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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, #Policíaco

El bailarín de la muerte (33 page)

BOOK: El bailarín de la muerte
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—Lo vigilaremos de cerca —Sellito estuvo de acuerdo.

Rhyme también dio su aprobación, no sin reservas. Parecía imposible adelantarse al Bailarín sin la ayuda de aquel hombre. Aunque no había cedido en lo referente a conservar a Percey y Hale en la casa de seguridad, en realidad no sabía que el asesino iba a atacar durante el traslado. Sólo le guiaba la intuición. Del mismo modo, podría haber decidido trasladar a Percey y a Hale y todos podrían haber muerto cuando los conducían a una nueva casa.

La tensión agarrotó su mandíbula.

—¿Cómo crees que deberíamos proceder, Lincoln? —preguntó Sellitto.

Se refería a la táctica y no a las pruebas. Rhyme miró a Dellray, quien se sacó el cigarrillo de detrás de la oreja y lo olió durante un momento.

—Haced que el vagabundo lo llame —dijo finalmente—, tal como convinieron y que trate de sonsacarle lo que pueda. Nosotros prepararemos un coche de señuelo y enviaremos al Bailarín en su persecución. Estará lleno de agentes. Lo paramos de improviso, entre dos vehículos sin placas y lo atrapamos.

Rhyme asintió sin mucho entusiasmo. Sabía que un asalto táctico en una calle de la ciudad era muy peligroso.

—¿Podemos alejarlo de esta parte de la ciudad?

—Podríamos conducirlo hacia el East River —sugirió Sellitto—. Allí hay mucho espacio para una operación de esta naturaleza. Hay muchos aparcamientos antiguos. Podríamos fingir que los queremos trasladar a otro coche. Un doblete.

Estuvieron de acuerdo en que ésa sería la forma menos peligrosa.

Sellitto señaló a Jodie con la cabeza y susurró:

—Está denunciando al Bailarín… ¿qué le daremos? Debería ser algo bueno para que le merezca la pena.

—Dejaremos de lado las acusaciones de conspiración e instigación y colaboración —dijo Rhyme—. Dadle algo de dinero.

—Mierda —exclamó Dellray, a pesar de que se le conocía por su generosidad con los informantes encubiertos que trabajaban para él. Pero al final cedió—. Está bien, está bien. Dividiremos la factura. Dependerá de la codicia del roedor.

Sellitto llamó a Jodie.

—Muy bien, este es el trato. Si nos ayudas, haces la llamada como convinisteis y atrapamos al asesino, olvidaremos todos los cargos y te daremos un dinero como recompensa.

—¿Cuánto? —preguntó Jodie.

—Espera, cabrón, tú no estás de ninguna manera en disposición de negociar.

—Necesito el dinero para un programa de rehabilitación de drogadictos. Necesito otros diez mil. ¿Podría ser?

—¿Cómo andan vuestras reservas? —Sellito miró a Dellray.

—Podríamos estirarnos —dijo el agente—, si vosotros ponéis la mitad. Sí.

—¿De veras? —Jodie reprimió una sonrisa—. Haré todo lo que me pidáis.

Rhyme, Sellitto y Dellray esbozaron el plan. Establecerían un puesto de mando en la planta superior de la casa de seguridad, donde Jodie estaría con el teléfono. Percey y Hale estarían en la planta principal, con agentes que los protegieran. Jodie llamaría al Bailarín y le diría que la pareja acababa de subir a un coche. La camioneta se movería despacio entre el tráfico hasta llegar a un aparcamiento desierto del East Side. El Bailarín la seguiría. Le apresarían en el aparcamiento.

—Muy bien, concretemos los detalles —dijo Sellitto.

—Esperad —ordenó Rhyme. Se detuvieron y lo miraron—. Nos estamos olvidando de lo más importante.

—¿Qué es?

—Amelia examinó la escena del metro. Quiero analizar lo que encontró. Podría decirnos cómo se nos presentará el Bailarín.

—Ya conocemos cómo se presentará, Linc —dijo Sellitto, señalando a Jodie con la cabeza.

—Hazle caso a un viejo inválido, por favor. Ahora Sachs, veamos qué tenemos.

*****

El Gusano.

Stephen andaba por callejones, subía a autobuses, evitaba la policía que veía y al Gusano que no podía ver.

El Gusano, que lo observaba a través de cada ventana de cada calle. El Gusano, que se acercaba más y más.

Pensó en la Mujer y el Amigo, pensó en su trabajo, en cuántas balas le quedaban, en si los objetivos llevarían trajes blindados, a qué distancia dispararía, o si esta vez usaría un silenciador o no.

Pero todos estos dilemas constituían pensamientos automáticos. No los controlaba más de lo que controlaba la respiración, sus latidos o la velocidad de la sangre que corría por su cuerpo.

Sus pensamientos conscientes estaban centrados en Jodie.

¿Qué veía en él que lo hacía tan fascinante?

Stephen no podía decirlo con seguridad. Quizá la forma en que vivía, solo, y al mismo tiempo sin sentir la soledad. Quizá la forma en que llevaba consigo ese pequeño libro de auto-ayuda y deseaba sinceramente salir del hoyo en que se encontraba. O cómo le apoyó cuando Stephen le dijo que se quedara en la puerta y corriera el riesgo de morir.

Stephen se sintió extraño. Él…

¿Cómo te sientes, soldado?

Señor, yo…

¿Extraño, soldado? ¿Qué mierda significa «extraño»? ¿Te estás ablandando?

No, señor, no lo estoy.

No era demasiado tarde para cambiar de planes. Todavía había alternativas. Muchas alternativas.

Pensó en Jodie. En lo que le había dicho. Joder, quizá pudieran tomar un café cuando aquel trabajo terminara.

Podrían ir a un Starbucks. Sería como aquella vez en que habló con Sheila, solo que entonces lo pasaría mejor. Ya no tendría que tomar ese té con sabor a pis, sino verdadero café, el doble de fuerte, como el que hacía su madre por las mañanas para su padrastro, el agua hirviendo exactamente sesenta segundos, dos y tres cuartos de cucharadas soperas al ras por cada taza, sin derramar ni un grano.

¿Estaban la caza y la pesca fuera del programa?

O el fuego de campamento…

Podría decirle a Jodie que abortara la misión. Podría ocuparse solo de la Mujer y el Amigo.

¿Abortar, soldado? ¿De qué estás hablando?

Señor, nada, señor. Estoy considerando todas las eventualidades que conciernen al ataque, tal y como se me ha instruido, señor.

Stephen descendió del autobús y se deslizó por el callejón detrás del parque de bomberos de Lexington. Dejó la bolsa de libros detrás de un contenedor, puso dentro el cuchillo que llevaba en su funda bajo la chaqueta.

Jodie. Joe D…

Evocó sus brazos delgados, la forma en que lo había mirado.

Me alegro de haberte conocido, socio.

Entonces, de repente, Stephen se estremeció. Como en Bosnia, cuando tuvo que zambullirse en un arroyo para evitar que las guerrillas lo atraparan. Era el mes de marzo y el agua estaba casi congelada.

Cerró los ojos y se apoyó en la pared de ladrillos. Olió la piedra húmeda.

Jodie era…

¿Soldado, que mierda está pasando?

Señor, yo…

¿Qué?

Señor, hum…

Escúpelo ya. ¡Ahora, soldado!

Señor, he comprobado que el enemigo utiliza la guerra psicológica. Sus intentos han resultado infructuosos, señor. Estoy listo para actuar según lo planeado.

Muy bien, soldado. Pero ten cuidado.

Stephen se dio cuenta, cuando abrió la puerta trasera del parque de bomberos y se deslizó en su interior, que ya no podría cambiar de planes. Era el tinglado perfecto y no lo podía perder, en especial cuando le ofrecía la posibilidad no solo de matar a la Mujer y al Amigo, sino también a Lincoln el Gusano y a la policía pelirroja.

Miró su reloj. Jodie estaría en su puesto en quince minutos. Llamaría al teléfono de Stephen, que contestaría y oiría la voz aguda del hombre por última vez.

Porque apretaría el botón transmisor que detonaría los 340 gramos de RDX colocados en el teléfono celular de Jodie.

Delegar… aislar… eliminar.

No tenía otra opción.

Además, pensó, ¿de qué podríamos haber hablado? ¿Qué podríamos haber hecho después de terminar nuestro café?

CUARTA PARTE: INGENIO

La capacidad de los halcones para realizar acrobacias aéreas y bufonadas sólo puede equipararse a las payasadas de los cuervos, que parecen volar por el puro placer de hacerlo.

A rage for Fakons,

Stephen Bodio

Capítulo 26: Hora 26 de 45

Esperaba.

Rhyme estaba solo en su dormitorio de la planta superior, escuchando la frecuencia de Special Ops. Estaba muerto de cansancio. Era mediodía del domingo y casi no había podido dormir. Se sentía exhausto por el esfuerzo más arduo de todos: tratar de ser más listo que el Bailarín. Y eso estaba produciendo un grave efecto en su cuerpo.

Cooper estaba abajo, en el laboratorio, efectuando pruebas para confirmar las conclusiones de Rhyme acerca de los últimos movimientos tácticos del Bailarín. Todos los demás se encontraban en la casa de seguridad, incluida Amelia Sachs. Cuando Rhyme, Sellitto y Dellray decidieron cómo responder a lo que creían que sería el próximo movimiento del asesino para matar a Percey Clay y a Brit Hale, Thom le tomó la tensión sanguínea al criminalista e hizo uso de su autoridad, ordenándole que se acostara, sin atender a sus razones ni a sus protestas. Luego subieron por el ascensor y Rhyme permaneció extrañamente silencioso, preguntándose si habría adivinado exactamente lo que estaba a punto de suceder.

—¿Qué pasa? —preguntó Thom.

—Nada. ¿Por qué?

—No te estás quejando por nada. Cuando no gruñes significa que algo anda mal.

—Ja. Muy gracioso —gruñó Rhyme.

Dejó que el ayudante lo metiera en la cama y procediera a atender algunas funciones corporales; después, Rhyme se reclinó sobre su sofisticada almohada. Thom le había colocado el aparato de reconocimiento de voz en la cabeza y, a pesar de la fatiga, el mismo Rhyme se había encargado de ejecutar los pasos para hablar con el ordenador y conectarlo con la frecuencia de Operaciones Especiales.

El aparato era un invento sorprendente. Sí, ante Sellitto y Banks le había quitado importancia. Sí, se había quejado, pero el dispositivo, más que cualquiera de los otros avances tecnológicos, lo hacía sentir diferente. Durante años se había resignado a no llevar una vida que se aproximara a la normalidad, y sin embargo, con aquel dispositivo y el software se sentía verdaderamente normal.

Giró la cabeza en círculo y dejó que cayera de nuevo sobre la almohada. Esperaba. Trataba de no pensar en el desastre con Sachs de la noche anterior.

Estando en esas cavilaciones, notó movimientos cerca. El halcón apareció ante a su vista, pavoneándose. Vio el destello blanco del pecho del pájaro, que luego se dio la vuelta, ofreciendo a Rhyme su dorso gris azulado, y se quedó mirando hacia Central Park. Era el macho. Recordó que Percey Clay tenía un nombre para los halcones machos. Eran más pequeños y menos crueles que las hembras. Recordó otro dato sobre los peregrinos: habían regresado de la muerte; no hacía muchos años toda la población de halcones del este de América del Norte quedó estéril debido a los pesticidas químicos, y las aves casi se extinguieron. Por medio de la crianza en cautividad y el control de los pesticidas se logró que aumentara nuevamente su número.

Regreso de la muerte…

La radio sonó. Era Amelia Sachs quien llamaba. Parecía tensa, mientras le contaba que todo estaba arreglado en la casa de seguridad.

—Estamos en el piso superior con Jodie —le dijo—. Espera… Aquí llega la camioneta.

Era un cuatro por cuatro blindado, con cristales oscuros, en el que viajaban cuatro oficiales del equipo táctico. Lo usarían de cebo. Lo seguiría una sola camioneta sin identificación, que aparentemente transportaba a dos fontaneros. En realidad, eran hombres del 32E en ropa de calle. En la parte posterior de la camioneta iban otros cuatro.

—Los señuelos están abajo. Bien… bien.

Usaban como cebo a dos oficiales de la unidad de Haumann.

—Ahí van… —dijo Sachs.

Rhyme estaba casi seguro de que, dados los nuevos planes del Bailarín, no intentaría hacer un disparo desde la calle. Sin embargo, no pudo evitar contener el aliento.

—Allá vamos…

Con un click la radio quedó muda.

Otro click. Estática.

—Lo lograron —anunció Sellitto—. Todo va bien. Han comenzado a andar. Los coches de escolta están listos.

—Muy bien —dijo Rhyme—. ¿Está Jodie allí?

—Aquí mismo. En la casa de seguridad, con nosotros.

—Dile que haga la llamada.

—Vale, Linc. Ahí vamos.

La radió enmudeció.

Esperar.

Para comprobar si aquella vez el Bailarín había fallado. Para comprobar si aquella vez Rhyme había superado la mente brillante del asesino.

Esperar.

*****

El teléfono de Stephen sonó con estrépito. Lo abrió.

—Hola.

—Hola. Soy yo. Soy…

—Lo sé —dijo Stephen—. No des nombres.

—Correcto, no lo haré —Jodie parecía tan nervioso como un mapache acorralado. Hubo una pausa y luego el hombrecillo dijo—: Bueno, estoy aquí.

—Bien. ¿Tienes al negro para que te ayude?

—Hum, sí. Está aquí.

—¿Dónde estás exactamente?

—En la calle frente a esa casa. Tío, hay un montón de polis. Pero nadie me presta atención. Hay una camioneta que acaba de llegar hace un minuto. Una de esas cuatro por cuatro. Grande. Una Yukon. Es azul y fácil de reconocer —estaba tan acelerado que divagaba—. Está limpia, limpia por completo. Tiene cristales ahumados.

—Eso significa que es a prueba de balas.

—Oh, claro. Es alucinante cómo conoces todas estas cosas.

Vas a morir, le anunció Stephen en silencio.

—Un hombre y una mujer acaban de salir corriendo del callejón con, digamos, diez policías. Estoy seguro de que son ellos.

—¿No son señuelos?

—Bueno, no parecen policías y daban la impresión de tener mucho miedo. ¿Estás en Lexington?

—Sí.

—¿En un coche? —preguntó Jodie.

—Por supuesto que estoy en un coche —dijo Stephen—. Robé una pequeña mierda japonesa. Estoy a punto de seguirlos. Luego esperaré a que lleguen a alguna zona desierta y lo haré.

—¿Cómo?

—¿Cómo qué?

—¿Cómo lo vas a hacer? ¿Con una granada o con una ametralladora?

Stephen pensó: apuesto a que te gustaría saberlo.

Dijo:

—No estoy seguro. Depende.

—¿Los ves? —preguntó Jodie; parecía incómodo.

—Los veo —dijo Stephen—. Estoy detrás. Me dirijo hacia el tráfico.

—¿Un coche japonés, eh? —dijo Jodie—. ¿Un Toyota o algo así?

Pequeño traidor gilipollas, pensó Stephen con amargura, herido profundamente por la traición, aunque había sabido que era inevitable.

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