El beso de la mujer araña (30 page)

BOOK: El beso de la mujer araña
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Al margen de esa posición, J. C. Unwin, autor de Sexo y
cultura,
después de estudiar las regulaciones maritales de 80 sociedades no civilizadas, parece apoyar la suposición muy generalizada de que la libertad sexual conduce a la decadencia social, ya que, según el psicoanálisis ortodoxo, si el individuo no sucumbe a la neurosis, la continencia sexual impuesta puede ayudar a canalizar las energías por vías socialmente útiles. Un- win concluyó de su exhaustivo estudio que el establecimiento de las primeras bases de una sociedad organizada, su posterior desarrollo y su apropiación de terrenos vecinos, o sea las características históricas de toda sociedad pujante, se dan solamente a partir del momento en que se implanta la represión sexual. Mientras que las sociedades donde se permiten relaciones sexuales libres —prenupciales, extraconyugales y homosexuales— permanecen en un subdesarrollo casi animal. Pero al mismo tiempo Unwin dice que las sociedades estrictamente monógamas y fuertemente represivas, no logran sobrevivir mucho tiempo, y si lo logran en parte, es mediante el sometimiento moral y material de la mujer Por lo tanto, Unwin expresa que entre la angustia suicida que provoca minimizar las necesidades sexuales y el extremo opuesto del desorden social por incontinencia sexual, debería hallarse una vía razonable que constituyera la solución del grave problema. O sea la eliminación de la «surplus repression» de que habla Marcuse.

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En una encuesta citada por el sociólogo J. L Simmons en su libro
Desviaciones,
se establece que los homosexuales son objeto de un rechazo considerablemente mayor por parte de la gente que los alcohólicos, jugadores compulsivos, ex presidiarios y ex enfermos mentales.

En
Hombre, moral y sociedad,
J. C. Flugel dice al respecto que quienes en la infancia se han identificado a fondo con figuras paternas o maternas de conducta muy severa, al crecer abrazarán causas conservadoras y les fascinará un régimen autoritario. Cuanto más autoritario el líder más confianza les despertará, y se sentirán patrióticos y muy leales al luchar por el mantenimiento de las tradiciones y las distinciones de clase, así como de los sistemas educacionales de rígida disciplina y de las instituciones religiosas, mientras que condenarán sin piedad a los anormales sexuales. En cambio, aquellos que en la infancia de algún modo rechazaron —a nivel inconsciente, emotivo o racional— dichas reglas de conducta de los padres, favorecerán las causas radicales, repudiarán las distinciones de clase y comprenderán a quienes tienen inclinaciones poco convencionales, por ejemplo los homosexuales.

Por su parte, Freud, en «Carta a una madre norteamericana», dice que la homosexualidad si bien no es una ventaja tampoco debe considerarse motivo de vergüenza, ya que no es un vicio ni una degradación, ni siquiera una enfermedad; tan sólo resulta una variante de las funciones sexuales producida por un determinado detenimiento del desarrollo sexual. En efecto, Freud juzga que la superación de la etapa de «perversión polimorfa» del niño —en la que están involucrados impulsos bisexuales—, debido a presiones socioculturales, es un signo de madurez.

En esto disienten algunas escuelas actuales del psicoanálisis, las cuales entrevén en la represión de la «perversión polimorfa» una de las razones principales de la deformación del carácter sobre todo la hipertrofia de la agresividad. En cuanto a la homosexualidad misma, Marcuse señala que la función social del homosexual es análoga a la del filósofo crítico, ya que su sola presencia resulta un señalador constante de la parte reprimida de la sociedad.

Sobre la represión de la perversidad polimorfa en Occidente, Dennis Altman, en su libro ya citado, dice que los dos componentes principales de dicha represión son por un lado la eliminación de lo erótico de todas las actividades humanas que no sean definidamente sexuales, y por otro lado la negación de la inherente bisexualidad del ser humano: la sociedad asume sin detenerse en reflexión alguna, que la heterosexualidad es la sexualidad normal. Altman observa que la represión de la bisexualidad se lleva a cabo mediante la implantación forzada de conceptos histórico-culturales prestigiosos de «masculinidad» y «feminidad», los cuales logran sofocar los impulsos de nuestro inconsciente y aparecer en la conciencia como única forma de conducta, al mismo tiempo que logran mantener a lo largo de siglos la supremacía masculina En otras palabras, roles sexuales claramente delineados que se van aprendiendo desde niños. Además, sigue Altman, ser macho o hembra queda establecido, ante todo, a través del otro: los hombres sienten que su masculinidad depende de su capacidad de conquistar mujeres, y ias mujeres sienten que su realización puede solamente obtenerse ligándose a un hombre. Por otra parte, Altman y la escuela marcusiana condenan el estereotipo del hombre fuerte que se les presenta a los varones como modelo más deseable a emular; ya que dicho estereotipo propone tácitamente la afirmación de la masculinidad mediante la violencia, lo cual explica la vigencia constante del síndrome agresivo en el mundo. Por último, Altman señala la falta de forma alguna de identidad para el bisexual en la sociedad actual, y las presiones que sufre de ambos lados, puesto que la bisexualidad amenaza tanto a las formas aburguesadas de vida homosexual exclusiva como a los heterosexuales, y esta característica explicaría el por qué la bisexualidad asumida es tan poco común.Y en cuanto al conveniente, pero sólo ideal —hasta hace pocos años—, paralelismo entre las luchas de liberación de clases y las de liberación sexual, Altman recuerda que a pesar de los desvelos de Lenin a favor de la libertad sexual en la URSS, por ejemplo el rechazo de legislación anti-homosexual, estas leyes fueron reintroducidas en 1934 por Stalin, y el prejuicio contra la homosexualidad como una «degeneración burguesa» se afianzó así en casi todos los partidos comunistas del mundo.

En otros términos comenta Theodone Roszak, en su obra
El nacimiento de una contracultura,
el movimiento de liberación sexual. Allí expresa que la mujer más necesitada, y desesperadamente, de liberación, es la «mujer» que cada hombre lleva encerrada en los calabozos de su propia psiquis. Roszak señala que sería ésa y no otra la siguiente forma de represión que es preciso eliminar y lo mismo en lo que respecta al hombre maniatado que hay dentro de toda mujer. Y Roszak no duda de que todo ello significaría la más cataclismática reinterpretación de la vida sexual en la historia de ¡a humanidad, ya que replantearía todo lo concerniente a los roles sexuales y al concepto de normalidad sexual vigente en la actualidad.

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La calificación de perversidad polimorfa que Freud da a la libido infantil —referida a la indiscriminación del bebé para gozar de su cuerpo y del de los demás—, es también aceptada por estudiosos de más recientes promociones como Norman O. Brown y Herbert Marcuse. La diferencia de éstos con Freud, ya apuntada, consiste en que Freud considera positivo que la libido se sublimice en parte y se canalice por vías exclusivamente heterosexuales, y definidamente genitales, mientras que los pensadores más recientes consideran y hasta propician un regreso a la perversidad polimorfa y a la enotización más allá de la sexualidad meramente genital.

De todos modos, la civilización occidental, afirma Fenichel, impone a la niña o al niño los modelos de su madre o su padre, respectivamente, como únicas identidades sexuales posibles. La probabilidad de orientación homosexual, según Fenichel, es tan to mayor cuanto más se identifique la criatura con el progenitor de sexo opuesto, en vez de acontecer lo común. La niña que no halla satisfactorio el modelo propuesto por su madre, y el niño que no halla satisfactorio el modelo propuesto por su padre, estarían entonces expuestos a la homosexualidad.

Aquí es conveniente señalar los trabajos recientes de la doctora danesa Anneli Taube, como
Sexualidad y revolución,
donde expresa que el rechazo que un niño muy sensible puede experimentar con respecto a un padre opresor —símbolo de la actitud masculina autoritaria y violenta—, es de naturaleza consciente. El niño, en el momento que decide no adherirse al mundo que le propone ese padre —la práctica con armas, los deportes violentamente competitivos, el desprecio de la sensibilidad como atributo femenino, etc.—, está tomando una determinación libre, y más aún, revolucionaria, puesto que rechaza el rol del más fuerte, del explotador Ahora bien, ese niño no podrá vislumbrar en cambio que la civilización occidental, aparte del mundo del padre, no le proporcionará otro modelo de conducta, en esos primeros años peligrosamente decisivos —de los 3 a los 5 años sobre todo— que el de su madre. El mundo de la madre —la ternura la tolerancia las artes— le resultará mucho más atractivo, sobre todo, por la ausencia de agresividad; pero el mundo de su madre, y aquí es donde la intuición del niño fallaría, es también el de la sumisión, puesto que ella forma pareja con un hombre autoritario, el cual sólo concibe la unión conyugal como una subordinación de la mujer al hombre. En el caso de la niña que decide no adherirse al mundo de la madre, la actitud se debe en cambio a que rechaza el rol de la sometida, porque lo intuye humillante y antinatural, sin imaginar que excluido ese rol, la civilización occidental no le propondrá otro que el del opresor Pero el acto de rebelión de esa niña y ese niño resultaría una muestra de valentía y dignidad, indiscutible.

La doctora Taube se pregunta por otra parte, por qué este desenlace no es más corriente aún, siendo la pareja occidental, en general, un exponente de explotación. Aquí introduce dos elementos que juegan como amortiguadores: el primero se presentaría cuando en un hogar la esposa es —por falta de educación, de inteligencia, etc.— realmente inferior al esposo, lo cual haría parecer más justificable la autoridad incontestada de aquél; el segundo elemento estaría constituido por el tardío desarrollo de la inteligencia y sensibilidad del niño o niña, lo cual no le permitiría captar la situación. En esta observación está implícito que si por el contrario en un hogar el padre es muy primitivo y la madre muy refinada pero sometida, el niño muy sensible y precozmente inteligente casi por fuerza eligirá el modelo materno.Y respectivamente, la niña lo rechazará por arbitrario.

En cuanto al interrogante de por qué en un mismo hogar se dan hijos homosexuales y heterosexuales, la doctora Taube dice que en toda célula social se tiende al reparto de roles, y así resultaría que uno de los hijos se haría cargo del conflicto de los padres y dejaría a los hermanos dentro de un cuadro ya algo neutralizado.

Ahora bien la doctora Taube, después de valorizar el motor primero de la homosexualidad y señalar su característica de inconformismo revolucionario, observa que la ausencia de otros modelos de conducta —y en esto coincide con Altman y su tesis sobre lo poco común de la práctica bisexual en razón de la falta de modelos de conducta bisexual a la vista— hace que el futuro homosexual varón, por ejemplo, después de rechazar los defectos del padre represor; se sienta angustiado por la necesidad de identificación con alguna forma de conducta y «aprenda» a ser sometido como su madre. El proceso de la niña sería el mismo, reniega de la explotación y por eso odia ser como su madre sometida, pero las presiones sociales hacen que poco a poco «aprenda» otro rol, el de su padre represor.

Desde los 5 años hasta la adolescencia se produce en estos niños y niñas «diferentes» un oscilar de su bisexualidad original. Pero, por ejemplo, la niña «masculinizada» por su identificación con el padre, aunque se sienta atraída sexualmente por un varón, no aceptará el rol de muñeca pasiva que le impondrá un varón convencional, se sentirá incómoda y cultivará como único modo de superar su angustia, un rol diferente que sólo admitirá juego con mujeres; en cuanto al niño «feminizado» por su identificación con la madre, aunque se sienta sexualmente atraído por una niña, no aceptará el rol de asaltante intrépido que le impondrá una hembra convencional, se sentirá incómodo y cultivará un rol diferente que sólo admitirá juego con hombres.

Anneli Taube interpreta así la actitud imitativa practicada hasta hace poco por los homosexuales en alto porcentaje, actitud imitativa ante todo de los defectos de la he- terosexualidad. Era característica de los homosexuales varones el espíritu sumiso, conservador amante a todo coste de la paz, sobre todo a coste de la perpetuación de su propia marginación, mientras que era característica de las mujeres homosexuales su espíritu anárquico, violentamente disconforme, aunque básicamente desorganizado. Pero ambas actitudes resultaban no deliberadas, sino compulsivas, impuestas por un lento lavado cerebral en el que intervenían los modelos de conducta heterosexual burgueses, durante infancia y adolescencia, y posteriormente, al asumir la homosexualidad, los modelos «burgueses» de homosexualidad.

Este prejuicio, u observación justa, sobre los homosexuales, hizo que se los marginara en movimientos de liberación de clases y en general en toda acción política. Es notorio la desconfianza de los países socialistas por los homosexuales. Mucho de esto —afortunadamente, acota la doctora Taube—, empezó a cambiar en la década de los sesenta, con la irrupción del movimiento de liberación femenina, ya que el consiguiente enjuiciamiento de los roles «hombre fuerte» y «mujer débil» desprestigió ante los ojos de los marginados sexuales esos modelos tan inalcanzables como tenazmente imitados.

La posterior formación de frentes de liberación homosexual sería una prueba de ello.

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