Authors: Manuel Vázquez Montalbán
—Debajo de esa grasa tiene usted una contextura de atleta.
En cuanto a Amalia, a pesar de su redondez aparente, tiene lo que el profesor llama «elasticidad interior» y se acerca a los cánones gimnásticos bajo el aplauso del mentor y algún que otro comentario ensalzador.
—Muy bien, Amalia. Duro con ese culo, Amalia. A por él.
Una de las recomendaciones más constantes y no siempre atendidas era que, de mañana, los pacientes se dejaran conducir a un paseo por las orillas del Sangre, más allá del salto del Niño Moro, cuando el río meandrea, fingiendo anchuras que sólo le permiten los tiempos de deshielo. Hay que elegir entre una pronta comprobación en la báscula de los gramos perdidos en un día de ayuno, las recomendaciones rutinarias de frau Helda a alguna de sus enfermeras y ese paseo que devuelve al balneario una hilera conventual cansada pero feliz por tan madrugadora depredación de los encantos gratuitos de la naturaleza. La expedición ha seguido la orilla del río a buen paso, tras la estela del profesor. En tiempos de mayor prosperidad, Faber and Faber disponía de un profesional para cada tarea asistencial, pero tras la crisis del petróleo, sin que nadie pudiera precisar qué secos canales energéticos dejaran de abastecer el próspero negocio de la salud, la gerencia de El Balneario ha ido prescindiendo del personal y concentrando en los supervivientes diferentes funciones. Así, el profesor de gimnasia es también el guía del primer paseo del alba y el dirigente de una vasta y dura excursión de domingo, monte arriba, en busca de cuatro horas de andadura por caminos que ni siquiera darían cabida a un buen carro. La excursión dominguera es una comprobación semanal de la tesis del doctor Gastein, según la cual el cuerpo humano es un motor torpe, lento inicialmente, pero que crea su propia motivación, y así los excursionistas empiezan reticentes, desganados y desde el bajo tono muscular van alcanzando progresivas cotas de superación excursionista y acaban volando sobre los peñascos, los unos en busca del placer del propio cansancio, los otros deseosos de acabar cuanto antes una excursión pesada. La reflexión de Carvalho sobre la necesidad de sacar el máximo partido a la inversión que representa una estancia en el balneario preside muchas decisiones sublimes de escaladores dispuestos a cansarse porque han pagado para ello. Han invertido en cansancio, en expiación de culpas por placeres prohibidos por algún código interno de su propio cuerpo y, más que masoquismo, la obsesión autodestructiva de los excursionistas traduce el alma burguesa de no gastarse ni un doblón sin recibir nada a cambio. Por más que pregone el profesor la necesidad de mantener un ritmo desde el principio al fin, mediada la caminata la vanguardia atlética fuerza el ritmo y se despega inexorablemente de la tropa más vieja o más gorda, aunque a veces entre la vanguardia figure algún peso pesado impulsado por la propia desesperación de acabar cuanto antes con el expediente o por la convicción íntima de que su propio peso es una convención cultural y que esa alma delgada que todos los gordos llevan dentro es al fin la que da sentido y mecánica a una marcha ligera. Es decir, algunos comprueban en vida esa sospecha de que una vez muertos, el alma se libera del cuerpo, levita por la habitación y presencia el amortajamiento y los pésames, sin que se sepa cuánto tiempo se le concede a tan crítico distanciamiento. Los gordos ágiles son los más temibles agentes destructores del ritmo de una excursión pensada para un sedentario medio o sedentario tipo, según frase afortunada de Gastein. Y aquel domingo el papel de gordo provocador lo desempeñó Tomás, el quesero, impulsado por el deseo de demostrarle a Amalia la juventud de sus músculos ocultos y de llegar cuanto antes al balneario para sumergirse en la piscina caliente y sulfurosa. Como a Carvalho le molestaban las excursiones corporativas imaginativamente, forzó también el paso para dejar atrás cualquier posibilidad de identificarse con el rebaño y comprobó que se ponía a su estela el vasco, el matrimonio suizo y el coronel, que con los ojos cerrados y un braceo tan acompasado como su caminar demostraba una vieja cultura de marcha monte arriba. No estaba dispuesto en cambio el general Delvaux a hacer ningún esfuerzo por encima de sus deseos y disimuló su deserción interrogando al profesor sobre el nombre castellano de la variada flora de la comarca, sin que sirvieran las llamadas mudas o sonoras del ex coronel Villavicencio para que compitiera con los que abrían la marcha. Consciente de que la representación militar caía exclusivamente sobre sus espaldas, Villavicencio se pegó al pelotón de cabeza no sólo porque el cuerpo se lo pedía, sino también por si en su momento era necesario asumir el mando en el caso de que surgiera alguna complicación no prevista por los civiles. Media hora después, el cerro cárdeno al que aspiraba la expedición era coronado en primera posición por el joven comerciante, seguido a poca distancia por Carvalho, Helen y Karl y el coronel, que se reservó la última posición porque la mujer llevaba shorts y tenía unas piernas tan bien torneadas como el largo cuello y la cola de caballo dorada que lamía sus espaldas al vaivén de sus pasos ligeros y sabios. Desde la posición de Villavicencio, las piernas de Helen eran de una carnosidad dorada y contenida; en cambio, desde la adelantada posición de Carvalho, eran dos elementos indispensables para que los senos exactos se le movieran bajo la blusa de punto como dos frutos del trópico europeo, de ese trópico secreto que la cultura europea ha conseguido convertir en una abstracción. Y a veces la contemplación desde la retaguardia del coronel se encontraba con la contemplación desde la vanguardia de Carvalho y entre los dos dibujaban un deseo unitario y una cierta complicidad que sólo una mujer extranjera y dorada podría establecer entre Carvalho y un militar. Parecía el pelotón de cabeza ya definitivamente conformado cuando mistress Simpson forzó el paso desde el grupo seguidor en el que también figuraba el profesor de gimnasia y dejó clavados a sus acompañantes y sin capacidad de reacción. Subía la septuagenaria como una atleta checa en busca de un lugar en el podio y una ansiosa alarma cundió entre los avanzados, que forzaron a su vez la marcha para que mistress Simpson no tomara contacto con ellos. Pero la tenacidad de la vieja ya había decidido la cuestión y aprovechó el paro psicológico dictado por la llegada a la cumbre para darles alcance y no contenta con ello rebasarles e iniciar a buena marcha el descenso. Contribuyó a que tomara distancia la vacilación del excesivamente joven tendero, anclado en la duda sobre si debía disputar o no a la anciana la ilusión de ganar la carrera y la pasajera desgana atlética de Helen, empeñada en rehacer su cola de caballo, para lo que tuvo que descomponerla y dejar a sus acompañantes interesados por la lenta libertad con que sus cabellos dorados recuperaron la dimensión de su cabeza y le lamieron los pómulos de melocotón y el cuello de ave del paraíso. Pero asumida la vacilación del joven Tomás y ante la irritación con que Karl acosaba con sus ojos dentados las miradas del coronel y Carvalho sobre su mujer, Villavicencio se lanzó en persecución de la vieja y tras él todos los demás, sin que valieran las protestas de Helen porque se le había caído un pasador. Mistress Simpson ganaba distancia y les devolvía de vez en cuando su rostro especialmente maquillado para las excursiones domingueras: medias pestañas postizas, colorete beige sobre los pómulos y un fondo general color harina de arroz para el mapa físico de su cara. Una sonrisa de provocación ponía al descubierto sus lujosos dientes postizos, cuyo blanco contrastaba con el amarillo de sus ojos, y se diría que reía sarcásticamente por la sorpresa y el desconcierto de sus seguidores. Tal vez hubiera dado el coronel alcance a la evadida de no haberse torcido el tobillo al poner el pie sobre lo que creía roca firme y era sólo canto rodado en transición, y mientras se cagaba en diez y se apretaba el tobillo entre las manos, comprobó que sus compañeros de persecución pasaban por encima de su dolor y se lanzaban cual lebreles en pos de la vieja. Por si faltara algo, fue alcanzado el cojeante coronel por los
sedentarios tipo
y tuvo que soportar la filosofía gimnástica pragmática del profesor en todo lo que quedaba de camino, así como una serie de consejos que partían del supuesto de que sus tobillos ya no eran lo que quizá alguna vez habían sido.
—Yo me hacía diez kilómetros de marcha con un saco terrero sobre mis espaldas —proclamaba el coronel, mientras sus ojos perseguían la ya lejana lucha en la cabeza, donde codeaban los cuatro seguidores de mistress Simpson, apenas un punto de color lila en el horizonte de descenso.
Movía la vieja todo el cuerpo como si fuera una máquina que hubiera escapado a su propio control y a dos kilómetros del balneario volvió la cabeza para ver que sólo la amenazaban Carvalho y el vasco, seguidos a suficiente distancia por Helen y Karl, protagonistas de una discusión compatible con la continuidad de tan obsesa carrera. Segura de sus fuerzas, mistress Simpson mantuvo la marcha y trató de encontrar una frase a la vez condescendiente y triunfal con la que apabullar a sus seguidores cuando hubiera confirmado su derrota. Era el vasco el más empeñado en darle alcance y estimulaba a su compañero de persecución:
—¡No hay que dejarla ganar! Esa vieja mojama americana se va a cachondear de todos nosotros. Aún hay clases.
—Yo no corro por cuestiones patrióticas.
—No se plantee por qué corre y corra, que nos van a pasar la mano por la cara.
Pero la suerte parecía echada. Quinientos metros separaban a la viuda de su victoria cuando un alarido infra o suprahumano paralizó el resuello del valle. Se detuvo mistress Simpson, sus seguidores, los rezagados. Las únicas figuras en movimiento eran las de Helen y su marido. Ella trataba de retenerle. Él pugnaba por soltarse mientras gritaba como un indígena de países peligrosos, y ya desprendido de las manos de su mujer, inició una carrera de sprinter hacia la meta, rebasando a los dos hombres semiparalizados por la indecisión, y también fue tardía la reacción de mistress Simpson, que adivinó las verdaderas intenciones del suizo cuando fue rebasada por él y contempló su culo zigzagueante avanzando hacia la meta usurpada. Renegó la vieja y trató de reparar lo irreparable, porque ya Karl traspasaba la puerta del balneario, desaparecía de su vista y se recuperaba del esfuerzo cuando les recibió jadeante y triunfal, sin el menor interés por nada que no fuera esperar la llegada de la bella Helen, abrazarla y balbucear con los ojos risueños: «¡He ganado… he ganado!» «Mi héroe. Mi pequeño», decía la bella Helen mientras acariciaba la cabeza de su marido llena de venas insurgentes y de sudores blandos. El vasco dedicó al suizo una mirada desdeñosa y sólo mistress Simpson expresó su disgusto suficientemente. Le dijo a Karl «Suizo tenías que ser» al pasar por su lado y se encaminó al despacho de la dirección a protestar. Ni los demás ni ella misma sabían de qué.
—Y luego dirán que los españoles estamos chalados o que los vascos somos peligrosos, pero ya ha visto usted a ese suizo comportándose como un niñato histérico porque la vieja iba a ganar la carrera o porque usted y yo íbamos a llegar antes que él. Lo he comentado con la legión extranjera y todos estaban muy divertidos, todos menos mistress Simpson, claro, que ésa es otra, ésa es un Dillinger con faldas. Pero el coronel está indignado, como tiene que ser. Mire lo que le digo, y se lo dice un vasco que aunque paga impuesto revolucionario reconoce que los de ETA tienen más cojones que una estatua, y piensa que cuanto antes dejemos de ser un país ocupado por los españoles, mejor; pues bien, a pesar de todo, a mí el ex coronel ese me cae bien, me parece un
echao palante
de mucho calibre. Un tío que los tiene mejor puestos que una estatua. Cojo y todo se ha ido a por el suizo y le ha dicho que los españoles, donde no llegamos con la mano, llegamos con la punta de la espada y a buen entendedor pocas palabras bastan, ha añadido, aunque inútilmente porque he tratado de traducir la expresión al alemán, al francés y al inglés y no me ha salido. En justo castigo a esa niñería tendríamos que tirarnos a la suiza. ¿Qué le parece a usted la chávala? Yo un día de éstos le echo los tejos y me la llevo a tomar agua mineral en alguna boite de Bolinches. A ésa le pide el cuerpo guerra, aunque disimule con los arrumacos que dedica a ese gigante meón.
Son los minutos de conversación que preceden al inicio de la sesión de noche televisiva. Las comunidades se han dividido y los extranjeros o bien se encierran en la sala de para películas en lengua inglesa o bien juegan al bridge o se van más allá de las montañas, a Bolinches, a consumir las horas que quedan entre el zumo de frutas vespertino y la hora en que el balneario se cierra a cal y canto. Otras veces la gerencia ha programado una serie de actos socioculturales, especialmente pensados para que la colonia extranjera adquiera conocimientos sobre el alma profunda española, y a ese propósito se deben los zapateados que cada miércoles sorprenden desde el salón de arriba a los españoles entregados a los placeres de la televisión. Para esa transfusión cultural, la gerencia de El Balneario recurre casi siempre a Juanito de Utrera,
el Niño Camaleón
, bailarín que en su día cruzó el charco para bailar en las mejores salas de países cuyo nombre no precisaba y realizó innumerables circuitos europeos, dejando en todas partes una huella indeleble de las esencias del baile andaluz. Consciente de que actuaba para un público tan adinerado como selecto, Juanito de Utrera acudía a la cita semanal en compañía de un guitarrista cantaor que traducía al inglés, someramente, el contenido de las canciones que iba a interpretar.
I've walked very hard,
I've walked very hard,
but I didn't find a face like yours.
Por la música, los escasos españoles que asistían a las reuniones de confraternización cultural dedujeron que se trataba de la sevillana con letrilla de García Lorca
lo traigo andado, lo traigo andado, cara como la tuya no la he encontrado
, en una versión tan simplificadora como eficaz, porque los foráneos llegaban a lo más profundo de la propuesta estética y lanzaban algún que otro ole e incluso mistress Simpson, como casi todos habían previsto, se echaba al ruedo y bailaba la danza macabra de éns en una supuesta versión a la andaluza. Pero mistress Simpson era la excepción, atribuida a su ingenua aunque anciana americaneidad, en un contexto de europeos tranquilos que asumían las muestras culturales de El Balneario como un capítulo necesario de su experiencia clínica y que además estaba incluido en el precio. Otra cosa era cuando la propuesta cultural de la gerencia se trataba de un mercadillo de artesanías diversas, expuesto en la recepción o en el salón del piano, del ayuno y del bridge, es decir, el salón donde se producían las manifestaciones sociales y al mismo tiempo donde acudían los ayunantes a beber su vaso de supervivencia, respaldados psicológicamente por un marco evocador del uso exclusivamente lingüístico de la boca. Cuando de mercadillo se trataba, el octavo sentido consumista modificaba incluso la estructura de los cuerpos que pasaban del obligado relajamiento del ayunante a una tensión de animal cazador de oportunidades, además pagadas con una de las monedas más amables de Europa. Bisutería y vestuario informal eran los objetos preferidos y el ámbito de exposición se convertía en pocos segundos en una bolsa donde las ofertas y las demandas provocaban a veces retenciones de líquidos que al día siguiente registraría la báscula. Mercado, y cultura en general, para los extranjeros, porque los españoles, recién asomados a la modernidad, desconfiaban de todo lo que no entendieran inmediatamente, bien y para bien. Todo lo que ponía en evidencia su pereza mental o su ignorancia bien vestida era «un palo», neosignificante prestado por los hijos de los asilados, pero que podía servir, por ejemplo, para sancionar una noche la película de Rossellini, fuera cual fuera, y un reportaje sobre el décimo aniversario de la caída de Saigón. Mientras los hombres se interesaban por el telediario, las mujeres intercambiaban recetas dietéticas que en el futuro les restarían tantos kilos como les sumarían placeres del paladar ahora vedados. Y daba pura lástima contemplar cómo la abundante publicidad de productos alimenticios era acogida con gemidos de impotencia y desesperación por parte de los ayunantes. El trauma del ayuno y de la presumible factura modificaba no obstante la reacción primitiva de lanzarse sobre el televisor para lamer las más amarillas mayonesas o las más fosilizadas galletas y era frecuente que tras la caída en la tentación de la autocompasión, se impusiera un tono de voz que incluía la expiación moral y el complejo de culpa, ampliado hasta el punto de tratar de completar la realidad con el deseo.