—Van a venir los médicos… Más vale que espere…
—¿Es necesario que vengan…? Le harán sufrir y le estropearán sus últimos momentos…
—Es indispensable…
—Pero él está bien con nosotros… ¿Puedo dejarle un momento…? ¿No le atormentarán…?
Maigret esbozó un signo con la cabeza, asegurándoselo, entró en la cuadra y sacó de su bolsillo un pequeño tampón con tinta grasa.
Seguía siendo imposible saber si el carretero tenía consciencia. Sus párpados estaban entreabiertos. Y se filtraba por ellos una mirada neutra y serena.
Pero cuando Maigret levantó la mano derecha del herido y apoyó sus dedos uno tras otro en el tampón, tuvo la impresión de que por espacio de un segundo, la sombra de una sonrisa erró de nuevo por su cara.
Tomó las huellas digitales sobre una hoja de papel, observó un rato al moribundo como si esperase de él algo, lanzó una última mirada a los tabiques y a las grupas de los caballos, que parecían impacientarse, y salió.
Cerca del timón el marinero y su mujer tomaban café con leche mojado con pan mirando a su alrededor. A menos de cinco metros de «La Providencia», el «Estrella del Sur» estaba amarrado, pero no había nadie en el puente.
La víspera, Maigret dejó la bicicleta en la esclusa y allí la encontró. Diez minutos más tarde estaba en el puesto de policía y mandó a un policía en moto a Epernay para enviar las huellas dactilares a París.
Cuando volvió a bordo de «La Providencia» estaban los dos médicos del hospital, con los que tuvo que sostener una discusión.
Los médicos querían llevarse a su herido. La bruselesa, alarmada, lanzaba miradas suplicantes a Maigret.
—¿Es que no puede impedirlo?
—Aunque estuviera muerto, tendríamos que llevárnoslo… Y morirá en una hora…
—Entonces déjenlo.
El viejo no respiraba, no hacía ningún movimiento. Cuando Maigret pasó junto a la mujer, ésta le tocó tímidamente la mano, en un gesto de agradecimiento.
Los doctores atravesaron la pasarela con mal humor.
—Dejarlo morir en una cuadra…—murmuró uno de ellos.
—¡Bah…! Si le han dejado vivir.
El comisario dejó a un agente entre la barcaza y el yate con orden de avisarle si pasaba algo.
Desde la esclusa se puso en comunicación telefónica con el «Café de la Marina» de Dizy, donde le dijeron que el inspector Lucas acababa de llegar y que había alquilado un coche en Epernay para ir a Vitry-le-François.
El tiempo quedó como estancado. El marinero de «La Providencia» aprovechó para calafatear el bote con alquitrán y Vladimir para pulir los bronces del «Estrella del Sur».
En cuanto a la mujer, se la veía ir y venir de la cocina a la cuadra. Unas veces llevando una almohada de sorprendente blancura, otras una cacerola de líquido humeante, sin duda el caldo que se empeñó en preparar.
Hacia las once, Lucas llegó al «Hotel del Marne», donde le esperaba Maigret.
—¿Cómo va eso, viejo?
—Bien… Está usted cansado, patrón.
—¿Hay algo nuevo?
—No gran cosa. En Meaux, nada, salvo el pequeño escándalo provocado por el yate… Los marineros no podían dormir por culpa de la música y los cánticos y querían romperlo todo…
—¿«La Providencia» estaba allí?
—Cargó a menos de veinte metros del «Estrella del Sur…». Pero nadie vio nada anormal…
—¿Y en París?
—Volví a ver a las dos chicas… Confesaron que no había sido Mary Lampson quien les dio el collar, sino Marco… Me lo confirmaron en el hotel, ya que su fotografía no era conocida y nadie la vio… No puedo decirlo, pero tengo la sensación de que Lía Lauwenstein conocía a Marco más de lo que deja entrever y que en Niza ya tuvo que ayudarle…
—¿En Moulins?
—Nada. Visité a la panadera, que es la única Marie Dupin de los alrededores… Una mujer sin malicia que no comprende nada de lo que le está pasando y que se lamenta de que todas estas historias van a causarle trastornos… El extracto del acta de nacimiento data de ocho años atrás… Pero hay un nuevo secretario desde hace tres años, porque el viejo murió… Buscamos por los archivos sin encontrar nada acerca de ese papel…
Tras un silencio, Lucas preguntó.
—¿Y usted?
—No lo sé todavía… Nada… O todo… Va a decidirse en cualquier momento… ¿Qué se dice por Dizy…?
—Que si el «Estrella del Sur» no hubiera sido un yate no le hubiesen dejado marchar y se recuerda que el coronel ya ha tenido otras mujeres…
Maigret no dijo nada y llevó a su compañero a través de las calles de la pequeña ciudad hasta el puesto de telégrafos.
—Póngame con la Identidad Judicial, de París…
Las huellas dactilares del carretero debían haber llegado a la Prefectura hacia las dos. De ahí en adelante todo era cuestión de suerte. Entre las ochenta mil fichas, la ficha buscada podía encontrarse en diez minutos o podían tardar horas.
—Coge un micro, viejo… ¡Oiga…! ¿Quién está al aparato…? ¿Eres tú… Benoît…? Aquí Maigret… ¿Habéis recibido mi comunicación…? ¿Cómo dices…? ¿Que eres tú mismo quien ha realizado la investigación…? Espera un momento…
Salió de la cabina y se dirigió al despacho.
—Quizá tenga ocupada la línea durante mucho tiempo. Procure que no se corte en ningún caso…
Cuando cogió el receptor tenía la mirada más animada.
—Siéntate, Benoît, porque vas a leerme todo el dossier… Lucas, que está a mi lado, tomará notas, venga…
Imaginaba a su interlocutor con tanta nitidez como si lo hubiese tenido cerca, porque conocía los locales, allá arriba en las buhardillas del Palacio de Justicia, donde los armarios de hierro contenían las fichas de todos los malhechores de Francia y de buen número de bandidos extranjeros.
—Primero, su nombre…
—Jean Evariste Darchambaux, nacido en Boulogne, actualmente de cincuenta y cinco años.
Maquinalmente, Maigret buscó en su recuerdo un asunto con ese nombre, pero ya la voz indiferente de Benoît que articulaba las sílabas con minuciosidad, volvió a oírse, mientras Lucas escribía:
—Doctor en medicina…, casado a los veinticinco años con una cierta Céline Mornet, de Etampes… Instalado en Toulouse, donde hizo sus estudios… Vida muy movida… ¿Me oye, comisario?
—Muy bien. Sigue…
—He tomado todo el dossier porque la ficha no dice casi nada… La pareja no tarda en estar acosada por las deudas… Dos años después de su matrimonio, a los veintisiete años, Darchambaux es acusado de haber envenenado a su tía, Julia Darchambaux, que había venido a reunirse con la pareja en Toulouse y que reprobaba su género de vida… La tía tenía dinero… Los Darchambaux eran sus únicos herederos…
»La instrucción duró ocho meses porque no se encontraba una prueba normal… Al menos el asesino pretendía —y ciertos expertos lo sostenían— que los medicamentos ordenados a la vieja no constituían un veneno en sí mismos y que no se trataba más que de una cura audaz…
»Hubo polémicas… ¿No quiere que le lea las declaraciones…?
»El proceso fue muy agitado y hubo que suspender muchas veces la audiencia… La mayoría de la gente esperaba un sobreseimiento, sobre todo después de la declaración de la mujer del doctor, que vino a jurar que su marido era inocente y que si lo ponían a la sombra ella se le reuniría allí…
—¿Condenado? —preguntó Maigret.
—Quince años de trabajos forzados… Espere… Eso es todo en nuestros
dossiers
… Pero envié un ciclista al Ministerio del Interior… Acaba de volver…
Se le oyó hablar con alguien que estaba detrás suyo y manejar papeles.
—Aquí está… No dice gran cosa… El director de Saint-Laurent-du-Maroni quiso hacer trabajar a Darchambaux en uno de los hospitales de la colonia penitenciaria… Rehusó… Las calificaciones son buenas… Forzado dócil… Una sola tentativa de evasión, en compañía de quince compañeros que le arrastraron…
»Cinco años más tarde, un nuevo director intenta lo que él llama la reeducación de Darchambaux, pero pronto se da cuenta de que nada, en el forzado que le llevan, recuerda al intelectual de antaño, ni siquiera al hombre de una cierta educación…
»Bueno. ¿Esto le interesa…?
»Colocado como enfermero a Saint-Laurent, él mismo solicita su retorno a la colonia…
»Es dulce, testarudo y silencioso. Uno de sus compañeros de profesión interesado por su caso, le examina desde el punto de vista mental y no puede pronunciarse.
»Existe, como escribe subrayando estas palabras con tinta roja, una especie de extinción progresiva de las facultades mentales, paralela a una hipertrofia de la vida física.
»Darchambaux roba en dos ocasiones. En ambas, roba comida, la segunda a un compañero de condena que le hiere en el pecho con una piedra.
»Unos periodistas en visita le aconsejan en vano que pida gracia.
»Una vez terminados sus quince años, queda relegado y se coloca como criado en una serrería donde se ocupa de los caballos.
»Desde los cuarenta y cinco años ya no tiene más contactos con la ley y su rastro se pierde completamente.
—¿Eso es todo?
—Puedo mandarle el dossier… No le he dado más que un resumen…
—¿Nada acerca de su mujer…? Dices que nació en Etampes, ¿verdad…? Muchas gracias, Benoît… No merece la pena que mandes nada… Con lo que me has dicho basta…
Cuando salió de la cabina acompañado de Lucas, estaba contento.
—Telefonea a la alcaldía de Etampes. Si Céline Mornet ha muerto, allí lo sabrán, al menos, si ha muerto bajo ese nombre… Mira también en Moulins si Marie Dupin tiene familia en Etampes…
Atravesó la ciudad sin ver nada, con las manos en los bolsillos y tuvo que esperar cinco minutos al borde del canal, porque una gabarra pesadamente cargada, apenas avanzaba arrastrando su vientre plano por el fondo cuyo limo subía a la superficie con borbotones de agua.
Delante de «La Providencia», se acercó a la gente que había apostada sobre el camino de arrastre.
—Puede usted marcharse…
—Veía al coronel paseando por el puente de su yate.
La patrona de la gabarra se acercó corriendo mucho más afectada que por la mañana, con surcos relucientes en las mejillas.
—Es horroroso, comisario…
Maigret palideció, y preguntó con los rasgos endurecidos:
—¿Ha muerto?
—No… Silencio… Antes, estaba sola con él… porque debo decirle que si él también quería a mi marido, tenía una preferencia por mí…
»Yo soy mucho más joven… Bueno, al menos, él me miraba un poco como a una madre…
»Pasábamos semanas sin hablar… Sólo que… Por ejemplo… Mi marido siempre se olvida de la fecha de mi santo… Santa Hortensia… Pues bien, durante ocho años, Jean nunca dejó de ofrecerme flores… Algunas veces, cuando estábamos en el campo, me preguntaba dónde iría a buscarlas…
»Y, ese día ponía una escarapela en los collerones de los caballos…
«Bueno… Estaba sentada cerca de él… Sin duda son sus últimas horas… Mi marido hubiera querido hacer salir a los caballos que no están acostumbrados a quedarse encerrados durante tanto tiempo…
»Me opuse porque estoy segura de que le gusta verlos allí…
»Le cogí su gruesa mano…
Se puso a llorar. No sollozaba. Continuó hablando con unas lágrimas fluidas que corrían por sus mejillas rosas.
—No sé cómo ocurrió… No tenemos niños… Aunque hemos decidido adoptar uno cuando tengamos la edad que exige la ley…
»Le estaba diciendo que no era nada, que se salvaría, que trataríamos de encontrar un cargamento para Alsacia, donde en verano la región es muy bonita…
»Sentí que sus dedos estrechaban los míos. No podía decirle que me hacía daño…
»Fue entonces cuando él quiso hablar…
—¿Comprende…? Un hombre como él, que ayer mismo era tan fuerte como sus caballos… Abrió la boca… Hizo tan violento esfuerzo que sus venas se le hincharon en las sienes…
»Escuché un ruido ronco, como un grito de animal…
»Le supliqué que se quedara tranquilo… Pero se obstinaba… Se sentó en la paja no sé cómo… Y seguía… abriendo la boca…
»Le salía sangre que corría por su barbilla…
»Hubiese querido llamar a mi marido… Pero Jean me seguía reteniendo… Me daba miedo…
»No puede imaginárselo… Trataba de entenderle… le preguntaba…
»¿Beber…? ¿No…? ¿Quieres que busque a alguien…?
»¡Y estaba tan desesperado de no poder decir nada…! Hubiera debido adivinar… Traté de entenderlo…
»Dígame. ¿Qué podría preguntarme…? Tenía algo desgarrado en la garganta… pero no sé…
»Tuvo una hemorragia… y terminó por volverse a acostar, con los dientes apretados, precisamente sobre su brazo roto… Eso debía hacerle daño pero, sin embargo, parecía no sentir nada…
»Miraba recto delante suyo…
»Daría tanto por saber lo que le haría feliz antes… de que sea demasiado tarde…
Maigret se dirigió sin hacer ruido hacia la cuadra y miró al interior.
Resultaba tan penoso y áspero como con una bestia, con la cual no hay ningún medio de comunicarse.
El carretero estaba replegado sobre sí mismo. Se había arrancado una parte del vendaje que el médico le pusiera la noche anterior en el torso.
Se oía el silbido espaciado de su respiración.
Uno de los caballos tenía la pata enganchada en la brida, pero seguía inmóvil, como si hubiese caído en la cuenta de que estaba ocurriendo algo solemne.
Maigret también dudó. Evocó el cuerpo de la mujer muerta escondida en la paja de la cuadra de Dizy., y también el cuerpo de Willy flotando en el canal rodeado de gente que, en el frío de la mañana, trataba de pescarlo con una pértiga.
La mano, dentro del pantalón, acariciaba la insignia Yachting Club de France y el botón de oro.
Veía al coronel haciendo una reverencia al juez y preguntándole con una voz que no temblaba, si podía seguir su camino.
En la Morgue de Epernay, en una estancia tapizada de casilleros metálicos como el sótano de un banco, dos cuerpos esperaban cada uno en una caja numerada.
Y en París, dos mujeres mal maquilladas debían arrastrar su angustia de bar en bar.
Lucas llegó.
—¿Y bien? —le preguntó Maigret de lejos,
—Céline Mornet no ha vuelto a dar señales de vida en Etampes desde que pidió la documentación para casarse con Darchambaux…
El inspector observó con curiosidad al comisario.
—¿Qué le ocurre?
—Silencio…
Pero Lucas miró en vano a su alrededor: no vio nada que justificara la menor emoción.