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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, #Policíaco

El bailarín de la muerte (29 page)

BOOK: El bailarín de la muerte
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Un laberinto.

El sistema de transporte subterráneo de la ciudad de Nueva York se extiende por más de 400 kilómetros e incorpora más de una docena de túneles separados que comunican cuatro de los cinco distritos (se excluye sólo a Staten Island, aunque sus habitantes cuentan con un famoso ferry).

Un satélite tardaría menos en encontrar un bote a la deriva en el Atlántico Norte que el equipo de Lincoln Rhyme en localizar a dos hombres que se oculten en el metro de Nueva York.

El criminalista, Sellitto, Sachs y Cooper escudriñaban un mapa de la red del metro, pegado con poca elegancia en una pared de la residencia de Rhyme. Éste examinaba las distintas líneas coloreadas que representaban las diversas rutas, azul para la Octava Avenida, verde para Lex y rojo para Broadway.

Rhyme tenía una relación especial con aquel complicado sistema. Fue en el pozo de una construcción del metro donde se rompió una viga de roble y aplastó su columna, justo cuando decía «Ah», y se inclinaba para levantar una fibra, dorada como el cabello de un ángel, del cuerpo de una víctima de asesinato.

Sin embargo, ya antes de aquel accidente, el metro desempeñaba un papel importante en la actividad forense de la policía de Nueva York. Rhyme lo había estudiado diligentemente cuando dirigía el IRD: como cubría tanto terreno e incorporaba tantos tipos distintos de materiales de construcción a través de los años, a menudo se podía relacionar a un delincuente con una línea particular de metro, con un barrio, o con una estación, únicamente sobre la base de buenas pruebas materiales. Rhyme había coleccionado durante años muestras del metro, algunas databan del siglo XIX. (Fue en la década de 1860 cuando Alfred Beach, el editor del
New York Sun
y el
Scientific American
, decidió adaptar su idea de transmitir mensajes a través de pequeños tubos neumáticos al transporte de personas por vías subterráneas).

En aquel momento Rhyme ordenó a su ordenador que marcara un número y en pocos instantes se conectó con Sam Hoddleston, jefe de la policía de Transportes. Como la policía de Vivienda, formaba parte del cuerpo regular de policía de Nueva York y estaba asignada al sistema de transporte público. Hoddleston conocía a Rhyme desde los viejos tiempos y el criminalista dedujo por el silencio que se hizo después de que se identificara que Hoddleston, como muchos de sus antiguos colegas, no sabía que Lincoln había retornado de las puertas de la muerte.

—¿Tenemos que desactivar alguna de las líneas? —preguntó Hoddleston después que Rhyme le informara sobre el Bailarín y su socio—. ¿Hacemos una investigación de campo?

Sellitto oyó la pregunta por el altavoz y sacudió la cabeza. Rhyme estuvo de acuerdo:

—No, no queremos que se conozca en lo que andamos. De todas maneras, creo que están en una zona abandonada.

—No hay muchas estaciones vacías —dijo Hoddleston—. Pero hay cientos de ramales y locales desiertos, zonas de trabajo. Dime, Lincoln, ¿cómo estás? Yo…

—Bien, Sam. Estoy bien —dijo Rhyme con brusquedad, desviando la pregunta como siempre hacía. Luego añadió—: Estábamos hablando del Bailarín y su compañero; creemos que probablemente se desplacen a pie. Que evitarán los trenes. De manera que suponemos que están en Manhattan. Tenemos un mapa y vamos a necesitar tu ayuda para limitar la búsqueda.

—Haré todo lo que pueda —dijo el jefe. Rhyme no se podía acordar de su aspecto. Por su voz, parecía alguien sano y atlético, pero también pensó que él mismo podía parecer un deportista olímpico a alguien que no viera su cuerpo deteriorado.

A continuación, Rhyme se refirió al resto de las pruebas materiales que Sachs había encontrado en el edificio contiguo a la casa de seguridad, las pruebas dejadas por el socio del Bailarín.

—La tierra tiene un alto contenido de humedad y está llena de arena de feldespato y cuarzo —le dijo a Hoddleston.

—Recuerdo que siempre te gustó la tierra, Lincoln.

—Es muy útil —dijo Rhyme y luego siguió—. Muy poca roca y la que hay no está barrenada ni astillada, no hay piedra caliza ni esquisto de mica de Manhattan. De manera que nos concentramos en la zona sur de la ciudad. Y por la cantidad de partículas de madera antigua, probablemente cerca de Canal Street.

Al norte de la calle Veintisiete el lecho de roca se encuentra cerca de la superficie de Manhattan. Al sur, el suelo está compuesto de tierra, arena y arcilla, y es muy húmedo. Cuando las excavadoras estaban construyendo los túneles, años atrás, el suelo empapado de agua de los alrededores de Canal Street solía anegar los pozos. Dos veces al día se tenía que parar el trabajo mientras se drenaba el túnel y se entibaban los muros con vigas de madera, que al cabo de los años se pudrieron y se confundieron con el suelo.

Hoddleston no era optimista. Si bien la información de Rhyme limitaba el área geográfica, le explicó que había docenas de túneles comunicantes, plataformas de trasbordo y partes de estaciones que habían sido clausuradas a través de los años. Algunos tramos estaban tan sellados y olvidados como las tumbas egipcias. Años después de que muriera Alfred Beach, unos obreros que construían otra línea de metro atravesaron un muro y descubrieron el túnel primitivo, abandonado mucho tiempo atrás, con su lujosa sala de espera, que incluía murales, un gran piano y un estanque de pececillos dorados.

—¿Hay alguna posibilidad de que el socio se limite a dormir en estaciones en funcionamiento o en un atajo entre las mismas? —preguntó Hoddleston.

—No corresponde con su perfil —Sellito sacudió la cabeza—. Es un drogata. Seguro que cuida sus reservas.

Rhyme entonces le contó a Hoddleston lo del mosaico turquesa.

—Es imposible saber de dónde proviene, Lincoln. Hemos vuelto a alicatar tantas estaciones que hay fragmentos y lechada por todas partes. Quién sabe de dónde pudo haberlo cogido.

—Pero dame un número, jefe —dijo Rhyme—. ¿Cuántos lugares debemos examinar?

—Creo que veinte localizaciones —dijo Hoddleston—. Quizá un poco menos.

—Vaya —musitó Rhyme—. Bueno, mándanos un fax con la lista de las más probables.

—Claro. ¿Cuándo la necesitas? —Pero antes de que Rhyme pudiera contestarle, Hoddleston dijo—: No importa. Recuerdo los viejos tiempos, Lincoln. La quieres para ayer.

—Para la semana pasada —bromeó Rhyme, impaciente porque el jefe se dedicaba a hacer chistes en vez de ponerse a la tarea.

Cinco minutos después, zumbó la máquina de fax. Thom colocó el trozo de papel frente a Rhyme. Era una lista de quince localizaciones en la red del metro.

—Bien, Sachs, muévete.

Ella asintió mientras Sellitto llamaba a Haumann y Dellray para que los equipos de S&S salieran. Rhyme agregó, con énfasis:

—Amelia, tú te quedas atrás ahora, ¿de acuerdo? Perteneces a Escena del Crimen, ¿recuerdas? Sólo a Escena del Crimen.

*****

En una esquina del centro de Manhattan estaba sentado León el Gancho. A su lado estaba el Hombre Oso, llamado así porque siempre transportaba un carrito de la compra lleno de docenas de animales de peluche, supuestamente para venderlos, si bien sólo el más psicótico de los padres compraría alguno de ellos, hecho jirones y lleno de pulgas, para su hijo.

León y el Hombre Oso vivían juntos, es decir, compartían un callejón cerca de Chinatown, y sobrevivían gracias a los depósitos de botellas, las limosnas y pequeños e inofensivos hurtos menores.

—Está muriéndose, tío —dijo León.

—No, sólo son los malos sueños, eso es —respondió el Hombre Oso, mientras mecía su carrito como si tratara de hacer dormir a los juguetes.

—Deberíamos gastar unos centavos y llamar a la ambulancia.

León y el Hombre Oso miraban al otro lado de la calle, hacia un callejón. Allí yacía otro vagabundo, negro y con aspecto de enfermo, de rostro maligno, a pesar de que en aquel momento estaba inconsciente. Sus ropas eran harapos.

—Debemos llamar a alguien.

—Vamos a echar un vistazo.

Cruzaron la calle, nerviosos como ratones.

El hombre estaba en los huesos, probablemente tenía SIDA, lo que les hizo suponer que consumía heroína, y estaba lleno de mugre. Hasta León y el Hombre Oso se bañaban de vez en cuando en la fuente de Washington Square o en el lago del Central Park, a pesar de las tortugas. El hombre llevaba unos téjanos raídos, calcetines embarrados sin zapatos y una chaqueta rasgada y asquerosa en la que se leía
Cats… The Musical
.

Lo miraron un instante. Cuando León le tocó la pierna, el hombre despertó con una sacudida y se sentó, paralizándolos con una mirada espeluznante.

—¿Quién mierda sois? ¿Qué queréis?

—Oye, tío, ¿estás bien? —retrocedieron unos pasos.

El tipo se estremeció y se abrazó el vientre. Tosió largo rato y León murmuró:

—Parece un tipo demasiado jodido para estar enfermo, ¿sabes?

—Me da miedo. Vámonos —el Hombre Oso quería volver hacia su carrito.

—Necesito ayuda —susurró Cats—. Me duele, tío.

—Hay una clínica por…

—No puedo ir a
ninguna
clínica —bramó Cats, como si lo hubieran insultado.

De manera que estaba fichado; en la calle, cuando rehúsas ir a una clínica estando tan enfermo, significa que tienes serios antecedentes. Deudas pendientes con la justicia. Sí, aquel cabrón era un problema.

—Necesito medicinas. ¿Tenéis algunas? Os pagaré. Tengo dinero.

Normalmente no le hubieran creído, pero Cats juntaba botes. Y lo hacía la mierda de bien, según se podía ver. A su lado había una enorme bolsa con botes de refrescos y cerveza que había cogido de la basura. León la miró con envidia. Debería haber tardado dos días recoger tantos. Valían treinta o cuarenta pavos.

—No tenemos nada. No lo hacemos. Quiero decir que no vendemos droga.

—Lo que quiere son píldoras.

—¿Quieres una botella? Tengo unas lindas botellas de T–bird, sí, señor. Te cambio una botella por esos botes.

Cats se esforzó por enderezarse sobre un brazo:

—No quiero ninguna jodida botella. Me dieron una paliza. Unos chicos me pegaron. Me reventaron algo adentro. No me siento bien. Necesito medicinas. Ni crack ni heroína ni la jodida T-bird. Necesito algo que me quite el dolor. ¡Necesito unas píldoras!

Se puso de pie y se bamboleó hacia el Hombre Oso.

—Nada, tío. No tenemos nada.

—Os lo pregunto por última vez, ¿me daréis algo? —gruñó y se llevó las manos a un costado.

Los dos hombres sabían que algunos drogadictos pueden ser muy fuertes. Y aquel tipo era grandote. Podría partirlos en dos con facilidad.

León le susurró al Hombre Oso:

—¿Recuerdas al tío del otro día?

El Hombre Oso asintió desesperadamente, aunque por puro miedo. No sabía de quién diablos hablaba León.

—Te hablo de este tipo —continuó su compañero—, ¿recuerdas? Trataba de vendernos unas porquerías ayer. Unas píldoras. Tan satisfecho como el que más.

—Sí, tan satisfecho como el que más —dijo rápidamente el Hombre Oso, como si al confirmar la historia pudiera tranquilizar a Cats.

—No me importa quién lo vio. Solo vende píldoras. Ni crack, ni heroína, ni maría. Sólo píldoras que te levantan o te tranquilizan, lo que quieras.

—Sí, lo que quieras.

—Tengo dinero —Cats rebuscó en su asqueroso bolsillo y sacó unos arrugados billetes de veinte dólares—. ¿Veis? ¿Entonces, dónde está ese hijo de puta?

—Cerca del Ayuntamiento. En una vieja estación de metro…

—Estoy enfermo, tío. Me dieron una tunda. ¿Por qué me han dado una paliza? ¿Qué hago? Sólo cojo algunos botes, eso es todo. Y mirad lo que pasa. Joder. ¿Cómo se llama?

—No lo sé —respondió rápidamente el Hombre Oso, arrugando la cara como si estuviera pensando a toda pastilla—. No, espera. Dijo algo.

—No me acuerdo.

—Te acuerdas. Estaba mirando tus osos.

—Y dijo algo. Sí, sí. Dijo que su nombre era Joe o algo así. Quizá Jodie.

—Sí, eso es. Estoy seguro.

—Jodie —repitió Cats y luego se enjugó la frente—. Quizá vaya a verlo. Necesito algo. Estoy enfermo, tío. Que os jodan. Estoy enfermo. Que os jodan.

Cuando Cats se fue, tambaleándose, entre quejas y hablando consigo mismo, con su bolsa de botes vacíos detrás, León y el Hombre Oso volvieron a la esquina y se sentaron. León abrió una botella de cerveza ligera Voodoo y empezaron a beber.

—No deberíamos haberle hecho eso a ese tipo —dijo.

—¿A quién?

—A Jodie o a quien sea.

—¿Quieres que ese hijo de puta se quede por acá? —preguntó el Hombre Oso—. Es peligroso. Me asusta. ¿Quieres que ande rondando por aquí?

—Por supuesto que no. Pero tío, ya sabes.

—Sí, pero…

—Ya sabes, tío.

—Sí, ya sé. Pásame la botella.

Capítulo 23: Hora 25 de 45

Sentado al lado de Jodie en el colchón, Stephen escuchaba las conversaciones en la línea telefónica de Hudson Air.

Tenía pinchado el teléfono de Ron. Llegó a saber que su apellido era Talbot. No conocía con certeza cuál era su cargo, pero parecía ser un ejecutivo de la compañía de charter, por lo que creía que en esa línea obtendría la mejor información sobre la Mujer y el Amigo.

Escuchó que el hombre discutía con alguien de la empresa distribuidora que vendía recambios para las turbinas Garrett. Como era domingo, tenían problemas para conseguir los elementos necesarios para las reparaciones, el cartucho de un extintor de incendios y algo llamado camisa.

—Lo prometiste para las tres —gruñó Ron—. Lo quiero a las tres.

Después de algunas negociaciones, y quejas, la empresa estuvo de acuerdo en enviar los recambios por vía aérea desde Boston hasta la oficina de Connecticut. De allí irían en camión hasta la oficina de Hudson Air y llegarían a las tres o las cuatro. Colgaron.

Stephen escuchó algunos minutos más pero no hubo otras llamadas.

Cerró el teléfono, frustrado.

No tenía ni idea de dónde estaban la Mujer y el Amigo. ¿Todavía en la casa de seguridad? ¿Los habrían trasladado?

¿Qué estaría pensando en aquellos momentos Lincoln el Gusano? Se preguntaba si sería muy inteligente.

¿Y quién era Lincoln? Stephen trató de imaginarlo, trató de verlo como un objetivo a través del telescopio Redfield. No pudo hacerlo. Todo lo que veía era una masa de gusanos y un rostro que lo miraba con calma a través de una ventana grasienta. Se dio cuenta que Jodie le había dicho algo.

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