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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, #Policíaco

El bailarín de la muerte (30 page)

BOOK: El bailarín de la muerte
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—¿Qué?

—¿A qué se dedicaba tu padrastro?

—Hacía chapuzas. Cazaba y pescaba mucho. Fue un héroe en Vietnam. Se deslizó detrás de las líneas enemigas y mató a cincuenta y cuatro personas. Políticos y gente por el estilo, no sólo soldados.

—¿Te enseñó todo esto acerca de lo que haces? —Las drogas habían perdido efecto y los ojos verdes de Jodie brillaban.

—Me entrené sobre todo en África y Sudamérica, pero él empezó a enseñarme. Yo lo llamaba «WGS». El soldado más grande del mundo
[45]
. Se reía del apodo.

Cuando tenía ocho, nueve o diez años, Stephen solía caminar detrás de Lou cuando escalaban las colinas de Virginia Occidental. De sus narices caían calientes gotas de sudor, como las que se escurrían por el hueco de sus dedos índice, doblados alrededor de los gatillos estriados de sus Winchesters o Rugers. Solían yacer sobre la hierba durante horas, sin moverse. El sudor brillaba en el cuero cabelludo de Lou, justo debajo de su pelo cortado a cepillo y ambos mantenían los ojos muy abiertos, fijos en los objetivos.

No cierres el ojo izquierdo, soldado.

Señor, nunca, señor.

Cazaban ardillas, pavos salvajes, ciervos en temporada o fuera de ella, osos cuando los podían encontrar, perros en los días en que no había otra cosa.

Mátalos, soldado. Mira cómo lo hago yo.

Ka-rack
. El golpe contra el hombro, los ojos asombrados del animal que moría.

O en ardientes domingos de agosto colocaban los cartuchos de CO2 en sus armas de disparar bolas de pintura y se quedaban en pantalones cortos, acechándose y levantándose ronchas en el pecho y los muslos con las bolas del tamaño de canicas que silbaban por el aire a una velocidad de cien metros por segundo. El joven Stephen se empeñaba en contener el llanto ante el terrible dolor. Había bolas de pintura de todos los colores, pero Lou insistía en usar las rojas. Como la sangre.

Y por las noches, sentados frente al fuego en el patio trasero, mientras el humo subía hacia el cielo y hacia la ventana abierta tras la que su madre lavaba los platos de la cena con un cepillo de dientes, el tenso hombrecillo (a los catorce años Stephen era tan alto como Lou) solía beber de su botella recién abierta de Jack Daniels y hablar, hablar, hablar, lo escuchara Stephen o no, mientras observaban las chispas que volaban como luciérnagas color naranja.

—Mañana quiero que mates un ciervo sólo con un cuchillo.

—Bueno.

—¿Lo puedes hacer, soldado?

—Sí, señor, puedo.

—Ahora escúchame —bebió otro trago—. ¿Dónde piensas que está la vena del cuello?

—Yo…

—No temas decir que no lo sabes. Un buen soldado admite su ignorancia. Pero hace lo que puede para corregirla.

—No sé dónde está la vena, señor.

—Te la mostraré en ti mismo. Está justo aquí. ¿Sientes? Justo aquí. ¿La sientes?

—Sí, señor. La siento.

—Entonces, lo que debes hacer es encontrar una familia, una cierva y sus cervatos. Te acercas. Eso es lo difícil, acercarte. Para matar a la cierva, pones en peligro al cervatillo. Te diriges a su bebé. Amenazas al cervato y la madre no huirá. Te hará frente. Entonces, ¡zas! Le cortas el cuello. No de costado, sino en ángulo recto. ¿Entiendes? En forma de V. ¿Lo sientes? Bien, bien. ¡Joder, muchacho, qué bien lo estamos pasando!

Luego Lou entraba para inspeccionar los platos y cacharros y asegurarse de que estaban alineados en el mantel a cuadros, a cuatro cuadros del borde; a veces, cuando estaban sólo a tres cuadros y medio del borde o había una mancha de grasa en el borde de un plato de plástico, Stephen escuchaba las bofetadas y los gemidos que provenían del interior de la casa mientras yacía de espaldas al lado del fuego y observaba alejarse las chispas hacia la pálida luna.

—Debes ser bueno en algo —le decía el hombre más tarde, cuando su mujer estaba en la cama y él salía otra vez con la botella—. De otra forma no tiene sentido estar vivo.

Habilidad en el oficio. Hablaba de
habilidad
en el oficio.

—¿Por qué no ingresaste en los marines? —le preguntó Jodie—. Nunca me lo contaste.

—Bueno, fue algo estúpido —dijo Stephen, hizo una pausa y agregó—: Me metí en problemas cuando era un chaval. ¿Te pasó a ti?

—¿Meterme en problemas? No mucho. Me daba miedo. No quería preocupar a mi madre, con robos y otras mierdas. ¿Qué hiciste?

—Una estupidez. Había un hombre que vivía calle arriba en nuestra ciudad. Era, sabes, un matón. Yo lo vi retorciéndole el brazo a una mujer. Estaba enferma, ¿por qué le hacía daño? De manera que me acerqué y le dije que si no paraba lo mataría.

—¿Le dijiste eso?

—Oh, y otra cosa que me enseñó mi padrastro. No hay que amenazar en balde. O matas a alguien o lo dejas vivir, pero no amenazas. Bueno, él siguió molestando a la mujer y yo tuve que darle una lección. Empecé a pegarle. Se me fue de las manos. Cogí una piedra y le di con ella. No lo pensé. Pasé dos años en la cárcel por homicidio involuntario. Era sólo un niño. Tenía quince años, pero tuve antecedentes criminales. Y eso fue suficiente para que no me dejaran entrar en los marines.

—Creo que leí en algún lado que aun cuando tengas antecedentes puedes ingresar. Si vas a un campamento militar especial.

—Me imagino que yo no pude porque se trató de un homicidio.

—No es justo. No es justo en absoluto —Jodie le apretó el hombro.

—También lo pienso así.

—Lo lamento de verdad —dijo Jodie.

Stephen, que siempre había sido capaz de mirar a un hombre a los ojos, apenas dio un vistazo a Jodie y bajó los ojos enseguida. Y de repente se le apareció una imagen totalmente extraña: Jodie y Stephen viviendo juntos en la cabaña, cazando y pescando, cocinando la cena en un fuego al aire libre.

—¿Qué le pasó a tu padrastro?

—Murió en un accidente. Estaba cazando y se cayó de un risco.

—Parece la forma que hubiera elegido para morir —comentó Jodie.

—Quizá fue así —respondió Stephen después de un momento.

Sintió que la pierna de Jodie rozaba la suya. Otra sacudida eléctrica. Se puso de pie rápidamente y miró de nuevo por la ventana. Un coche de la policía pasó a toda velocidad, pero los agentes estaban bebiendo refrescos y hablando.

La calle estaba casi desierta excepto por un puñado de vagabundos, cuatro o cinco blancos y un negro.

Stephen entrecerró los ojos. El negro, que llevaba una enorme bolsa de basura llena de botes de refresco y cerveza, discutía, miraba a su alrededor, hacía gestos y ofrecía la bolsa a uno de los blancos, que sacudió varias veces la cabeza, rechazándola. Tenía una mirada de locura en sus ojos y los blancos estaban asustados. Los observó discutir durante unos minutos, luego volvió al colchón y se sentó al lado de Jodie. Le puso una mano en el hombro.

—Quiero hablarte de lo que vamos a hacer.

—Vale, muy bien. Te escucho, socio.

—Hay alguien por ahí que me busca.

—Me parece que después de lo que pasó en aquel edificio debe haber mucha gente que te busca —rió Jodie.

—Pero hay una persona en especial —Stephen no sonrió—. Su nombre es Lincoln.

Jodie asintió.

—¿Ese es su nombre de pila?

Stephen se encogió de hombros.

—No lo sé. Nunca conocí a alguien como él.

—¿Quién es?

Un gusano…

—Quizá un poli. Del FBI. Un asesor o algo así. No lo sé con seguridad.

Stephen recordó a la Mujer cuando se lo describía a Ron, como si estuviera hablando de un gurú o de un fantasma. Volvió a sentir temor. Había deslizado su mano por la espalda de Jodie y la apoyó en la base de la columna vertebral. La sensación de miedo desapareció.

—Es la segunda vez que me detiene. Y casi me hace arrestar. Estoy tratando de imaginar cómo es, pero no puedo.

—¿Qué quieres saber?

—Lo que hará ahora. Para poder adelantarme.

Otro apretón en la columna. A Jodie parecía no importarle. Tampoco miró para otro lado. Ya no tenía ninguna timidez. Y la mirada que le lanzó a Stephen fue extraña. ¿Era una mirada de…? Bueno, no lo sabía. Admiración quizá.

Stephen se dio cuenta de que era la misma mirada que le había dirigido Sheila en el Starbucks, cuando él le decía todas las cosas que ella esperaba oír. Y sin embargo, con Sheila, no había sido Stephen sino otra persona. Otro que no existía. Jodie lo miraba de aquella manera aun sabiendo exactamente quién era, un asesino.

Dejó la mano en la espalda del hombre y continuó:

—Lo que no se puede saber es si trasladará a esas personas de la casa de seguridad. La que estaba al lado del edificio donde te encontré.

—¿Trasladar a quiénes? ¿A los que tratas de matar?

—Sí. Se me quiere adelantar. Piensa… —la voz de Stephen se apagó.

Pensar…

¿Y qué pensaba Lincoln el Gusano? ¿Trasladará a la Mujer y al Amigo, suponiendo que iré de nuevo a la casa de seguridad? ¿O los dejará allí, pensando que esperaré a que estén en una nueva ubicación? ¿Y aun cuando crea que trataré de meterme en la casa de seguridad, los dejará allí como cebo, para atraerme a otra emboscada? ¿Pondrá dos señuelos en la nueva casa de seguridad? ¿Tratará de capturarme cuando los siga?

El hombrecillo dijo, casi en un susurro:

—Pareces, no sé cómo explicarlo, conmocionado o algo así.

—No puedo verlo, no puedo ver lo que tratará de hacer. Puedo ver a todos los demás que han querido pillarme alguna vez. Me los puedo imaginar. A él, no.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó Jodie, inclinándose hacia Stephen. Sus hombros se rozaron.

Stephen Kall, con una extraordinaria habilidad en su oficio, hijastro de un hombre que nunca había tenido un momento de vacilación en cualquier cosa que hiciera, ya fuera matar ciervos o inspeccionar platos lavados con un cepillo de dientes, en aquel momento estaba confundido, miraba el suelo y luego directamente a los ojos de Jodie.

Su mano en la espalda del hombre. Sus hombros rozándose.

Stephen se decidió.

Se inclinó hacia delante y hurgó en su mochila. Encontró un teléfono móvil negro, lo observó un instante y luego se lo entregó a Jodie.

—¿Qué es? —preguntó éste.

—Un teléfono. Para que tú lo uses.

—¡Un móvil! Qué bueno. —Lo examinó como si nunca hubiera visto uno, lo abrió y toqueteó todos los botones.

—¿Sabes lo que es un «observador»? —preguntó Stephen.

—No.

—Los mejores francotiradores no trabajan solos. Siempre llevan un observador, que localiza el objetivo y calcula la distancia a la que está, busca tropas de defensa, cosas como ésas.

—¿Quieres que yo sea tu observador?

—Sí. Mira, creo que Lincoln va a trasladarlos.

—¿Por qué lo piensas? —preguntó Jodie.

—No lo puedo explicar. Solo tengo la sensación —miró el reloj—. Bien. Esto es lo que haremos. A las doce y media de hoy quiero que camines calle abajo como un sin hogar.

—Puedes decir «vagabundo», si quieres.

—Quiero que observes la casa de seguridad. Disimula y haz como que buscas en los cubos de basura.

—Puedo buscar botellas. Lo hago todo el tiempo.

—Quiero que averigües en qué clase de coche los llevan, luego me llamas y me lo cuentas. Yo estaré en la calle, a la vuelta de la esquina, en un coche, esperando. Pero tendrás que tener mucho cuidado con los señuelos.

Le vino a la mente la imagen de la policía pelirroja. Difícilmente podría pasar como un señuelo de la Mujer. Demasiado alta, demasiado bonita. Se preguntó por qué le desagradaba tanto. Se lamentó no haber aprovechado la ocasión cuando la tuvo a tiro.

—Vale. Puedo hacerlo. ¿Les dispararás en la calle?

—Depende. Los podría seguir hasta la nueva casa y hacerlo allí. Estaré preparado para improvisar.

Jodie estudió el móvil como un niño en Navidad.

—No sé cómo funciona.

Stephen le enseñó.

—Llámame cuando estés en tu puesto.

—En mi puesto. Suena muy profesional —Jodie levantó la vista del teléfono—. Sabes, cuando esto termine y pase por la clínica de rehabilitación, ¿por qué no nos vemos algún día? Podríamos tomar un zumo o un café o algo. ¿Eh, qué dices?

—Claro que sí —dijo Stephen—. Podríamos…

Pero de repente unos fuertes golpes hicieron temblar la puerta. Stephen giró sobre sí mismo como un derviche, cogió el arma de su bolsillo y se colocó en posición para tirar.

—Abre la jodida puerta —gritó una voz del exterior—. ¡Ahora!

*****

—Tranquilo —susurró Stephen. Su corazón latía como una ametralladora.

—¿Estás allí, cabrón? —insistió la voz—. Jo-die. ¿Dónde mierda estás?

Stephen se acercó a la ventana clausurada y miró hacia fuera. Era el vagabundo negro que había visto en la esquina. Llevaba una chaqueta harapienta en la que ponía
Cats… El Musical
. El negro no lo vio.

—¿Dónde está ese hombrecillo? —dijo—. Lo necesito. ¡Necesito unas pildoras! ¿Jodie Joe? ¿Dónde estás?

—¿Lo conoces? —preguntó Stephen.

Jodie miró hacia fuera y se encogió de hombros.

—No lo sé —susurró—. Quizá. Se parece a mucha gente de la calle.

Stephen estudió al hombre un rato largo mientras acariciaba la culata de plástico de su pistola.

—Sé que estás allí, tío —gritó el vagabundo.

Su voz se disolvió en un acceso de tos repugnante.

—Jo-die. ¡Jo-die! Me costó mucho, tío. Eso es lo que me costó. Me costó una jodida semana recogiendo botes, es lo que me costó. Me dijeron que estás ahí. Todos me lo dijeron. ¡Jodie, Jodie!

—Terminará por irse —dijo Jodie.

—Espera. Quizá nos sea de utilidad —dijo Stephen.

—¿Cómo?

—¿Recuerdas lo que te conté?
Delegar
. Este es un buen… —asintió, moviendo la cabeza—. Asusta. Se concentrarán en él, no en ti.

—¿Quieres que lo lleve conmigo? ¿A la casa de seguridad?

—Sí —dijo Stephen.

—Necesito algo de merca, tío —se quejó el negro—. Vamos. Estoy destruido, tío. Por favor. Tengo las piernas flojas. ¡Cabronazo! —Golpeó con fuerza la puerta—. Por favor, tío. ¿Estás ahí, Jodie? ¿Dónde mierda estás? ¡Cabrón! Ayúdame. —Casi lloraba.

—Sal afuera —dijo Stephen—. Dile que le darás algo si va contigo. Limítate a hacer que rebusque en la basura o algo así, en la calle de enfrente de la casa de seguridad, mientras tú observas el tráfico. Será perfecto.

—¿Quieres decir que vaya ahora a hablar con él?

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