El asesino del canal (8 page)

Read El asesino del canal Online

Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

BOOK: El asesino del canal
7.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

Llamaron a la muchacha. Un marinero le gritó:

—Que parece que estás dormida…

Sonrió apenas y lanzó una mirada de complicidad a Maigret.

El tráfico estaba interrumpido desde por la mañana. Había siete barcos, tres de ellos a motor, frente a la «Marina». Las mujeres venían a aprovisionarse y cada vez la campanita de la puerta tintineaba.

—Cuando quiera puede comer… —dijo el patrón.

—Ahora mismo.

Desde el patio, se quedó mirando el lugar donde aquella misma mañana estaba todavía el «Estrella del Sur».

La noche anterior, dos hombres habían salido de él muy elegantes. Se dirigieron hacia el puente de piedra. Si había que creer al coronel, se separaron tras una viva discusión y sir Lampson prosiguió su camino por la carretera desierta en un tramo de tres kilómetros que conducía a las primeras casas de Epernay.

Nadie volvió a ver a Willy vivo. Cuando el coronel volvió en taxi no vio nada anormal.

¡Ningún testigo! ¡Nadie oyó nada! El carnicero de Dizy, que vivía a seiscientos metros del puente, pretendía que su perro había ladrado, pero como no creyó que fuese nada importante, no podía decir a qué hora fue.

El camino de arrastre, con sus charcos y sus lagunas, estaba demasiado pisoteado por hombres y caballos para que pudiera arrojar alguna luz.

El jueves anterior Mary Lampson, también elegantemente vestida y en un estado aparentemente normal, dejó el «Estrella del Sur», donde no había nadie.

Antes, según Willy, regaló a su amante un collar de perlas que era su única joya de valor.

Y allí se perdía su rastro. Nadie la vio con vida. Y transcurrieron dos días sin que apareciese.

El domingo por la noche estaba estrangulada y sepultada bajo la paja de una cuadra de Dizy, a cien kilómetros de su punto de partida y dos carreteros roncaban junto a su cadáver.

¡Eso era todo! Bajo orden judicial, ambos cadáveres iban a ser conservados en una nevera del instituto forense.

El «Estrella del Sur» acababa de salir hacia el Mediodía, hacia Porquerolles y el «Petit Langoustier», que había sido ya testigo de muchas orgías.

Maigret, con la cabeza baja, rodeaba los edificios del «Café de la Marina». Rechazó una oca furiosa que, con el pico presto, se le echó encima.

En la cuadra no había cerradura, sino una tranca de madera. El perro de caza que zanganeaba por el patio con la tripa demasiado llena se le acercó meneando la cola entusiasmado, como hacía con todos los visitantes.

Abrió la puerta y se encontró de cara con el caballo gris del propietario del hotel, que seguía suelto como siempre, y aprovechó la ocasión para salir a dar una vuelta.

El burro herido seguía en su sitio con la mirada triste.

Maigret rebuscaba por la paja con el pie, como si esperase encontrar algo que hubiese escapado a su primera inspección.

Tras varios intentos repitió con mal humor:

—Estoy como al principio.

Estaba casi decidido a volver a Meaux y París para rehacer, paso a paso, el camino del «Estrella del Sur».

Esparcía toda clase de cosas: viejos ronzales, trozos de arreos, un trozo de vela, una pipa rota…

A lo lejos vio algo de color blanco que destacaba contra un montón de heno y se aproximó con desconfianza. Un momento después tenía en la mano un gorro de marinero americano, parecido a los de Vladimir.

La tela estaba arrugada, llena de lodo y deformada, como si hubiese estado sometida a toda clase de pruebas.

Pero en vano siguió buscando Maigret por los alrededores. En el lugar donde fue encontrado el cuerpo había sido echada paja nueva para que resultase menos siniestro.

—¿Estoy detenido?

No hubiera podido decir por qué le vino a la mente esta frase del coronel mientras se dirigía hacia la puerta de la cuadra. Al mismo tiempo veía al coronel aristocrático y rebajado, con sus grandes ojos siempre húmedos, su borrachera latente y su flema desconcertante.

Evocó el corto diálogo con el magistrado afectado, en aquella sala de café con telas marrones que la magia de unas entonaciones, de unas actitudes, había transformado en lujoso salón.

Sacudía el gorro desconfiado, con la mirada ceñuda:

—Sea prudente —le había dicho el señor Clairfontaine de Lagny tocándole la mano.

La oca, furiosa, perseguía al caballo llenándole de insultos. El otro, con la cabeza baja, resoplaba por los detritus que alfombraban el corral.

A cada lado de la puerta había dos pilotes de piedra y Maigret se sentó en uno de ellos sin soltar la gorra ni la pipa apagada.

Delante suyo no había más que una humareda, un haya rajada y más allá campos donde todavía no se había sembrado nada, la colina de estrías blancas y negras, sobre la cual parecía apoyarse una pesada nube cuyo centro era todo negro.

Por uno de los bordes atravesaba un rayo de sol que sacaba destellos de la humareda.

—«Una mujer encantadora…» —había dicho el coronel hablando de Mary Lampson.

—«Un verdadero caballero» —dijo Willy del coronel.

El único que no dijo nada fue Vladimir, que se limitó a ir y venir, comprar provisiones, gasolina, llenar los tanques de agua potable, achicar el bote y ayudar a su amo a desnudarse.

Unos flamencos pasaron por la carretera hablando en voz alta. De repente Maigret se inclinó. El corral estaba pavimentado con piedras desiguales. Pero a un par de metros más allá, entre dos piedras, algo acababa de ser alcanzado por el sol y brillaba.

Era un botón de bocamanga de oro y atravesado por dos tiras de platino. Maigret vio botones parecidos la víspera en los puños de Willy, cuando el joven estaba tendido en su lecho y lanzaba al techo bocanadas de humo mientras hablaba con negligencia.

Desde entonces no se preocupó más por el caballo ni por la oca ni nada de lo que le rodeaba. Poco después hacía girar la manivela del teléfono.

—Epernay… La Morgue, sí… ¡Policía!

Uno de los flamencos que salía del café se le quedó mirando extrañado de su impaciencia.

—¡Oiga…! Aquí el comisario Maigret, de la P.J.… Acaban de llevarles un cuerpo… ¡No…! no se trata de un accidente de coche… El ahogado de Dizy… Sí… Quiero que consulte sus efectos personales… Tiene que encontrar un botón de la bocamanga… Dígame cómo son… Sí, le espero…

Tres minutos después colgaba, una vez informado, el teléfono y seguía con la gorra y el botón en la mano.

—Su comida está lista…

No se tomó la molestia de contestar a la chica, que, sin embargo, le había hablado con toda amabilidad. Salió sintiendo la sensación de tener el hilo en la mano, pero con la angustia de perderlo.

—La gorra en la cuadra… El botón en el patio… Una insignia del Y. C. F. cerca del puente de piedra…

Se encaminó en esa dirección muy rápido. Los razonamientos acudían y se mezclaban en su mente.

No había recorrido un kilómetro cuando miró ante él con estupor.

El «Estrella del Sur», que había salido una hora antes con grandes prisas, estaba atracado a la derecha del puente, en los cañaverales. No se veía a nadie.

Cuando el comisario no estaba más que a un centenar de metros, por la otra ribera apareció un coche procedente de Epernay, se detuvo cerca del puente y Vladimir, siempre en vestimenta de marino y sentado junto al conductor, saltó al suelo y se dirigió corriendo hacia el barco.

Esperó a que se abriera la escotilla, salió el coronel y luego le tendió la mano a alguien que se encontraba en el interior.

Maigret no se escondió. No podía decir si el coronel le vio o no.

La escena fue muy rápida. El comisario no oía las palabras que se pronunciaban. Pero los movimientos de los protagonistas le dieron una idea bastante precisa de lo que pasaba.

Era la Negretti a quien se ayudaba a salir de la cabina. Por primera vez, la vio en traje de ciudad.

Incluso desde tan lejos se adivinaba que estaba encolerizada.

Vladimir cogió dos maletas que estaban preparadas y se las llevó hacia el coche.

El capitán tendió la mano a su compañera, pero ésta la rehusó y se lanzó a cruzar la pasarela con tanta decisión que estuvo a punto de caerse de cabeza a los cañaverales.

Y se puso en marcha sin aguardarle. La siguió varios pasos detrás, impasible. Ella se lanzó al coche con la misma rabia, sacó la cabeza por la ventanilla y gritó algo que debía ser una injuria o una amenaza.

Sir Lampson, sin embargo, cuando el coche arrancó y pasó delante suyo, se inclinó galantemente, la contempló mientras se alejaba y volvió hacia su barco en compañía de Vladimir.

Maigret no había hecho ni un gesto. Tuvo la sensación de que se estaba produciendo un cambio fundamental en el inglés.

No sonreía. Pero seguía tan flemático como siempre. Pero, por ejemplo, en el momento de ir a entrar en la cabina, tocó, sin dejar de hablar, el hombro de Vladimir con una cierta amabilidad.

La maniobra fue magnífica. Sólo había dos hombres a bordo. El ruso metió la pasarela a bordo de un solo impulso, y soltó las amarras.

La proa del «Estrella del Sur» estaba incrustada en el cañaveral. Una gabarra que llegaba por detrás, pitó.

Lampson se volvió, al hacerlo, tuvo que ver forzosamente a Maigret, pero no hizo nada que lo diera a entender. Con una mano embragó, con la otra le dio un par de vueltas al timón de cobre y el yate se deslizó hacia atrás justo para desembarrancar, evitó la proa de la gabarra deteniéndose a tiempo, y se puso en marcha dejando tras de sí un torbellino de espuma.

Apenas llevaba cien metros de navegación cuando lanzó tres pitidos para advertir a la esclusa de su llegada.

* * *

—No pierda tiempo… Siga la carretera… Si es posible, alcance ese coche…

Maigret había detenido la camioneta de un panadero que pasaba en dirección a Epernay. Se veía el coche de la Negretti a un kilómetro poco más o menos, pero rodaba lentamente porque el macadam estaba resbaladizo.

Cuando el comisario se dio a conocer el panadero lo miró con curiosidad.

—Mire, en cinco minutos podría adelantarlo…

—No corra demasiado…

Ahora era Maigret quien le miraba con curiosidad y sonreía viéndole adoptar la pose de los perseguidores de película americana.

No tuvieron que hacer ninguna maniobra peligrosa ni hubo dificultades para alcanzarlo. En las primeras calles de Epernay, el coche se detuvo probablemente para que la pasajera hablase con el chofer y luego se puso en marcha de nuevo, para detenerse definitivamente pocos metros más allá, ante un hotel medianamente lujoso.

Maigret dejó la camioneta a cien metros de allí, le dio las gracias al panadero, que no aceptó una invitación a beber y prefirió estacionarse en la misma acera del hotel.

Un mozo transportó las dos maletas. Gloria Negretti atravesó vivamente la acera.

Diez minutos después Maigret se presentó al gerente.

—¿La señora que acaba de llegar?

—Habitación 9… Ya me pareció que había algo… Le he visto una especie de agitación… Hablaba a una velocidad de locura, salpicando su conversación de palabras extranjeras… He creído entender que no deseaba ser molestada y que deseaba cigarrillos y kummel. ¿No habrá escándalo, verdad?

—En absoluto —afirmó Maigret—. Sólo unas preguntas…

No pudo evitar una sonrisa al acercarse a la puerta n° 9. Porque en la habitación había una verdadera batahola. Los tacones de la mujer resonaban con ritmo desordenado.

Iba y venía en todas direcciones. Se la oyó cerrar una ventana, arrastrar una maleta, hacer correr el agua en el lavabo, tumbarse en la cama, levantarse y arrojar los zapatos lo más lejos posible.

Maigret llamó.

—¡Entre!

La voz vibraba de cólera e impaciencia. Pese a no llevar allí más que diez minutos, tuvo tiempo de cambiarse de traje, desordenar sus cabellos y ponerse, en suma, con el mismo aspecto que tenía en el «Estrella del Sur».

Cuando reconoció al comisario tuvo un destello de cólera en sus ojos marrones.

—¿Qué quiere usted…? ¿Qué viene a hacer aquí…? ¡Estoy en mi casa…! Yo pago esta habitación y…

Continuó hablando en una lengua extranjera —probablemente español— mientras se volcaba un frasco de colonia en las manos y se restregaba la frente ardiendo.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—He dicho que no quería ver a nadie… ¡Váyase…! ¿Entiende…?

Caminaba sobre sus medias de seda y evidentemente no llevaba ligas porque al poco empezaron a deslizarse y mostró una rodilla embadurnada y muy blanca.

—Mejor sería que les hiciese las preguntas a quienes pueden responderlas… Pero no se atreve, ¿eh…? Porque es coronel… Porque es «sir» Lampson… Un bonito «sir…». Ah, si sólo contase la mitad de lo que sé…

—Vea…

Rebuscó por su bolso hasta encontrar cinco billetes de mil francos arrugados.

—He aquí lo que acaba de darme… Y hace dos años, ¿no es eso?, que vivo con él…

Arrojó los billetes contra la alfombra, pero después, pensándolo mejor, se agachó, los recogió y los guardó de nuevo en su bolso.

—Naturalmente, me ha prometido enviarme un cheque… Pero ya sé lo que valen sus promesas… ¿Un cheque…? Ni siquiera tiene dinero suficiente para llegar a Porquerolles… Lo cual no le impedirá emborracharse de whisky todos los días…

No lloraba, y, sin embargo, tenía lágrimas en la voz.

Era una agitación muy extraña en esta mujer que Maigret siempre había visto sepultada en una beatífica pereza de atmósfera caldeada.

—Es como su Vladimir… Incluso se atrevió a decirme tratando de besarme la mano:

»—Adiós, señora…

»Ah… Tienen una cara… Pero cuando el coronel no estaba, Vladimir…

»Pero esto no le importa a usted… ¿Por qué sigue aquí…? ¿Qué espera? ¿Cree que voy a decirle algo importante?

»¡Ni una palabra!

»Y, sin embargo, tenga en cuenta que estaría en mi pleno derecho…

No estaba quieta un minuto, cogía objetos de la maleta y los ponía en cualquier parte para cogerlos de nuevo y dejarlos más allá…

—¡Dejarme en Epernay…! En este sucio agujero lluvioso… Le supliqué que me llevara al menos hasta Niza donde tengo amigos… Por su culpa les dejé…

»Claro que también es cierto que debo estar contenta de que no me haya matado…

»No diré nada, ¿me entiende? Puede marcharse… ¡La policía me carga…! Tanto como los ingleses… Si se atreve, vaya a detenerle…

»Pero no se atreverá… Yo sé cómo van estas cosas…

Other books

Waters Fall by Becky Doughty
Making the Team by Scott Prince
Blood of the Mountain Man by William W. Johnstone
Agent of the State by Roger Pearce
Carolina Gold by Dorothy Love
Prospect Street by Emilie Richards
Vortex of Evil by S D Taylor