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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

El astro nocturno (62 page)

BOOK: El astro nocturno
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Los moros ascienden con escalas. Son rechazados una y otra vez. Cae la noche.

Al amanecer, el territorio bajo la cueva ha sido ocupado por las tiendas islámicas, que se asientan en todo el valle, en la destruida fortaleza de Ongar.

Las gentes de Belay se instalan allá arriba, en la cueva en las alturas. No tienen víveres, poco pueden comer si no es la miel de las colmenas asentadas en las rocas. Desde la cueva, la lluvia, omnipresente en las tierras del Norte, lo empapa todo, forma una cortina que, de alguna manera, aísla a los refugiados en la cueva. Tras el agua de la lluvia, frente a ellos se alza la montaña, un bosque de robles y helechos. Continuamente escuchan la cascada que mana bajo la cueva con un ruido rítmico y cadencioso. En la cueva de Ongar, el tiempo transcurre entre suspiros, voces quedas y rezos.

Ha anochecido, más pronto que otros días, por la lluvia que todo lo oscurece. Belay reposa a un lado de la gruta, junto a la gran oquedad de entrada; no puede dormir. Le parece que aquello es un suicidio en el que muchos van a morir. Quizá debería pactar y salvar a su gente. Sin embargo, algo le dice que no debe rendirse. Quizás en el cáliz de ónice hay una fuerza que le da esperanza. Pasan las horas, un viento suave borra las nubes del cielo y, en el firmamento, las estrellas giran en una noche clara, de ambiente límpido tras la lluvia. Al pie de la cueva, Belay divisa las luces del campamento enemigo. Intuye que puede aún resistir, que debe hacerlo. Piensa que no están solos, los hombres de Bermudo, Pedro, tantos pequeños terratenientes, tantos hombres libres, tantos siervos están de su lado. Todos quieren vivir en paz, pero para ello deben vencer al enemigo. Una luz se hace en su mente: ellos, las gentes refugiadas en la Cova de Ongar, retienen allí al ejército del califa, son el señuelo a las fuerzas sarracenas. Un puñado de hombres ha puesto en jaque a todo el ejército musulmán, que no ataca el resto de las tierras cántabras. Sin embargo, necesitan ayuda.

Reclama a Crispo, un hombre pequeño y ágil, de mediana edad, un hombre que le es fiel. Amanece una luna rojiza en el horizonte, apagando el brillo de las estrellas. La noche se torna más clara. Entonces le confía a Crispo su misión, pedir ayuda entre las gentes afines a su casa, convocar a Bermudo y a Pedro. En la claridad del plenilunio, Crispo es izado sobre la roca que forma la cueva y trepa la ladera del monte Auseba. Sólo tiene una idea: llevar a cabo pase lo que pase el encargo de Belay. Buscar auxilio entre los hombres que no quieren pagar impuestos abusivos, que no desean que sus esposas, hermanas e hijas sean vendidas como esclavas, que buscan mantener sus costumbres y su forma de vivir. Sí, tiene que convocar a aquellos que desean la libertad para las tierras astures.

Transcurren varios días. Los asediados recogen el agua de las rocas, comen las plantas que crecen en la abertura de su refugio. No se rinden. Las tropas musulmanas se hartan de la resistencia de aquellas gentes indómitas.

Una mañana, un hombre se adelanta, es Al Qama.

—Nos iremos si nos entregas la copa.

Belay se sorprende al darse cuenta de que el general árabe sabe que allí está la copa.

—No se de qué me hablas, aquí no hay más copa que la que utilizan los monjes para el culto divino.

—Sé que allí se guarda una copa sagrada de ónice, una joya preciosa de gran valor.

—No está en mi mano dárosla, pertenece a los monjes de Ongar.

Desde abajo, Al Qama le grita:

—Ríndete, no sois nada más que unos pocos hombres, ¿cómo vais a oponeros al ejército del califa? Un ejército mayor que el que os destruyó en el Sur.

—Entre mis hombres no hay ahora traidores como los hubo en el ejército de Roderik, como los hubo en Waddi-Lakka, no somos muchos pero os llevamos ventaja.

Al Qama se ríe en sus narices:

—¿Qué ventaja podéis llevar?

La voz poderosa de Belay se escucha por toda la explanada junto al río, en el valle de Ongar.

—Poseemos la copa sagrada, confiamos en el Dios de Voto, en la imagen de la Cova de Ongar.

El general árabe se retira más allá de la roca. En los días anteriores han llegado catapultas capaces de lanzar piedras de gran tamaño a mucha altura. Las disponen bajo la cueva. Entonces, comienzan a lanzarlas. Ninguna llega hasta arriba. De modo sorprendente, los proyectiles rebotan en las rocas, y caen sobre el ejército musulmán, aplastando a hombres y bestias.

Hay algo misterioso en ello.

Se produce una situación de desconcierto entre los islámicos, que se asustan. Los árabes son supersticiosos, corre entre ellos la voz de que en la cueva, los hombres de Belay poseen la figura de una diosa y un misterioso amuleto.

Las tropas comienzan a desmoralizarse, algunos hombres protestan. Al Qama se da cuenta de que llevan varios días sitiando aquel lugar y que las posibilidades de rendición de aquellas gentes son escasas. Ha perdido muchos hombres con las piedras y flechas de aquellos salvajes subidos a rocas inaccesibles.

En ese momento de desconcierto, suena un cuerno en la embocadura del valle de Ongar. La cañada se va llenado de una multitud armada: hombres de linaje astur romano, gentilidades de la costa —los descendientes de los antiguos pésicos y cilúrnigos—, gentilidades de las montañas, orgenomescos y lugones, acuden ahora unidos a la llamada del descendiente de Aster, del Hijo del Hada. Pero no sólo son los astur cántabros, a ellos se unen hombres de origen godo o romano, de las villas de la llanura y de las ciudades cercanas a la costa. No son un gran contingente de guerreros, pero imponen por su coraje y decisión. Las tropas musulmanas tras el largo asedio a Ongar están desmoralizadas, Al Qama, tras un breve enfrentamiento con los hombres que penetran en el valle, se da cuenta de que su ejército no está en condiciones de luchar. No quiere enfrentarse frontalmente a aquel ejército que tapona la salida natural del valle, por lo que resuelve retirarse. Cortada la huida hacia las llanuras costeras, al lugar donde está su cuartel general, gran parte de los islámicos busca la única escapatoria posible: el camino que en rápida pendiente conduce desde las faldas del monte Auseba a los lagos de Ercina y de Enol. Unos pocos logran salir de aquel valle maldito, y consiguen huir hacia la costa, difundiendo la noticia de la derrota; pero la gran mayoría de las tropas de Al Qama se adentra por el interior del país. Sin guías de confianza, en un terreno desconocido y escabroso, las huestes restantes han optado por una vía de evacuación arriesgada.

Al ver el camino que emprenden, Belay juzga que ha llegado la hora de su revancha, y avisa a sus fieles para que se apresten a proseguir la lucha. Desde arriba, desde las montañas, el sonido de un cuerno rebota en las rocas. Aquel cuerno es la señal, la indicación que muestra el recorrido de los ismaelitas, para que los montañeses les sigan, atacándoles al paso.

Ahora, todo se conjura a favor de los astures. Ágiles para trepar por trochas y senderos, o para arrojarse más que descender desde las rocas, conocedores de los lugares con matorral espeso para ocultarse y de las sendas que atajan el camino, las tropas de Belay se disponen a perseguir a los árabes. Aquellos vericuetos le son familiares al príncipe de los astures. Los montes de Vindión han sido la defensa de sus antepasados durante siglos, y él y los que lo acompañan dominan las encrucijadas de la cordillera. Al Qama, con los guerreros que aún le siguen, se introduce más y más en las entrañas de los riscos de Vindión, hostigado continuamente por los montañeses fieles a Belay.

El cielo se torna cada vez más oscuro, una tormenta se aproxima. Un trueno resuena entre las montañas, difundiendo un eco ensordecedor. Parece una advertencia sobrenatural, una llamada al dios que se esconde en el Mons Vindius.

Las tropas de Al Qama se desordenan ante la lluvia, los relámpagos y los truenos. Un terror supersticioso los envuelve y les hace huir en desbandada. Al Qama intenta controlarlos y dirigirlos pero la situación de las tropas lo hace imposible. Los fugitivos llegan a los puertos del Ostón, con sus valles estrechos bordeados de cerros rocosos, con vegas cubiertas por praderías de fresca hierba. Tras atravesar aquel lugar, ante los islámicos se abre la brecha del Cares, magnífica en su grandeza, pero imponente y aterradora. Siguiendo el curso del río, ascienden la montaña hasta Amuesa, una áspera subida bajo peñas salientes que amenazan con caer a cada paso. Marchan al borde de morrenas y de matorral espeso, expuestos a ser sepultados entre peñascos desprendidos por los rebecos o las cabras, o arrojados por los hombres de Belay desde la cima de los montes. En un momento de la subida, a causa de la lluvia, se produce algún desprendimiento que alcanza a uno de los componentes de la expedición, derribándolo. El general árabe ordena a sus tropas que cabalguen con cuidado; pero sus hombres, sin hacerle caso, galopan todo lo rápidamente que pueden; ansían alejarse cuanto antes de aquella pesadilla de lluvia y rocas. La huida desordenada constituye su perdición. El camino en la montaña es estrecho y no es infrecuente que algunos de los hombres tropiecen y resbalen en la roca mojada, precipitándose al vacío. Nadie se detiene a auxiliar a los caídos en la profundidad del barranco.

A la sombra del hayedo de Amuesa abandonan el desfiladero del Cares. Hacia el noroeste, la salida parece más fácil, en esta dirección prosiguen su huida. Faldeando las cumbres, protegidos por bosques de hayas, los sarracenos consiguen ganar un terreno más abierto.

Después de tanto tiempo de saltar sobre rocas, se encuentran las praderas de Amuesa, frescas y cubiertas de pastos. Más allá, aparece ante ellos de nuevo una pedriza, por la que descienden casi despeñándose, hasta llegar a la región de Bulnes.

Por las faldas que dan al sur de la sierra de Main y por entre praderas florecidas de fresnos, marzales, espinos y avellanos, los árabes suben deprisa desde Bulnes. A su derecha dejan la mole caliza del Picu Urriellu. Las hayas cubren las laderas de las montañas en bosques apretados para después dispersarse ante las rocas calcáreas que se les oponen.

Dando la espalda a aquellos picachos, los islámicos llegan hasta un poblado de pastores,
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que asustados han abandonado sus moradas, refugiándose en cuevas a mayor altura. Los guías les dirigen hacia una ruta despejada que sigue un riachuelo hacia el sur. Encuentran allí un camino, resto de una pequeña vía romana que les conducirá hacia las planicies de la Aliva.

Cruzan el valle. Se ha terminado ya aquella serie terrible de sierras altísimas y gargantas abismales. Todo ha cambiado en el paisaje, al descender les aguarda la fecunda y agradable tierra de Liébana.

Pero sus problemas no han acabado aún. La lluvia suave que les ha acompañado se transforma en un intenso aguacero. Después, en el valle de Liébana, se encuentran con Gadea y sus hermanos, a los que se suman los refuerzos que aporta Pedro de Cantabria. Desde las montañas, los jinetes lebaniegos, que no notan la lluvia, acosan a los hombres del Sur, con flechas y lanzas. Gadea lucha como un guerrero más, lidera a las tropas de su casa montada en una yegua torda. Los islámicos intentan salir de aquel infierno dirigiéndose hacia la vega del Deva. Alcanzan el río y siguen su curso, hasta alcanzar Cosgaya. En los estrechos valles cántabros, los hombres de Al Qama son hostigados de modo inmisericorde por los hombres de Arnulfo, los astures de Belay y los guerreros de Pedro de Cantabria, que les lanzan piedras y flechas desde la altura. Un relámpago destella en la oscuridad de la tormenta, poco después resuena un trueno. El fogonazo de luz ilumina entre las gotas de la lluvia las enormes montañas, picachos como agujas de caliza. En ese instante se escucha un ruido fragoroso. No es un trueno. Los cántabros vociferan: «el argayo», y se protegen. Los árabes gritan. Muchos van a encontrar la muerte allí. La montaña se desploma sobre ellos, un argayo, un enorme desprendimiento de tierras sepulta a muchos musulmanes y hace que otros perezcan ahogados en el río Deva.

Belay y los suyos, en silencio, observan el fin de gran parte de sus enemigos. No son capaces de gritar victoria, les asusta comprobar que la mano de Dios ha deshecho a sus enemigos. Los árabes que quedan tras la batalla, aún un numeroso ejército, huyen hacia el Sur y nunca más regresarán a las montañas cántabras. Mientras tanto, el príncipe de los astures y los suyos vuelven grupas hacia Liébana.

Por todos los valles de la cordillera se escucha el rumor del triunfo. Aquella pequeña victoria se convierte en algo legendario y el motivo por el cual las gentes de las montañas se unen frente al enemigo común: Munuza.

Las noticias de la derrota del ejército de Al Qama llegan al gobernador Munuza, con los restos del cuerpo expedicionario islámico que desde el valle de Onís retrocede hasta Gigia. Son tropas desmoralizadas y asustadas, que magnifican en la ciudad los hechos acaecidos en las montañas, quizá para lavar su buen nombre de guerreros. Afirman que un gran ejército rebelde se aproxima a la ciudad costera; lo que provoca que muchos astures renegados abandonen al wali. Cuando Munuza intenta rearmarse comprueba que en sus dominios son pocos los que permanecen fieles. Sólo las tropas que varios años atrás se trajo del Sur, algunos bereberes y árabes. La mayoría de los renegados le han abandonado, asustados por el supuesto avance de un ejército liderado por Belay, al que temen. El pueblo envalentonado ataca las pertenencias y propiedades musulmanas: un silo es incendiado, después varios barcos son hundidos en la bahía.

Al cabo de poco tiempo, un correo de Córduba comparece ante el gobernador bereber, convocando al wali a la capital de la Bética. Munuza evacúa Gigia. Con él se van sus mujeres, fámulos e hijos.

El wali abandona las tierras astures por una antigua senda romana que enlaza con la calzada de la Mesa y la Vía de la Plata, la ruta que, desde siglos atrás, conecta Gigia con la Bética. Cruzando las tierras ribereñas del Nora y la antigua Luccus Augusti, Munuza alcanza el río Trubia. Los espías de la zona le dan cumplida cuenta a Belay de los pasos del gobernador. En un lugar cercano al río, en la región de Olalíes, Belay se enfrenta a lo que resta de tropas musulmanas. Ahora todos los pueblos cántabros y astures se le han unido. Ni las crónicas árabes ni los romances cristianos han relatado nunca los detalles de esta derrota de las tropas del Islam en la que se produjo la muerte de Munuza, el único hombre bereber que durante varios años gobernó las tierras trasmontanas. Tras este triunfo, no quedó ni un solo musulmán en la región astur cántabra. Poco a poco, se repueblan las tierras y se restauran las iglesias.

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