Lo que Brazil ignoraba era que varias personas pertenecientes a la comunidad universitaria habían actuado tras las bambalinas durante años y habían obtenido fondos de los alumnos ricos e incluso habían echado mano a sus propios billeteros para asegurarse de que, cuando Brazil llegara a la edad universitaria, tuviera la oportunidad de superar esa mala situación familiar. El mismo Briddlewood había puesto unos cuantos billetes en el bote, aunque no andaba sobrado de dinero y vivía en una casita lo bastante alejada del lago Norman como para no ver el agua, pero desde la que al menos podía observar el incesante desfile de camiones que arrastraban embarcaciones por el camino de tierra de la casa. Escupió de nuevo, se acercó a la iglesia con el Cushman sin hacer ruido y vigiló a la pareja para asegurarse de que no les sucedía nada malo allí fuera, en la oscuridad.
—¿Qué voy a hacer contigo? —le decía West a Brazil.
El joven tenía su orgullo y no estaba de humor para nada.
—Que te quede clara una cosa: no necesito que hagas nada por mí.
—Ya lo creo que sí. Tienes problemas graves.
—Y tú no —respondió él—. Lo único que tienes en la vida es un gato excéntrico. —Aquello sorprendió a West. ¿Qué más había averiguado de ella?
—¿Cómo has sabido lo de
Niles
? —quiso saber.
West se dio cuenta de que los vigilaba un guarda de seguridad a bordo de un Cushman. Estaba aparcado entre las sombras, seguro de que West y Brazil no podían verlo, agazapado bajo el abrigo de los magnolios y del boj. West no podía hacerse una idea de lo aburrido que debía de ser el trabajo.
—Tengo muchas cosas en mi vida —añadió.
—Muchas fantasías —replicó Brazil.
—¿Sabes una cosa? Eres una absoluta pérdida de tiempo para mí.
Lo decía en serio.
Continuaron caminando, se alejaron del campus y cortaron por unas callejuelas estrechas donde vivía el cuerpo docente en casas restauradas de césped cuidado, con viejos árboles. Cuando era un crío, Brazil acostumbraba recorrer aquellas calles. Fantaseaba acerca de una gente que vivía en casas caras e imaginaba a unos importantes profesores o profesoras con sus familias. En esa época las luces llenaban las ventanas y parecían calentarlos, y a veces se abría una cortina y Brazil alcanzaba a ver la gente en el interior yendo de acá para allá, cruzando el salón con una copa, sentada en un sofá con un libro en las manos o tras un escritorio, trabajando.
La soledad de Brazil estaba enterrada fuera de su alcance y no tenía nombre. El joven no sabía cómo llamar al dolor sordo que surgía de algún lugar de su pecho y le oprimía el corazón como un par de manos frías. Cuando las manos presionaban, nunca demostraba dolor; en cambio se ponía a temblar violentamente, como una llama inquieta, cuando pensaba que podía perder el partido de tenis o cuando no conseguía un sobresaliente. Brazil no podía ver películas tristes, y de vez en cuando la belleza lo abrumaba, sobre todo la música en directo tocada por orquestas sinfónicas y por cuartetos de cuerda.
Mientras caminaban, West notó cómo crecía la rabia en el interior de Brazil. El prolongado silencio se hizo opresivo mientras pasaban ante casas iluminadas y gruesos árboles oscuros envueltos en una armadura de hiedra y kudzú. No entendía al joven y empezaba a sospechar que había cometido un gran error al pensar que sí podría entenderlo. Había trabajado en negociaciones sobre rehenes y en homicidios, y era experta en convencer a gente para que no se matara ella misma o matase a otros, pero eso no significaba que fuese capaz de ayudar ni remotamente a un tipo extraño como aquel Andy Brazil. De hecho, no tenía tiempo para probarlo.
Brazil rompió el silencio en un tono de voz más alto del que era necesario o adecuado.
—Quiero a ese asesino. ¿De acuerdo? Quiero que lo cojan.
Parecía obsesionado, como si lo que estaba haciendo aquel asesino fuera una cuestión personal. West no tenía la menor intención de compartir tal visión. Continuaron el paseo. De pronto Brazil dio un puntapié a una piedra con sus elegantes zapatillas de tenis Nike de cuero negro y púrpura que parecían muy apropiadas para un tipo como Agassi.
—Eso que hace… —Brazil dio patadas a otras piedras—. ¿Cómo crees que debe de ser? —Su voz volvió a subir de volumen—. Llegas a una ciudad desconocida, cansado, lejos de casa, con muchas cosas en la cabeza. Te pierdes y te detienes a pedir una dirección. —Otra piedra rodó sobre el asfalto—. Momentos después eres conducido a algún sitio solitario, detrás de algún edificio abandonado. Un almacén, un solar vacío…
West se detuvo. Cuando Brazil, tras algunos pasos furiosos, se volvió en redondo, la encontró mirándolo fijamente.
—¡El frío y duro acero apoyado en tu cabeza mientras suplicas que no te mate! —exclamó, como si el crimen le hubiera sucedido a él—. ¡Y a pesar de todo él te vuela la tapa de los sesos!
West se quedó paralizada mientras observaba algo que no había visto nunca hasta aquel momento. Las luces de los porches de las casas cercanas se encendieron.
—¡Te baja los pantalones y te pinta con spray ese símbolo! ¿Te gustaría morir de esa manera?
Se encendieron más luces. Los perros se pusieron a ladrar. West asumió su papel de policía sin pensarlo de forma consciente. Avanzó hasta Brazil y lo agarró del brazo con firmeza.
—Andy, estás despertando a todo el vecindario —le dijo con voz y gestos muy tranquilos—. Vamos a casa.
Brazil la miró desafiante.
—Conmigo quiero que sea diferente.
Ella echó un vistazo a su alrededor, nerviosa.
—Tú eres diferente. Créeme.
Se encendieron más luces y alguien salió al porche para ver quién era el chiflado que se había perdido en el pacífico vecindario. Briddlewood se había marchado en su Cushman minutos antes.
—Por eso tenemos que irnos —añadió West, y tiró de Brazil intentando emprender el regreso a la casa—. ¿Quieres ayudarme? De acuerdo. Dime qué puedes aportar, además de palabras y de ataques de nervios.
Brazil tenía una idea.
—Quizá podríamos utilizar alguno de mis artículos para tenderle una trampa.
—Ojalá fuera así de sencillo —respondió ella, sinceramente—. Y con eso das por sentado que lee el periódico.
—Seguro que lo lee. —Brazil pensó que ojalá Virginia tuviera una mente más abierta, mientras repasaba los aspectos de la publicidad subliminal que podría utilizar para atrapar a aquel monstruo.
—La respuesta es no. Nosotros no urdimos trampas.
Brazil se adelantó de nuevo unos pasos, excitado.
—¡Juntos podríamos atraparlo! Estoy seguro.
—¿Qué significa eso de «juntos»? —dijo West—. No me gusta recordártelo, pero no eres más que un reportero.
—¡Soy policía voluntario! —le corrigió él.
—Ya, el prodigio desarmado.
—Podrías darme lecciones de tiro. Mi padre me llevaba a un vertedero en el campo…
—Debería haberte dejado allí.
—Y disparábamos contra latas con su pistola del 38.
—¿Cuántos años tenías? —le preguntó West cuando estuvieron de nuevo en el camino particular de la casa de Brazil.
—Cuando empecé a hacerlo tenía siete, creo. —El joven avanzaba con las manos en los bolsillos y la mirada en el suelo. Una farola de la calle iluminaba sus cabellos—. Me parece que estaba en segundo grado.
—Me refiero a cuando murió tu padre —dijo ella con delicadeza.
—Diez. Acababa de cumplir los diez.
Se detuvo. No quería que West se marchase. No quería entrar en la casa y afrontar la vida que llevaba.
—No tengo arma —le dijo a West.
—¡Gracias a Dios! —fue su respuesta.
Pasaron los días. West no tenía la menor intención de fomentar la causa de Andy Brazil. Allá él con sus problemas. Y ya era hora de que creciese. Cuando llegó el domingo siguiente y Raines le propuso de nuevo un desayuno-almuerzo, llamó a Brazil porque era instructora diplomada de armas de fuego. Si el joven necesitaba ayuda, era justo que se la ofreciese. Brazil dijo que estaría listo en diez minutos. Ella le respondió que, a menos que tomara el Concorde hasta Davidson, no llegaría para recogerlo hasta dentro de una hora, por lo menos.
Para ello cogió su coche privado, un Ford Explorer con doble airbag. Era un vehículo preparado para ir a practicar los deportes blancos y tenía una tracción a las cuatro ruedas que devoraba la nieve como si fuera un aperitivo. A las tres en punto de la tarde, el motor rugió en el camino particular y Brazil apareció en la puerta antes de que ella pudiese abrir la suya. La galería de tiro que les quedaba más a mano habría sido la de la academia de policía, pero West no podía utilizarla porque los voluntarios no tenían permiso para acceder a la instalación. West escogió The Firing Line, en Wilkinson Boulevard, al lado de la tienda de empeños Bob's y de varios aparcamientos de camiones, del motel Oakden, del Country City USA y de Coyote Joe's.
West se dio cuenta de que si hubieran seguido un par de manzanas más habrían terminado en el aparcamiento del Paper Doll Lounge. Ya había estado allí alguna vez por alguna pelea. Era un lugar desagradable. Las mujeres en
topless
compartían el mismo bloque con tiendas de empeño y con armerías, como si las tetas al aire y los tangas pertenecieran a la misma categoría que la mercancía usada y que las armas. West se preguntó si Brazil habría visto alguna vez un salón de camareras en
topless
y lo observó, sentado muy rígido en su silla con las manos cerradas en torno a los reposabrazos y los nudillos blancos de la tensión, mientras una bailarina desnuda se restregaba contra el interior de sus muslos y se plantaba ante su rostro.
Llegó a la conclusión de que probablemente no. Tuvo la sensación de que era un forastero que no hablaba el idioma, que no había probado la comida y que no había contemplado las vistas. ¿Cómo era posible tal cosa? ¿No lo perseguía ninguna chica, en el instituto o en la facultad? ¿Ningún chico tampoco? No alcanzaba a comprender al joven, se dijo mientras Brazil estudiaba los estantes de munición, escogía balas del 38 con camisa metálica para Winchester, cargadores de nueve milímetros para pistolas Luger y contemplaba los proyectiles para automáticas del 45, las Federal Hi-Power de alta potencia, las Hydra-Shok de punta hueca y las Super X 50 Centerfire, que eran demasiado caras para las sesiones de instrucción. El joven reportero estaba excitadísimo. Aquello era una tienda de dulces, y West una cliente ávida.
Los disparos resonaban como si se desarrollase una guerra en la galería de tiro, donde los blancos pobres de la Asociación Nacional del Rifle adoraban sus pistolas y los traficantes de drogas con dinero y abrigo de cuero mejoraban sus habilidades para el asesinato. West y Brazil se proveyeron de auriculares insonorizadores, gafas de seguridad y cajas de munición. Con ello encima, era una mujer con tejanos que llevaba en la mano dos cajas de pistolas. Varios hombres de aspecto peligroso le dirigieron miradas hostiles, molestos por el hecho de que las chicas invadieran su club. Cuando echó una ojeada a su alrededor, Brazil captó señales de peligro.
Al parecer, tampoco él caía demasiado bien a los habituales del local. De repente se sentía incómodo con la sudadera de tenis de Davidson y con la cinta que se había atado a la cabeza para que los cabellos no le cayeran a los ojos. Aquellos tipos tenían agallas y unos hombros muy amplios, como si se entrenaran con carretillas industriales y cajas de cervezas. Había visto los camiones en el aparcamiento, algunos de seis ruedas por eje, como si a lo largo de la interestatal 74 y de la interestatal 40 hubiera que ascender montañas o cruzar ríos. Brazil no entendía a la tribu de machos en torno a la que había crecido en Carolina del Norte.
Lo suyo iba más allá de la biología, de los genitales, de las hormonas o de la testosterona. Algunos de aquellos chicos tenían fotos de chicas desnudas en los guardabarros de las cabezas tractoras de sus camiones y Brazil estaba francamente horrorizado. ¿Un tipo veía a una mujer guapa con un cuerpazo y la ponía a proteger sus neumáticos radiales de la grava? Brazil no. Él la quería en el cine, en el restaurante y a la luz de las velas.
Estaba utilizando la grapadora con la que sujetaba otro blanco en el cartón, y éste al marco que había en su pasillo de tiro. West, la instructora, examinaba el último blanco que había utilizado su pupilo. La silueta que sostenía en alto tenía todos los agujeros de bala agrupados en una pequeña zona en el centro del pecho. Estaba asombrada. Vio a Brazil introducir los cartuchos en el cargador de una pistola de acero inoxidable Sig-Sauer del 38.
—Eres peligroso…
Él agarró la pequeña arma con ambas manos en la posición y el gesto que le había enseñado su padre en una vida que apenas recordaba. Brazil no estaba mal de forma, pero podía mejorarla y disparó una bala tras otra. Extrajo el cargador vacío e introdujo otro. Disparó sin parar, como si no pudiera hacerlo lo bastante deprisa como para matar a cualquier otra persona en la vida que le hiciera daño. Aquello no serviría. West conocía la realidad de la calle.
La instructora pulsó un botón de su cabina y mantuvo la presión. El blanco de papel cobró vida de improviso y se deslizó hacia Brazil a lo largo de una cuerda con un chirrido, como si fuera a atacarlo. Sobresaltado, Brazil disparó alocadamente. ¡PAM! ¡PAM! ¡PAM! Las balas acertaron en el marco metálico del objetivo, en la pared de caucho del fondo, hasta que se quedó sin munición. El blanco se detuvo con un chirrido y se meció en el cable frente a él.
—¡Eh! ¿Qué haces? —Se volvió hacia West, indignado y fuera de sí.
Ella no dijo nada durante unos momentos, mientras rellenaba los cargadores de negro metal. Introdujo uno en su gran semiautomática Smith & Wesson calibre 40, un arma negra de mal aspecto. Después, miró a su alumno.
—Disparas demasiado deprisa. —Echó hacia atrás la guía del arma y el mecanismo volvió hacia delante. Apuntó a la diana de su pasillo—. Te has quedado sin munición. —West disparó, ¡PAM!, ¡PAM!—. Y sin suerte. —¡PAM!, ¡PAM!
Hizo una pausa y disparó dos veces más. Dejó la pistola y se acercó a Brazil. Le cogió la 38 de las manos y abrió la recámara para asegurarse de que el arma estaba descargada y era segura. Luego, apuntó con ella hacia el fondo del pasillo de tiro con las manos y los brazos firmes e inmóviles y las rodillas ligeramente dobladas, en la postura y el gesto correctos.
—Pam, pam —dijo, y dio dos pasos a modo de demostración—. Pam, pam y parar. Ves lo que hace el oponente y apuntas. —Le devolvió la 38, con la culata por delante—. Y no tires del gatillo. Llévatela a casa esta noche y practica.