—La sangre no tiene nada de malo. Dios mismo pedía sacrificios o ha olvidado a las miles de cabras, palomas y corderos que vertieron su sangre en altares.
—Solo creo en el sacrificio realizado por Nuestro Señor Jesucristo.
—Y nadie lo critica por eso. Quizá debería usted respetar las creencias de los demás y no intentar obligarnos al resto del mundo a cambiar.
—He venido con la intención de abrirle los ojos y que mire a Haití rumbo al despeñadero, pero sobre todo para que haga algo al respecto.
—No sea usted hipócrita, padre Kennedy, ¿Se considera usted un santo?
—Por supuesto que no.
—Cree que no adivino las intenciones que tuvo cuando estuvo a solas con Amanda, que no estoy seguro de que tuvo una erección cuando esa mujer abrió sus piernas para dejarle ver los tesoros que oculta bajo su falda. Créame padre, nada de lo que sucede en esta isla me es ajeno. Conozco sus intenciones y sé bien lo que intenta hacer al ponerme en contra de Doc. Pierde usted su tiempo si piensa que lo preferiré a usted que a uno de los nuestros.
—En ese caso, supongo que es mejor que me marche.
—Hágalo usted, padre Kennedy y recuerde, no interfiera en los asuntos de Estado de Haití y no tendrá problemas. Si hace algo que considero que está socavando mi poder, seré el primero en darle una patada en el culo que lo lleve hasta su país.
Kennedy ya no esperó más, salió del salón mientras escuchaba al hombre hablar en creole, quizá con alguien más o quizá hablando consigo mismo. Al salir vio a Amanda y no pudo dejar de pensar en lo que Baby Doc había dicho del tesoro entre sus piernas y sintió como su cara se sonrojaba una vez más.
Bronson estaba molesto con su compañero por haber precipitado las cosas en el interrogatorio a Adam Kennedy, no obstante, debía admitir que el comportamiento del sacerdote al haberse hecho pedazos las manos con la bolsa de arena, hablaba a las claras de que estaba pasando por un muy mal momento, que bien podía deberse a la muerte de esos dos hombres. Pensó en si mismo y si sería capaz de matar a dos sujetos que intentaran asaltarle y pronto llegó a la conclusión de que no lo haría, con seguridad intentaría arrestarlos y hacer que se cumpliera la justicia antes de apretar el gatillo de su arma de reglamento y mucho menos de colgar como cerdos a dos desgraciados como habían hecho con esos malvivientes. Hacía apenas unos minutos había llegado a la delegación de policía y ya lo esperaban dos largos expedientes de aquellos hombres y un chico que quería hablar con él.
—¿Cómo está usted? —dijo con un aire solemne, gesto que el chico pareció agradecer.
—Bien detective, ¿Es usted Bronson o Johnson?
—Soy Bronson. No me han dicho quien eres.
—Soy Francis Bonticue.
—El hijo de la señora que encontró los cuerpos…
—Así es, me ha dicho mi madre que debía hablar con ustedes para contarles lo que sé.
El joven lucía nervioso, no dejaba de jugar con una pelota de hule de esas que se usan para aliviar el stress. Era una pelota un poco más grande que una para jugar al golf, pero más pequeña que una de tenis y el policía pudo ver el logotipo de una bebida gaseosa impreso en ella.
—Agradezco que hayas venido, Francis.
—Mi madre me ha dicho que debía venir —repitió sin darse cuenta.
—Mi compañero y yo queríamos hablar contigo para atar unos cuantos cabos en nuestra investigación.
—¿Estoy en problemas?
—¿Por qué habrías de estarlo?
—Mi madre dice que me meteré en problemas si no hablo con ustedes, me ha dicho que viniera.
—Agradezco a tu madre su gentileza de darte el mensaje. No debes estar tenso —dijo casi conmoviéndose de ver el estado en que estaba el chico. Francis tenía unos dieciséis años y aunque no siempre había sido un chico ejemplar, ni primero en sus clases o practicante de deportes, era un buen joven, sin embargo, en las últimas semanas había comenzado a comportarse de manera extraña, al punto que a su propia madre le costaba reconocerlo. Todo inició cuando Jeremy Sanders lo empezó a introducir en el mundo nocturno de Nueva Orleans. Primero por curiosidad y luego por temor, acompañaba a Jeremy a todos sitios, a escondidas de su madre que desaprobaba la amistad con el hijo de Jenny McIntire.
—Esto es muy difícil para mí —dijo ahogando un sollozo.
—¿Quieres un poco de agua o una soda tal vez?
—Una soda estaría bien —dijo con un tono que a Bronson le pareció más propio de un niño que de un adolescente.
Bronson caminó hasta la máquina expendedora y depositando un par de monedas sacó un refresco de cola.
—Espero que te guste esta, no había de la que pareces preferir —dijo señalando la bola.
—Da igual —dijo quitando el sello de aluminio y tomando un sorbo sin poder evitar que sus manos le temblasen.
—Bien Francis, cuéntame ¿Cómo conociste a Jeremy?
—Éramos compañeros de estudio, asistíamos al mismo colegio y cuando se vino a vivir a Nueva Orleans no conocía a mucha gente. Fui yo quien le enseñó la ciudad.
—¿Dirías que eras su único amigo?
—Supongo que sí, también él era el único mío.
—¿Alguna novia?
—No —dijo con una sonrisa ingenua.
—No tienes por qué avergonzarte, un chico apuesto como tú debe tener a muchas chicas haciendo fila.
—A las chicas parece gustarles los chicos malos, detective.
—No ha cambiado nada desde que salí de la secundaria entonces.
—Supongo que siempre será igual. Las chicas buscan los dos extremos o los jugadores de futbol o a los góticos.
—¿Por eso vistes así?
Francis iba vestido de negro, con pulseras y collares con picos que a Bronson le parecían más apropiadas para un perro, pero que al chico parecían gustarle.
—Supongo que sí.
—¿Jeremy vestía así también?
—Jeremy fue gótico desde que llegó a Nueva Orleans.
—¿Y a ti te pareció cool?
—Vestirme así enfurecía a mi padre, así que decidí hacerlo y fastidiarlo.
—Tu padre es conservador, entonces.
—Mi padre se lanzará para el congreso el próximo año.
—Entiendo por qué le preocupa que vistas así.
—No tiene nada de malo, al menos eso pensaba.
—¿Pensabas?
—Antes de las historias que me contó Jeremy.
—Cuéntame de ellas.
—Jeremy era muy dado a contar historias relacionadas con el Príncipe de las Tinieblas y cosas por el estilo.
—Supongo que para impresionar a las chicas.
—Al principio sí, era una forma de asustarlas. Era divertido verlas pálidas al escuchar las historias que Jeremy contaba sobre Haití y los ritos que se practicaban allí.
—¿De Haití dices?
—Así es, Jeremy sabía de esas cosas gracias al padre Kennedy que vivió allí muchos años.
—¿Conoces a Adam Kennedy?
—Por supuesto. El solía frecuentar a los McIntire y creo que de alguna forma le daba consejos acerca de sus aficiones.
—¿Qué aficiones tenía Jeremy?
—Jeremy decía practicar la Regla de Oshá-Ifá.
—¿Eso es una especie de brujería?
—Es santería haitiana.
—¿Te refieres al vudú?
—Así es detective —dijo Francis bebiendo otro trago de la soda al tiempo en que parecía ir perdiendo el temor de hablar. —¿Sabía usted que el padre Kennedy es un experto en ese tema?
—He oído que vivió muchos años allí.
—Jeremy me decía que Kennedy solía contarle, en medio de sus terapias, algunas historias de la isla, historias que le erizarían los pelos.
—¿Recuerdas alguna?
—No tiene caso, yo no sé contarlas como lo hacía Jeremy, era un maestro en eso del drama. Debió haberlo visto contando sobre el vudú.
—Me conformaré con que me cuentes algo al respecto, si actuar no es tu fuerte…
—Bien, la sola palabra vudú evoca espeluznantes imágenes de muertos vivientes, de muñecas de cera con alfileres clavados, y otros ritos igualmente oscuros. En realidad, el vudú es una creencia religiosa, mezcla de catolicismo y antiguas prácticas africanas, incluidos elementos fetichistas y distintos tipos de magia, como la blanca, la negra y la gris, que es una mezcla de las otras dos. Sin embargo, no se puede negar que la primera, la magia negra, es la más importante dentro del vudú y es la que le ha dado la imagen de que el vudú es, por fuerza, algo siniestro.
—Sabía del origen africano del vudú.
—El origen del vudú es africano, pero fue llevado a Haití y Nueva Orleáns por los esclavos. Sus ritos se practican entre cantos, sonidos de tambores y danzas. Sus dioses —loas— representan las preocupaciones comunes a toda la humanidad: el amor, lo corta que es la vida y la protección del hogar.
—No suena espeluznante.
—Espere que ya llego al punto. En sus manifestaciones más agresivas, los houngan, o sacerdotes, sacrifican animales y elaboran las famosas muñecas de cera o trapo, que atravesadas con alfileres causan dolor a la persona que representan. Junto a esto, la creencia en los zombis, es decir, un muerto resucitado al servicio de un brujo, ha dado la vuelta al mundo. ¿No le parece que tener un ejército de zombis sería genial? Serían soldados sin ningún tipo de temor, ya que nada podría pasarle, ya están muertos y además de eso, no podrían evitar seguir órdenes.
—¿Y cómo se hace para tener uno de esos? Quizá me convenga uno como compañero.
—Según una leyenda, un houngan rechazado por una joven la maldijo y esta murió poco tiempo después. Como el ataúd era demasiado pequeño para ella, le doblaron el cuello para que pudiera caber en él. Mas tarde, durante el velorio uno de los asistentes tiró su cigarrillo, que cayó sobre uno de los pies de la difunta y le hizo una pequeña quemadura. Después de unos meses corrió el rumor de que la muerta acompañaba al sacerdote rechazado. Pasaron los años y cierto día la joven reapareció en su casa. Explicó que el houngan se había arrepentido y liberado a todos sus zombis. Quienes habían asistido al velorio, descubrieron con asombro el cuello intacto de la joven y la cicatriz de la quemadura en el pie.
—¿Dices que también se puede dejar de ser zombi?
También se cuenta que Joseph, un houngan, disponía de zombis para el corte de caña en una plantación cercana a Puerto Príncipe, la capital de Haití. La responsable de cuidar a los zombis era su mujer, quien cometió el error de alimentarlos con comida salada. Apenas probaron la sal, sustancia que permite que descubran su situación de muertos en vida, los zombis emprendieron el camino de regreso a su pueblo natal. Al llegar y ser reconocidos por sus familiares, éstos trataron de hablar con ellos, pero los zombis no se detuvieron y continuaron su desfile hacia el cementerio. Allí, cavaron con las manos en busca de sus tumbas. Tan pronto entraron en contacto con la tierra se convirtieron en cadáveres putrefactos.
—Supongo que esta historia es más efectiva con las mujeres.
—Si como la contaba Jeremy, el muy cabrón caminaba con las manos extendidas simulando ser un zombi. Tendría que haberlo visto, con los ojos en blanco y echando espuma por la boca.
Jeremy decía que los Muertos Vivientes del vudú y otros relatos espeluznantes congelaron la sangre del espectador de principios del siglo pasado y que seguía siendo muy útil con chicas contemporáneas.
—Pero un chico listo como tú sabe sin duda que solo son cuentos de camino para asustar chicas.
—Se debe reconocer que los houngans poseen un gran conocimiento del cuerpo humano y de las propiedades de las plantas que pueden causar efectos como los que se describen, déjeme contarle la experiencia de una de las víctimas de esta poderosa hechicería. Clarivius Narcisse, habitante del pueblo de L’Estere, en Haití, siempre había gozado de excelente salud, pero cierto día de 1962 de manera repentina e inexplicable enfermó, así que su hermana lo llevó a un hospital. El paciente apenas podía respirar. Su corazón perdía fuerza y el estómago le ardía. De pronto sintió que se quedaba helado y oyó que el médico le decía a su hermana «lo siento, está muerto». Clarivius quiso gritar que estaba vivo, pero no podía moverse. El medico lo examinó una vez más, le cubrió la cabeza con una sábana y firmó el certificado de defunción. Más tarde, cuando sus amigos lo velaban, Narcisse podía verlos y oírlos, pero no experimentaba ninguna emoción. En el cementerio oyó los lamentos de la gente y el ruido de la tierra que cubría su ataúd. Su siguiente recuerdo es que estaba de pie junto a su tumba en un estado semejante al trance. Dos hombres rellenaron su fosa, y con una cuerda atada a sus muñecas lo condujeron a una granja, donde se convirtió en uno de los casi cien esclavos que trabajaban en ese lugar.
—¿Víctima de brujería?
—Por supuesto, el pobre hombre ahora estaba al servicio de sus amos y sin ninguna posibilidad de hacer su propia voluntad. Jeremy decía que lo más jodido de ser un zombi sería el estar consciente de que lo que se hace es malo y no poder hacer nada para evitarlo.
—Algo muy similar sucede con los adictos.
—Jeremy decía que un doctor de apellido Douyon o algo así , afirmaba que uno de los efectos de las drogas que utilizan los brujos practicantes del vudú, es aparentar la muerte a la perfección. Las víctimas pasan por este periodo de inconciencia que termina cuando son sacadas de su sepulcro, pero durante su actividad agrícola también les administran narcóticos. En el caso que le conté de Narcisse, permaneció al menos dos años en ese estado, hasta que por alguna razón su explotador dejó de administrarles los fármacos a los zombis, quienes despertaron de su sopor y casi de inmediato mataron a su guardia. Al parecer, todos recuperaron sus facultades y, tras una espera de dieciocho años, Narcisse volvió a su pueblo natal. No volvió antes por que sospechaba que su hermano —fallecido para la época en que Narcisse regresó— era el culpable de que el houngan lo embrujara.
—O sea, que todo era producto de unas plantas que simulaban la muerte.
—Así es.
—¿Y crees que Jeremy conocía de estas plantas?
—De su existencia si, Jeremy era un tipo ducho en las ciencias y en eso de…
—¿De las drogas?
—Así es, no entiendo como pudo pasarle lo que le pasó.
—¿Te refieres a que se haya administrado una sobredosis?
—Estoy seguro de que no fue así, al menos no lo hizo él mismo.
—¿Qué insinúas?
—Jeremy habló conmigo el día que murió y le puedo asegurar que no tenía ninguna intención de suicidarse. Estaba muy molesto con su padrastro.