Read El bastión del espino Online
Authors: Elaine Cunningham
—¡Piedras! —volvió a maldecir Ebenezer. Se colocó de nuevo el cincel en el cinto y se dispuso a seguir a los tres intrusos.
Algorind se apresuró a llevar de regreso a Summit Hall el cuerpo de su camarada dignamente cubierto y dispuesto en una litera que el propio Algorind había construido con ramas. Tener que arrastrar aquel fardo le supuso invertir más tiempo en el trayecto y la ceremonia de inducción había empezado ya cuando Algorind alcanzó las puertas del monasterio.
La oscuridad envolvía las montañas y las piedras color de arena de los muros exteriores parecían fundirse con el terreno. Si no hubiese sido por las luces brillantes que despedía la capilla y su propio conocimiento al detalle de la zona, Algorind no habría llegado jamás al monasterio. Muchos viajeros solían pasar junto a la torre de vigilancia sin llegar a ver siquiera el monasterio, lo cual no dejaba de sorprender a Algorind teniendo en cuenta el tamaño del complejo.
El vigilante de la puerta, un joven y robusto paladín que a menudo hacía de compañero de entrenamientos de Algorind, miró a su amigo de arriba abajo.
—Has conocido combate —comentó con un tono de envidia en la voz.
—Orcos. —Algorind se encogió de hombros en un gesto de desprecio hacia aquellas criaturas y luego señaló la litera inclinada—. Cayeron sobre este mensajero.
Han recibido la justicia de Tyr, pero no llegué a tiempo de salvar a este hombre valeroso.
—Ya me ocuparé de él, hermano. Se te necesita en la capilla.
El paladín se quitó la impoluta túnica azul y blanca y se la tendió a Algorind. El joven aceptó agradecido el préstamo y se puso enseguida la vestimenta. Los dos hombres tenían una talla similar, sobrepasaban unos centímetros el metro ochenta, y tenían los músculos bien cincelados por el entrenamiento constante con la espada, la lanza y el báculo. Algorind se mesó con la mano los cabellos rizados que llevaba muy cortos y se apresuró a ir a la capilla que, junto con el campo de entrenamiento, dominaba la existencia en Summit Hall.
Se detuvo ante la entrada de arcadas. Sus hermanos estaban en aquel momento entonando un hermoso e inolvidable canto que exaltaba la justicia de Tyr y el coraje de los hombres jóvenes que habían elegido su camino. Aquello significaba que la ceremonia estaba a punto de finalizar.
Algorind sintió una punzada de remordimiento. Había visto cómo los hombres eran investidos con anterioridad, pero nada lo emocionaba ni lo inspiraba más que aquella ceremonia sagrada. Era su sueño, y durante toda su vida había vivido ansiando presenciar un momento como aquél. El hecho de asistir a una investidura le hacía sentirse mucho más próximo a su objetivo. Muchas cosas habían conducido a aquel momento: años de entrenamiento con armas y devociones, el anhelo de ser paladín, las pruebas rigurosas, la noche en vela de oraciones en la capilla, el ritual del baño y la investidura con vestimentas blancas y una nueva túnica. Algorind todavía seguía el entrenamiento y pasaría un año o más hasta que pudiera conseguir el grado de paladín.
Se detuvo cerca de la puerta abierta, con la cabeza baja en actitud reverente, mientras Mantasso, el Señor Supremo Abbot, un corpulento guerrero que a pesar de su rango todavía ejercía de entrenador de combate de los acólitos, oraba por obtener la bendición de Tyr. La ceremonia de la investidura, el acto de conceder una espada y el dibujo de sangre como símbolo de que la vida quedaba supeditada al servicio, corría a cargo del Maestro Laharin Barba Dorada. Era una ceremonia antigua que transmitía honor por el roce de una espada pero que los Caballeros de Samular llevaban a cabo con más solemnidad de lo que sugerían las historias románticas de caballería. Algorind contempló con gran deferencia y anhelo cómo el paladín de porte regio llevaba a cabo la ceremonia final de investidura y cómo aceptaba a su vez la espada de cada joven paladín mientras les recordaba que sus vidas quedarían supeditadas al servicio de Tyr.
Finalmente, los jóvenes paladines envainaron sus nuevas armas, teñidas todavía por su propia sangre, y se incorporaron como nuevos Caballeros de pleno derecho de la Orden.
Volvió a resonar el himno, pero esta vez henchido con una nota de exultación.
Algorind se unió al canto con todo su corazón y se mezcló con sus hermanos para salir de la capilla.
Casi de inmediato corrió por todo el recinto la noticia del mensajero que había sido asesinado y Algorind fue llamado al despacho de Laharin para que presentara su informe.
Algorind se acercó a toda prisa al alcázar, el ancho edificio que dominaba el extremo norte del complejo, y subió la escalera que conducía a la torre donde se hallaba el refugio sagrado del Maestro, un espacio circular amueblado con sencillez, e incluso con austeridad. El único toque de color de la sala era el vivido tono amarillo del bigote de Laharin Barba Dorada y su lacio cabello. El Maestro estaba sentado en un banco de madera de respaldo alto tras una mesa de madera pulida. Las sillas que flanqueaban la mesa por los lados y por delante no habían sido elegidas por la comodidad de su diseño y no había tapices que suavizaran la frialdad de las paredes de piedra. En un estante se apilaban volúmenes que describían las hazañas cumplidas, así como una única hilera de libros polvorientos. Un par de ventanucos altos y estrechos y un trío de cirios achaparrados proporcionaban luz suficiente para ver, aunque no para leer. La erudición no era una virtud que se despreciase exactamente, pero tampoco se consideraba una virtud de los caballeros de la Orden.
Algorind se introdujo en la estancia cuando le dieron permiso y se sentó en una de las sillas que había frente al Maestro Laharin. Hizo un gesto de asentimiento respetuoso hacia los demás hombres que flanqueaban al paladín: Mantasso y dos de los sacerdotes de mayor categoría, además de tres paladines de mayor edad, incluido sir Gareth Cormaeril, un nombre y paladín de gran fama, retirado del servicio activo de los Caballeros de Samular tras sufrir una grave herida treinta años atrás. A pesar de sus heridas y de haber sido obligado a llevar una vida inactiva, el anciano era corpulento y todavía fuerte. Había llegado a la fortaleza aquella misma mañana, poco después de que Algorind saliera de patrulla, tras dos días de viaje a caballo que habrían agotado a hombres más jóvenes. En aquel momento, ejercía de consejero de mayor edad, vestido con un solemne traje azul oscuro, la barba blanca cuidadosamente recortada y los brillantes ojos azules incisivos y vigilantes.
Los hombres escucharon con atención el informe de Algorind.
—Has hecho bien —admitió Laharin cuando hubo concluido, una alabanza un poco extravagante en boca del Maestro de paladines—. Sin embargo, la tarea que recae ahora sobre nosotros es más difícil que tus proezas con las armas.
—No es un asunto fácil —admitió sir Gareth—. Nuestro hermano Hronulf creyó durante muchos años que su familia había muerto, pero ahora nos enteramos de que tiene un hijo. A menos que ese hijo perdido, nada más y nada menos que un sacerdote de Cyric, acepte la gracia de Tyr, poco podremos hacer por él. Esa niña, sin embargo, es otro asunto.
Mantasso cruzó sus rollizos brazos y contempló al caballero de arriba abajo.
—El mensaje dice que la chiquilla ha sido criada a salvo, que es feliz con la familia que la acogió cuando era bebé y que desconoce el maligno destino que ha elegido su padre. ¿Tenemos derecho a molestarla?
—No sólo tenemos derecho, sino que es nuestra obligación —repuso Laharin con toda seriedad—. Por supuesto, debe se acogida para que la Orden la cuide y la instruya, y la posibilidad, aunque sea remota, de que conserve en su poder uno de los Anillos de Samular añade urgencia al asunto. La pregunta es ¿cómo proceder?
—Si me lo permitís, Maestro Laharin, diría que la respuesta la tenemos justo delante —intervino sir Gareth en tono cortés—. ¿Qué os parece ese muchacho? He oído decir que es lo mejor y más destacable de la cosecha y está más que dispuesto a emprender su camino como paladín. Encargadle la tarea de encontrar a la muchacha y el anillo.
El corazón le latió una vez, y luego otra, antes de que Algorind se diera cuenta de que estaban hablando de él. ¡Estaban hablando de concederle una misión de paladín!
¡No esperaba que le concedieran un honor semejante hasta al cabo de un año por lo menos!
—Veo que estás dispuesto —comentó Laharin en tono seco mientras examinaba el rostro entusiasta de Algorind.
—¡Más que dispuesto! Agradecido estoy, señores, de poder servir a Tyr y a su sagrada Orden, de esta forma o de cualquier otra.
—Está ansioso, de eso no cabe duda —murmuró Mantasso. El corpulento sacerdote se movió impaciente en la silla, lo cual provocó un inquietante crujido de protesta de la madera—. Antes de que continuéis, tengo que dar mi opinión de este asunto.
—Por supuesto —admitió Laharin en un tono de voz controlado—. ¿Por qué tendría que ser este asunto diferente de los demás?
Algorind parpadeó, atónito, ante aquella señal de desarmonía entre los Maestros.
Mantasso, que había estado examinándolo con atención, percibió su reacción y sacudió la cabeza presa de la exasperación.
—No querría faltar al respeto a ninguno de los presentes —confesó el sumo sacerdote—, pero este joven pertenece al clero, no a la orden militar. ¿No es obligación de todos los sirvientes de Tyr utilizar todos nuestros recursos a su servicio? ¿Todos?
Algorind posee erudición e idiomas, una mente despierta y gran potencial tanto para la enseñanza como para el liderazgo. Sus conocimientos sobre cartografía son notables y es un hombre de hablar fluido y correcto. En el clero, puede llegar lejos y hacer una gran labor para influir en mucha gente a favor de la causa de Tyr. Pero ¿cuántos paladines llegan a cumplir los treinta inviernos? ¿O incluso los veinticinco? ¡Quizá dos o tres de cada centenar! Vosotros, venerables caballeros de esta sala, no sois lo habitual sino una rara excepción a la norma.
—Y Algorind, ¿acaso no es excepcional? —replicó Laharin—. Somos plenamente conscientes de los dones que posee este joven como paladín y su potencial. La Orden necesita hombres de su talento y dedicación. El asunto queda zanjado. —Se volvió hacia Algorind—. Tienes una obligación, hermano. Intenta cumplirla bien.
Algorind se puso de pie, demasiado regocijado para poder hablar, e hizo una profunda reverencia al Maestro. Salió del estudio dispuesto a cumplir con su misión, plenamente consciente de que nada podía superar la gloria de aquel momento.
Sir Gareth salió tras él y lo llamó para que se detuviera. El afamado paladín estrechó la mano de Algorind con ambas manos como si Algorind fuera ya un caballero hecho y derecho, pero no se detuvo ahí sino que siguieron caminando juntos mientras sir Gareth le ofrecía consejos y asesoramiento y lo instruía sobre los pasos que debía seguir cuando rescatara a la chiquilla.
Aquella camaradería significaba más honor del que jamás habría soñado Algorind.
Escuchó con atención, almacenando en su bien entrenada memoria todos y cada uno de los detalles. En cuanto Algorind tuvo la bolsa preparada y el caballo blanco a punto, sir Gareth proclamó que estaba listo para partir.
—Vas a aportar grandes honores a la Orden, hijo mío —le aseguró el anciano con una amable sonrisa—. Recuerda las virtudes de todo caballero: coraje, honor, justicia. A ellas, añado una más: discreción. Este asunto es muy delicado. Es importante que no cuentes a nadie lo que estás haciendo. ¿Me lo prometes?
Casi mareado por la excitación, el culto a la heroicidad y el fervor sagrado, Algorind hincó una rodilla en el suelo ante el paladín.
—En este asunto, como en todo lo demás, sir Gareth, haré lo que me ordenáis.
A Bronwyn le costó casi dos días dar con el paradero de Malchior. Primero, tuvo que encontrar e interrogar a los agentes Arpistas que habían actuado a las órdenes de Danilo para impedir que los hombres de Malchior la siguieran, lo cual no era una tarea fácil porque la privacidad era un hábito profundamente arraigado entre los Arpistas, y muchos se sentían reticentes a compartir secretos incluso entre ellos. Por fortuna, uno de los seguidores de Danilo apodado Listo era un halfling con pretensiones musicales; la copla que compuso sobre el suceso, en la que por supuesto hacía dramático hincapié en su propia participación, corrió de taberna en taberna y se oyó en todos los puntos de reunión de los juglares. Alice Hojalatera escuchó la canción en su noche libre y llevó hasta Bronwyn no sólo la información sino al propio halfling, que protestaba abiertamente.
El relato de Listo, desprovisto de todo recurso retórico, sirvió de poca ayuda. El sacerdote había desaparecido dejando en el aire una nubecilla de acre humo púrpura.
Bronwyn escudriñó la ciudad, recurrió a todos los puntos de información de que disponía y se endeudó a favores hasta tal extremo que, si hubiese tenido que equilibrar la balanza, habría estado ocupada hasta que cayeran las primeras nieves. No obstante, al final sus esfuerzos se vieron recompensados y acabó conociendo a un elfo que poseía recursos amplios y una reputación sumamente oscura.
—Estás en deuda conmigo —le dijo innecesariamente el elfo mientras le tendía un rollo de pergamino.
Bronwyn esbozó una mueca mientras cogía el papel, imaginando el tipo de pago que aquel contacto en particular le exigiría. Al desplegar el pergamino, soltó un silbido de admiración. Eran los planos de una villa de tamaño medio en los que con una letra pequeña y apretada el elfo había anotado las protecciones mágicas, las puertas ocultas, alcobas ocultas para vigilantes y demás secretos celosamente guardados. Alzó la vista, recelosa, hacia su benefactor.
—¿Cómo has conseguido esto?
Le dedicó una desdeñosa sonrisa.
—Querida mía, soy propietario de ese edificio. Como el hombre que buscas ha pagado el alquiler por adelantado, puedes hacer lo que desees con él, pero ten cuidado con el mobiliario y no manches de sangre las alfombras.
—Haré lo que pueda —repuso, secamente. Tras intercambiar unos cuantos comentarios graciosos más con el elfo, se marchó rumbo al distrito Norte.
Por la noche, aquel distrito era tranquilo porque la mayoría de sus acomodados residentes o bien estaban ocultos tras los muros de sus mansiones o bien habían salido en busca de placeres a lugares más bulliciosos de la ciudad. Mientras caminaba por las anchas avenidas adoquinadas, se preguntó cómo reaccionarían los habitantes del vecindario más tradicional de Aguas Profundas si supieran que un sacerdote de Cyric se hallaba entre ellos. Probablemente, su respuesta se asemejaría a la del elfo: si el sacerdote pagaba sus deudas y se mantenía en asuntos de su incumbencia, no suponía ninguna amenaza real.