El Balneario (34 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

BOOK: El Balneario
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Iba al inicio del viaje silencioso, tras la advertencia del escritor de que lo dejara en el aeropuerto, a cinco kilómetros de Bolinches.

—Me gusta llegar a los aeropuertos con dos horas de anticipación; así les das a esos hijos de puta menos pretextos para que te dejen en tierra.

Pero antes tuvieron que atravesar la barrera de periodistas que seguían montando guardia más allá de la verja: o detenerse o pasar por encima de los cadáveres de chicos y chicas peleones por los primeros reportajes de sus vidas o periodistas viejos, de desguace, tratando de demostrar que aún podían pasar el micrófono por delante de los morros de aquellos barbilampiños pretenciosos. Por la ventanilla abierta se metieron ramilletes de brazos y micrófonos grabadores.

—¿Son clientes de El Balneario?

—¿Qué ha pasado exactamente?

—¿Es cierto que el señor Faber ha sufrido un infarto?

—¿Qué se llevó la expedición americana?

—¿Quién encontró el alijo de heroína?

—¿Estaba relacionada mistress Simpson con la Mafia italiana?

Alguien reconoció a Sánchez Bolín y los micrófonos y las grabadoras abandonaron la ventanilla de Carvalho como aves avisadas de que el grano estaba en otro granero. Sánchez Bolín escuchó todas las preguntas amontonadas y exigió un momento de silencio para poder contestar:

—A mi juicio, por lo que yo he podido entender, todo ha consistido en una falta de sentido de la medida. Llegará un momento en que ustedes comprenderán lo importante que es tener sentido de la medida.

Aprovechó la estupefacción causada para levantar el cristal de la ventanilla e instar con un gesto a Carvalho para que arrancara.

—Estos chicos están perdiendo el tiempo. Deberían inventarse la historia v lodos se lo agradecerían.

Carvalho había bajado hasta El Balneario en coche con la esperanza de entretener las tardes en recorridos por la zona, acercarse a la Costa del Fulgor y a la almadraba abandonada de los califas. Una almadraba que de pronto se quedó sin atunes, como Kelitea se había quedado en Rodas sin aguas termales y algún día El Balneario se quedaría sin su amarilla sangre de aguas azufradas. Pero los acontecimientos habían cambiado todos sus planes y aquel recorrido de regreso era la última oportunidad de aparecer el esplendor del oasis construido por las aguas tintas del río Sangre, en contraste con la brusca sequedad del terreno en cuanto la carretera daba la espalda a las aguas viajeras hacia su propia muerte.

—¿Ha visto usted a los nuevos clientes? —dijo Sánchez Bolín de pronto, cuando Carvalho le creía dormido.

—No.

—Son como los viejos. Estos balnearios son la reserva espiritual de lo más selecto de la vieja derecha española. Creo que necesito de vez en cuando sumergirme en ellos para tener sentido de la medida. Cuando uno vive todo el año entre editores, rojos y seleccionadores nacionales de literatura, corre el riesgo de perder el sentido de la realidad. De pronto me digo: vete al balneario a pasar una temporadita entre reaccionarios. Y me sienta muy bien.

—Esta vez ha sido interesante, pero no agradable.

—Una pasada. Ha sido una pasada. Y además estaba ese horroroso hombre del chandal, horroroso pero digno de estudio. A conservar en cualquier museo del hombre. Yo lo disecaría antes de que muera de mala muerte y no se puedan aprovechar los restos.

De nuevo el silencio y a lo lejos la promesa de Bolinches. No podía faltar mucho para el desvío hacia el aeropuerto y, en efecto, apareció el primer indicador de que estaban a dos kilómetros del cruce. Fue al prestar atención al indicador cuando vio el coche a medio despeñar, empotrado contra una encina voleada por el impacto. Inmediatamente lo reconoció y no hallo las palabras adecuadas para despertar a Sánchez Bolín, definitivamente dormido, o avisarse a sí mismo de que sí, que era cierto lo que veía.

Frenó bruscamente y el cuerpo del escritor se precipitó hacia adelante, instintivamente con una mano adelantada para evitar el golpe contra el parabrisas.

—Pero ¿qué hace usted?

Ya Carvalho había saltado del coche y corría hacia la cuneta para dejarse llevar por su peso hacia el automóvil deportivo de Gastein, tétricamente arrugado y varado en el inicio de la ladera. No fue necesario examinar cuidadosamente el interior. Medio cuerpo de Gastein colgaba por la ventanilla, en el rostro el último sufrimiento eliminaba los trazos de equilibrio y nobleza que había labrado halagosamente durante una vida y la sangre le llenaba la frente con una sombra definitiva y silenciadora. Pero no estaba solo. Helen Frisch, la supuesta Helen Frisch, reaparecía para morir, con el cuello roto y la cabeza caída contra la otra ventanilla, como negándose a ver o aceptar la muerte de Gastein.

Carvalho no pudo evitar una mirada profesional para aquella tumba colgada sobre el precipicio, a la que bastaba darle un empujón para sepultarla en un abismo de distancia y olvido. Alguien había arremetido contra el lateral del coche y había dejado la carrocería arrugada como un papel crujiente, al tiempo que desestabilizaba la dirección y enviaba a Gastein y a Helen a sumarse a la cuenta de muerte y ajuste de cuentas que había vivido El Balneario.

—Ahora sí que está cerrada la historia, Gastein.

Y regresó al coche desde el que Sánchez Bolín examinaba la escena con ojos miopes pero sin duda algo interesados.

—¿Quiénes eran?

—Gastein y Helen, la suiza.

—La suiza. Espléndida mujer.

Tenía ganas de desembarazarse de Sánchez Bolín cuanto antes para pensar por su cuenta y tal vez hacer algo. O no. No hacer nada para pensar por su cuenta en la soledad propicia del coche. Por eso le sonó a ruido molesto el último comentario que haría Sánchez Bolín antes de ser desembarcado en el aeropuerto de Bolinches:

Siete muertos. Inverosímil. Meto yo siete muertos en una novela y me la tira el editor por la cabeza.

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