El asesino del canal (6 page)

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

BOOK: El asesino del canal
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»Peor para usted si no me cree… Yo estaba un poco embarazado, un poco emocionado… Si la hubiese conocido comprendería…

»A veces ella podía ser desagradable, pero a ratos era conmovedora…

»Usted sabe… Tenía cuarenta años… se defendía… Pero debía sentir que era el fin…

»Alguien entró y me metí el collar en el bolsillo. .. Por la noche el coronel nos llevó al dancing y Mary se quedó sola a bordo…

»Cuando volvimos no estaba allí… Lampson no se inquietó porque no era la primera vez que hacía una escapada…

»¡Y no la clase de escapadas que usted se imagina…! Una vez, por ejemplo, durante las fiestas de Porquerolles, hubo en el «Petit Langoustier» una pequeña orgía que duró cerca de una semana…

»Los primeros días Mary fue la más lanzada… Al tercer día desapareció…

»¿Y sabe dónde la encontramos? En un albergue de Gien donde ella jugaba a ser la mamá de dos niños sucios…

»La historia del collar me fastidió… El viernes fui a París… Tenía que venderlo… Pero me dije que si luego había complicaciones vendrían a parar a mí…

«Entonces pensé en las dos pequeñas de la víspera… Con esas muchachas se hace lo que se quiere… Por otra parte, yo había conocido a Lía en Niza y sabía que podía contar con ella…

»Le di el collar… Por si acaso, le recomendé que dijera, si se le preguntaba, que se lo había dado la misma Mary para venderlo…

»Es tan claro como el día… ¡Es idiota…! Más me hubiera valido quedarme quieto… Porque si no llego a caer con policías inteligentes es una historia como para enviarme ante el juez…

»Lo comprendí cuando supe ayer que Mary había sido estrangulada…

»No quiero saber qué piensa usted. Para serle franco incluso espero ser arrestado…

»Pero será un error… Ahora, si quiere que le ayude estoy dispuesto a echarle una mano…

»Hay cosas que pueden parecerle raras, pero que en el fondo son muy simples.

Estaba casi extendido sobre el lecho y seguía fumando con los ojos clavados en el techo.

Maigret fue a mirar por la ventana para ocultar su embarazo.

—¿Sabe el coronel que está usted aquí? —preguntó volviéndose de repente.

—Sabe tanto como sobre el asunto del collar… E incluso… No puedo exigirle nada, por supuesto… Pero me gustaría que continuase ignorándolo…

—¿Y la señora Negretti…?

—No se entera de nada. Una hermosa mujer incapaz de vivir fuera del diván ni de hacer otra cosa que fumar cigarrillos y beber licores dulces… Desde el día en que llegó a bordo… sigue exactamente igual… ¡Perdón! Juega a las cartas… Yo creo que es su única pasión…

Unos chirridos anunciaron que se iban a abrir las puertas de la esclusa. Dos animales pasaron por delante de la casa y se pararon un poco más lejos, mientras que una gabarra vacía giraba sobre su eje como si quisiese escalar el muro de contención.

Vladimir, plegado en dos, achicaba el agua de lluvia que amenazaba con llenar el bote.

Un automóvil atravesó el puente de piedra, quiso enfilar por el camino de arrastre, se detuvo, ejecutó algunas torpes maniobras y terminó por detenerse definitivamente.

Un hombre vestido de negro se bajó. Willy, que se había levantado, echó un vistazo por la ventana y anunció:

—Las Pompas Fúnebres…

—¿Cuándo piensa partir el coronel?

—Inmediatamente después del entierro.

—¿Tendrá lugar aquí?

—No le importa dónde. Ya tiene una mujer enterrada cerca de Lima y otra casada con un neoyorquino y que terminará bajo suelo americano…

Maigret le miró a pesar suyo como para asegurarse de si bromeaba. Pero Willy Marco estaba serio salvo quizá esa pequeña y equívoca lucecita en sus pupilas.

—Eso si el permiso es concedido… Si no, los funerales tendrán que esperar…

El hombre de negro dudó delante del yate, le preguntó algo a Vladimir, que le contestó sin interrumpir su trabajo, y subió por fin a bordo donde desapareció por la escotilla.

Maigret no había vuelto a ver a Lucas.

—Váyase —le dijo a su interlocutor.

Willy dudó. Por un instante una cierta inquietud se dibujó en su rostro.

—¿Le hablará usted del collar?

—No lo sé…

Se había terminado. Nuevamente desenvuelto, Willy rectificó la posición de su sombrero, saludó haciendo un gesto con la mano y bajó la escalera.

Cuando Maigret descendió a su vez había dos marineros frente al mostrador con una caña de cerveza.

—Su amigo está en el teléfono… —le dijo el patrón—. Ha pedido Moulins…

Un remolcador pitó en la lejanía y Maigret, que maquinalmente había contado los pitidos, murmuró para sí mismo:

—Cinco…

Era la vida del canal. Cinco gabarras que llegaban. El esclusero con botas de agua salió de su casa y se dirigió hacia sus compuertas.

Lucas volvió del teléfono con el rostro enrojecido.

—¡Uf…! Ha sido duro…

—¿Qué hay?

—El coronel me dijo que su mujer se llamaba Marie Dupin de soltera… Para la boda exhibió una partida de nacimiento expedida en Moulins… Acabo de telefonear allí pidiendo la confirmación…

—¿Y?

—Sólo hay una Marie Dupin en los registros. Tiene cuarenta y dos años, tres niños, y es la mujer de un tal Piedboeuf, panadero, en la calle Alta… El secretario del Ayuntamiento, que ha hablado conmigo, la vio ayer mismo detrás de su mostrador y parece ser que pesa alrededor de los noventa kilos.

Maigret no dijo nada. Como un rentista desocupado se dirigió hacia la esclusa, sin preocuparse de su compañero, y siguió con los ojos todas las maniobras, pero dando golpecitos rabiosos con el pulgar a su pipa.

Un poco después, Vladimir se aproximó al esclusero, y, después de llevarse la mano hacia su gorra blanca, preguntó dónde podría llenar el tanque de agua potable.

V. La insignia de Y. C. F.

Maigret se acostó temprano, mientras que el inspector Lucas, a quien le dio instrucciones, se fue a Meaux, París y Moulins.

Cuando salió del café había tres clientes, dos marineros y la mujer de uno de ellos que había venido a buscar a su marido y hacía punto en un rincón.

El ambiente estaba pesado. Fuera, una gabarra estaba atracada a menos de dos metros del «Estrella del Sur», cuyas ventanillas estaban en penumbra.

Pero, bruscamente, el comisario fue sacado de un sueño tan vago que no supo recordarlo una vez abiertos los ojos. Llamaban a su puerta con golpes precipitados mientras una voz asustada gritaba:

—¡Comisario, comisario…! Rápido… Mi padre…

Corrió a abrir, en pijama, y vio a la hija del patrón lanzarse contra él con un nerviosismo inesperado y sepultarse literalmente en sus brazos.

—¡Allí…! ¡Vaya rápido…! ¡No, quédese…! No quiero quedarme sola… No quiero… Tengo miedo…

Nunca se había fijado demasiado en ella. La tenía por una muchacha sólida, bien plantada y sin nervios.

Y se pegaba a él, con el rostro desencajado, el cuerpo tembloroso y con una insistencia engorrosa. Tratando de desasirse se dirigió a la ventana, que abrió.

Debían ser las seis de la mañana. Y el día se iniciaba frío como un amanecer de invierno.

A cien metros del «Estrella del Sur», en dirección al puente de piedra y la carretera de Epernay, cuatro o cinco hombres trataban de coger algo que flotaba en el agua con ayuda de un bichero de gabarra mientras un marinero lanzaba al agua un bote y empezaba a remar.

Maigret llevaba un pijama todo arrugado. Se echó un abrigo por los hombros, buscó sus botas y se las puso con los pies desnudos.

—Sabe usted… Es «él…». Ellos lo han…

Con un brusco movimiento se liberó del abrazo de la extraña muchacha, bajó la escalera y llegó fuera en el momento que una mujer que llevaba un bebé en brazos se acercaba al grupo.

No asistió al descubrimiento de Mary Lampson. Pero este descubrimiento fue quizá más siniestro porque, por el hecho de ser una repetición de crímenes, una angustia casi mítica cayó de plano sobre el canal.

Los hombres se preguntaban unos a otros. El patrón del «Café de la Marina», que había sido el primero en ver una forma humana flotando en el agua, dirigía el salvamento.

Dos veces el bichero sujetó el cadáver. Pero el garfio resbaló. El cuerpo se sumergió algunos centímetros antes de remontar a la superficie.

Maigret ya había reconocido el traje de Willy. No se le podía ver la cara porque la cabeza, más pesada, quedaba sumergida.

El marinero del bote lo pescó de repente, cogió al muerto por el pecho, y con una sola mano lo izó. Pero había que hacerlo pasar por encima de la borda.

Al hombre no le daba asco. Levantó las piernas una después de otra, lanzó la amarra a tierra, y se secó con el reverso de la manga la frente sudorosa.

Por un instante Maigret vio la cabeza adormilada de Vladimir que surgía por la escotilla del yate. El ruso se frotó los ojos. Después desapareció.

—No toquen nada…

Un marinero protestó detrás suyo y murmuró que su hermano, en Alsacia, fue vuelto a la vida después de haber estado tres horas en el agua.

El dueño del café mostró la garganta del cadáver. Estaba claro: dos huellas de dedos, tan negras como en el cuello de Mary Lampson.

Esta tragedia fue más impresionante. Willy tenía los ojos grandes, abiertos, mucho más grandes incluso que de costumbre. Su mano derecha estaba crispada en un puñado de cañas.

Maigret tuvo la sensación de una presencia insólita detrás suyo, se volvió y vio al coronel, también en pijama, con una bata de seda echada por encima y los pies en zapatillas de cuero azul.

Sus cabellos plateados estaban en desorden y su cara un poco abotagada. Y con semejante aspecto, destacaba entre los marineros con botas y trajes de gruesa tela, en el barro y la humedad del amanecer.

Era el más grande y el más corpulento. Emanaba de él un vago perfume de colonia.

—¡Es Willy…! —articuló con voz ronca. Después murmuró algunas palabras en inglés, demasiado rápido para que Maigret pudiera comprender, se inclinó y tocó el rostro del joven.

La muchacha que despertó a Maigret sollozaba apoyada en la puerta del café. El esclusero llegó.

—Telefoneen a la policía de Epernay… Un médico…

La Negretti también salió, desarreglada, con los pies desnudos, pero sin tratar de abandonar el puente del yate, llamaba al coronel:

—¡Walter! ¡Walter…!

En segundo plano había gente que no se sabe cómo había llegado; el conductor del pequeño tren, picapedreros, y un campesino cuya vaca seguía sola por el camino de arrastre.

—Llévenlo al café… Tocándolo lo menos posible.

No cabía ninguna duda de su muerte. El elegante traje, que no era más que un guiñapo, se arrastró por el suelo mientras levantaban el cuerpo.

El coronel siguió a pasos lentos con su bata, sus zapatillas azules, su cráneo coloreado donde el viento levantaba largos mechones de cabello haciéndolo al mismo tiempo ridículo y hierático.

La chica redobló sus sollozos y cuando el cadáver pasó cerca de ella, corrió a encerrarse en la cocina.

El dueño gritaba por el teléfono:

—No, señorita… ¡La policía…! ¡Rápido…! Es un crimen… No corte… ¡Oiga…! ¡Oiga…!

Maigret impidió al grueso de los testigos la entrada. Pero los marineros que habían descubierto el cadáver y ayudado a pescarlo estaban todos en el café, en cuyas mesas seguían los vasos y botellas de la víspera. La estufa ronroneaba. Había una escoba en medio del cuarto.

A través de una ventana el comisario vio la silueta de Vladimir que había encontrado tiempo para ponerse en la cabeza su gorra de marino americano. Los marineros le hablaban, pero él no respondía.

El coronel seguía mirando el cadáver sobre las baldosas rojizas del suelo, no pudiéndose adivinar si estaba emocionado, aburrido o sorprendido.

—¿Cuándo le vio por última vez? —preguntó Maigret aproximándose.

Sir Lampson suspiró y dio la impresión de buscar alrededor suyo al encargado de responder normalmente en su lugar.

—Es muy desagradable… —articuló al fin.

—¿No durmió a bordo?

Con un gesto de la mano el inglés mostró a los marineros que les escuchaban. Era como una llamada a la decencia. Aquello venía a decir:

«Cree usted necesario y conveniente que esta gente…»

Maigret les hizo salir.

—Eran las diez de la noche, ayer y… se terminó el whisky… Vladimir no encontró en Dizy… Quise ir a Epernay…

—¿Le acompañó Willy?

—No mucho rato… poco después del puente se marchó…

—¿Por qué?

—Tuvimos una discusión…

Y mientras hablaba, fijó su mirada sobre el rostro contraído, blando y descolorido del muerto, y sus rasgos se descompusieron.

¿Quizá por la falta de sueño su carne estaba un tanto floja y por eso daba la sensación de estar emocionado? Maigret hubiese jurado que tras sus párpados espesos había lágrimas.

—¿Discutieron?

El coronel alzó los hombros corno resignándose a utilizar este término grosero y brutal.

—¿Tenía usted algo que reprocharle?

—¡No! Sólo quería saber… Le dije: «Willy, eres un canalla, pero tienes que decirme…».

Se calló agobiado y miró en derredor como para no dejarse hipnotizar por el muerto.

—¿Le acusaba de haber matado a su mujer?

Se encogió de hombros de nuevo y suspiró:

—Se marchó solo… A veces ha ocurrido… Al día siguiente bebíamos el primer vaso de whisky juntos sin acordarnos más…

—¿Usted se fue a pie hasta Epernay?


Yes!

—¿Había bebido?

Fue una mirada de piedad la que el coronel echó sobre su interlocutor.

—Y también jugué en el club… Me dijeron en la «Bécasse» que había un club… Volví en auto…

—¿A qué hora?

Hizo un movimiento con la mano para indicar su ignorancia.

—¿Willy no estaba en su litera?

—No… Vladimir me dijo al desvestirme…

Una moto con sidecar se detuvo ante la puerta. Un brigada con un forense entraron en el bar.

—¡Policía Judicial! —dijo Maigret presentándose a su colega de Epernay—. ¿Quiere usted mantener a la gente separada y telefonear al puesto?…

El médico no necesitó más que una ojeada para constatar:

—Estaba muerto en el momento de la inmersión. Vea estos trazos…

Maigret los había visto. Lo sabía. Maquinalmente miró la mano del coronel que era musculada, de uñas cortadas en cuadrado y venas sobresalientes.

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