

—¡Mirad!, allí abajo, entre las ramas.

Todos vieron cómo el señor Cómosellama y Cacharros subían, magullados, a la casa del señor Cómosellama, mientras hablaban a gritos.

—Se han olvidado de nosotros —se alegró Tom—. Y ahora, por favor, Cara de Luna, no vuelvas a meterle bellotas en la boca al señor Cómosellama. Vamos a comer algo, y después regresaremos a casa bajando por el Resbalón-resbaladizo.

Todos se sentaron en la curiosa habitación de Cara de Luna y comieron las exquisitas galletas que les llevó Seditas, y bebieron zumo de bellotas, que estaba delicioso. Llegó la hora de que los niños se fueran, y cada uno escogió un cojín; se sentaron en el Resbalón-resbaladizo y salieron disparados, dando vueltas, hasta salir por la puertecita y caer en el montículo de musgo. Tuvieron que darse prisa para no llegar tarde a casa.

—Me imagino que Cacharros ya habrá regresado a su extraño país —comentó Tom al entrar al jardín.

Pero no era así. Al día siguiente fue a visitarlos, haciendo un ruido tremendo con todos sus cazos y cacerolas, que chocaban entre sí. La madre, al verlo, se alarmó.

—¿Quién es este señor? —preguntó cuando Cacharros llegó al portón.

Cacharros se equivoca de país

La madre y los niños se quedaron mirando a Cacharros. De sombrero llevaba una cacerola muy grande, y al caminar hacía chocar dos cacerolas cantando una cañón extraña, sin sentido, que decía así:

¡Dos judías para un pudín,

dos cerezas para un pastel,

dos patas para un sofá,

y canto ji-ji-ja-já!

Al decir el último «ja» llamó a la puerta con una carola. La madre abrió.

—No hagas tanto ruido, que eso está muy mal —le reprochó.

—No, no he visto a ningún chaval —contestó Cacharros, y golpeó sus cacerolas tan fuerte que la madre dio salto. Entonces vio a los chicos y los saludó muy contento.

—¡Ah, estáis ahí! Cara de Luna me dijo dónde vivíais.

—¿Quién es este hombre? —preguntó la madre, asombrada—. Niños, ¿es que está loco?

—Oh, no —sonrió Tom, con la esperanza de que su madre no hiciera muchas preguntas—. Mamá, ¿podemos ir al bosque para hablar con él? Hace mucho ruido como para quedarse en casa.

—Muy bien —aceptó la madre, que deseaba seguir con su colada—. Lleváoslo y, al salir, cerrad bien el portón.

—¿Una canción? —se alegró Cacharros—. Señora, ¿ha dicho que quiere escuchar una canción?

Empezó a cantar otra vez, golpeando las cacerolas al ritmo de la música.

Dos cerditos para el cuarto,

dos herraduras para el caballo,

dos sombreros para los tigres,

de color rosa, vaya encanto.

Los chicos se lo llevaron rápidamente afuera.

—Qué canción más tonta la tuya —dijo Bessie gritándole en el oído—. ¿Cómo se llama?

—No tiene nombre —replicó Cacharros—. Me la voy inventando mientras canto. Es muy fácil. Cada verso, menos el último, comienza con la palabra dos. Lamento que opines que es tonta.

Parecía muy ofendido pero, de repente, volvió a sonreír y dijo:

—He venido para invitaros a tomar el té a mi cabaña.

—¿Y al señor Cómosellama también lo vas a invitar? —preguntó Tom, que no tenía ganas de encontrarse con él.

—Peinar, sí debes peinarte —respondió Cacharros al ver que Tom llevaba el pelo revuelto.

—He dicho si el señor Cómosellama nos acompañará —dijo Tom a voz en grito.

—¿Lloverá? —se extrañó Cacharros, y miró al cielo con ansiedad—. ¿Crees que va a llover?

—No, no he dicho que va a llover —Tom se dio por vencido—. Está bien, iremos. Primero debemos pedirle permiso a nuestra madre.

La madre les dijo que podían ir, aunque no le gustaba el aspecto de Cacharros.

—Adiós —los despidió, y los tres se fueron con él.

Verdaderamente era un hombre muy extraño, pero tenía una mirada amable y a los tres niños les caía simpático y confiaban en él.

Llegaron al Árbol Lejano, y vieron que a Cara de Luna se le había ocurrido una idea maravillosa. La señora Lavarropas le había prestado la cesta más grande que tenía. Entonces él la ató a una soga y la bajó para que los niños y Cacharros subieran mientras él y Seditas tiraban de la cuerda. ¡Así no tendrían que subir trepando!

—¡Qué idea tan estupenda! —exclamó Tom, muy contento. Todos se subieron. Fue un poco difícil conseguir que Cacharros se subiera, pero al fin lo lograron, aunque le resultó muy incómodo sentarse sobre sus cacerolas.

—¡Arriba, vamos! —gritó Tom mientras la cesta subía por las ramas, lentamente, de modo que disfruta-mu del extraño viaje. Por fin llegaron a la rama grande y salieron. Estaban muy cerca de la casa de Cara de Luna, en la copa del árbol. Cara de Luna estaba allí, enrollando la soga, con su típica sonrisa.

—¿Os ha gustado? ¿Habéis pasado un buen rato? —preguntó, con la cara radiante de felicidad. Cacharros lo miró sorprendido.

—¿Gato? ¿Otro gato? ¡Cielos! Espero que no suba hasta mi país, porque yo crío ratones.

—Ahora volverá a buscar al gato —dijo Bessie. Y así fue. Cacharros buscó por todos lados gritando:

—¡Gato, gato, gato!

—No os preocupéis por él —dijo Cara de Luna—. Subid la escalera. Quiere invitaros a tomar el té en su extraña casa de cacerolas.

—¡Vamos, Cacharros! —exclamó Tom—. Tenemos que subir ya, si quieres que te acompañemos a tomar el té.

Cacharros lo oyó. Dejó de buscar gatos y subió por la escalera. Dio un salto y atravesó el agujero de la nube.

En cuanto se perdió de vista, se le oyó gritar:

—¡Oooooh! ¡Aaaaay! ¡Huuuuy!

Los chicos se asustaron.

—¿Qué sucede? —preguntó Tom.

«¡Crach! ¡Bang! ¡Clang! ¡Plas!»

—Suena como si estuviera rodando sobre todos sus cazos y cacerolas —comentó Bessie—. ¿Qué está haciendo?

—¡Oooooh! —gritó Cacharros desde arriba—. ¡Para! ¡Ay! ¡Para!

—Alguien le está atacando —Tom subió rápidamente a la escalera de un salto—. ¡Vamos todos! ¡Tenemos que ahuyentar al enemigo!

Bessie, Fanny y Cara de Luna lo siguieron. Atravesaron todos el agujero en la nube y llegaron al país que se encontraba arriba.

¡Pero ya no estaba el pequeño país de Cacharros! ¡Era otro país!

—¡Mi país ha desaparecido! —gritó Cacharros—. ¡No lo sabía! ¡Éste es otro lugar! ¡Aaaaay!

Con razón se quejaba. El campo plano donde se encontraba tembló de repente, como un flan, y se convirtió en una colina. ¡Cacharros cayó rodando, a toda velocidad, golpeándose con todas las cacerolas!

—Éste es el País de Tembleque —dijo Cara de Luna, desilusionado—. ¡Rápido! ¡Regresad a la escalera y bajad por el agujero antes de que lo perdamos de vista! Oye, Cacharros, ven adonde estamos.

—¿Qué tomamos? ¿El bus? —gritó Cacharros, irguiéndose y mirando en derredor suyo—. No veo ningún bus. Me gustaría poderlo tomar.

—¡Qué vengas adonde estamos, adonde estamos nosotros! —gritó Tom, desesperado—. El agujero de la nube está aquí. ¡Tenemos que descender rápidamente!

Cacharros echó a correr, cuesta abajo, hacia ellos, pero de repente la tierra se levantó, y él, los chicos y Cara de Luna se encontraron cuesta abajo en la dirección opuesta a la escalera. Intentaron detenerse, se esforzaron en subir la cuesta, pero la tierra se inclinó aún más hasta que al fin perdieron el equilibrio y se cayeron al suelo.

Entonces comenzaron a rodar cuesta abajo. ¡Y cómo rodaron! Rodaron sin parar, en medio del alboroto que formaba Cacharros con todos sus trastos.

—¡Aaaaay! ¡Huuuuy! ¡Oooooh! —gritó Tom. Pero en ese momento chocó contra un arbusto, con tal fuerza que se quedó sin respiración. Momentos después, estaban unos encima de otros, colina abajo, tratando de recuperar el aliento.

—Ahora sí que nos hemos metido en un buen lío —se lamentó Bessie mientras se sacudía el polvo de encima—. A qué país más desagradable hemos venido a parar. Cara de Luna, ¿siempre pasa esto?

—Oh, sí —contestó Cara de Luna—. Nunca se detiene. Sube por aquí y desciende por allá, y se balancea dando pequeños saltos. Algunas personas dicen que por debajo hay un gigante que trata de sacudirse este país de la espalda.

En el país de Tembleque

El País de Tembleque era muy desagradable. En cuanto los chicos se ponían de pie y trataban de dar unos pasos, la tierra se inclinaba o se movía hacia un lado, o se hundía, dándoles un buen susto.

Todos rodaron una y otra vez. Cacharros hacía mucho ruido y casi llora al ver que se le estaban abollando todas sus cacerolas.

—¡Cara de Luna! —gritó Tom—. ¿Cómo podemos salir de aquí? ¿Sabes cómo escapar?

—Sólo podremos escapar si bajamos la escalera que conduce al Árbol Lejano —gritó Cara de Luna, mientras rodaba por una colina que había aparecido repentinamente—. No dejéis de buscarla, o nunca saldremos de aquí. Si el País de Tembleque abandona la copa del Árbol Lejano, no tendremos forma de escapar.

Al oír estas palabras, sintieron un gran miedo. No era nada agradable la idea de vivir para siempre en un país con golpes, saltos y tirones. Todos empezaron a buscar el agujero por el que habían entrado en el País de Tembleque.

De pronto, la tierra comenzó a hacer algo distinto. Subía y bajaba como si estuviera respirando fuerte. Cuando subía, lanzaba a todos al aire. Al bajar, todos caían en unos agujeros de los que no podían salir. Era muy incómodo.

—¡Me estoy dando golpes por todos lados! —gritó Bessie—. Hay que buscar una zona de este país que no se mueva tanto. Creo que estamos en el peor sitio.

Cuando la tierra dejó de subir y bajar, todos echaron a correr hacia un bosque. Allí encontraron una tienda.

Era tan sorprendente encontrar una tienda en el País de Tembleque que todos se detuvieron, boquiabiertos.

—¿Qué venderán en un país tan extraño? —preguntó Tom.

—¿Qué te has hecho daño? —dijo Cacharros, tan sordo como siempre—. Yo también. Estoy más mareado que si hubiese estado en un barco en medio del océano.

—Escucha, ¿qué venderán en esa tiendecita? —insistió Tom.

—No, yo no he escuchado ninguna campanita —Cacharros miró en derredor suyo como si esperara ver una campana.

Tom se dio por vencido. Se acercó a ver la tienda. Era muy pequeña, con una casita por detrás. Parecía que no había nadie, pero salía humo por la chimenea, así que probablemente alguien vivía allí.

—Vamos —dijo a los demás—. Cogeos de la mano para que no nos separemos. Entraremos en esta tienda, a ver si nos pueden ayudar.

La tienda estaba llena de cojines de todos los colores, cada uno con una cuerda.

—¡Qué gracioso! —sonrió Bessie—. ¡Cojines con cuerdas! ¿A quién se le ocurrirá comprar un cojín en este lugar?

—¡A mí! —dijo inmediatamente Cara de Luna—. ¡Fíjate, si tuviera un cojín grueso atado por delante y otro por detrás, no me importarían tanto los golpes!

—Ah, pues es verdad; para eso están los cojines y las cuerdas —reconoció Bessie—. Vamos a comprar algunos, así no nos haremos tanto daño.

En ese momento salió una pequeña mujer, de nariz aguileña, que llevaba cojines atados por todos lados. Incluso llevaba un cojín pequeño atado a la cabeza. Estaba muy graciosa.

Fanny se rió. Siempre se le escapaba la risa. La mujer la miró, muy enojada.

—¿Queréis comprar cojines? —preguntó bruscamente.

—Sí, por favor —intervino Cara de Luna, y sacó su billetero—. ¿Cuánto cuestan?

—Cinco monedas de plata cada uno —respondió la mujer. Sus pequeños ojos verdes se iluminaron al ver el billetero de Cara de Luna. Éste la miró con tristeza.

—¡Son muy caros! —se quejó—. Sólo tengo una moneda de plata. Cacharros, ¿tienes dinero?

—No, no te puedo dar un puchero —contestó Cacharros.

—¡
DINERO, DINERO, DINERO
! —gritó Cara de Luna, mostrándole a Cacharros su billetero.

—Ah, dinero —sacó un billetero enorme de una de sus cacerolas—. Sí, tengo mucho.

Pero el enorme billetero estaba vacío. Cacharros lo miró entristecido.

—Se me ha caído todo el dinero, mientras rodaba. ¡Ya no me queda ni una moneda!

Los niños tampoco tenían dinero. La mujer de la nariz aguileña sacudió la cabeza cuando Cara de Luna le rogó que les prestara los cojines a cambio de la moneda de plata.

—No, no presto nada —dijo muy seria, y regresó a su casa cerrando la puerta tras de sí.

—¡Qué pena! —se lamentó Cara de Luna, mientras le daba la mano a Tom y salía caminando cabizbajo—. ¡Qué vieja más antipática! ¡Oh, mirad, allí hay gente, y todos llevan cojines!

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