Read El asesinato del sábado por la mañana Online
Authors: -Gur[v1]
¿Cómo se seleccionaba a los aspirantes?, insistió el inspector jefe, y recibió una detallada explicación sobre las cartas de recomendación que habían de presentar todos los candidatos y sobre las tres entrevistas a las que debían someterse. Entrevistas largas y agotadoras, de las que el entrevistado salía con retortijón de tripas. Posteriormente, el Comité de Formación convocaba a los candidatos y los seleccionaba en función de la impresión que hubieran producido a sus entrevistadores. La siguiente pregunta caía por su propio peso.
—¿Quiénes son los entrevistadores? —preguntó Ohayon, como si ya supiera la respuesta.
—Los entrevistadores son los analistas veteranos y los analistas instructores.
—Lo que nos lleva de nuevo —Ohayon sonrió— a la pregunta inicial: ¿Cómo se llega a ser analista instructor?
A Gold le vino a la memoria el comentario que le había hecho hacía un par de años otro paciente de Neidorf con el que estaba intercambiando impresiones. «Es como un bull-dog», había dicho el candidato. «Se aferra a algo que has dicho y no lo suelta hasta que llega al meollo. » La perseverancia de algunas personas, pensó Gold, es agotadora, e incluso pensar en su perseverancia es agotador. El policía que tenía enfrente lo estaba dejando exhausto. Estaba claro que nunca olvidaría ni pasaría por alto ninguna pregunta. Lo único que no estaba claro era por qué Gold sentía tal resistencia y renuencia a contestar.
Dijo que, después de un número de años no especificado, el Comité de Formación del Instituto decidía quién podía convertirse en analista instructor.
—Ah —el inspector jefe exhaló un suspiro de comprensión y, quizá también, de leve desengaño—. Es simplemente una cuestión de veteranía.
Gold explicó que no era exactamente así. Aunque a un observador que viera las cosas desde fuera le pudiera parecer que se trataba de una decisión arbitraria, de una simple cuestión de procedimiento, la realidad era otra. El Comité elegía a las personas que le parecían adecuadas. Por una mayoría de dos tercios, agregó para demostrar que se trataba de un asunto serio.
¿Y quiénes eran los miembros de ese comité que tomaba tantas decisiones importantes?, preguntó Ohayon. Le gustaría formarse una idea sobre las jerarquías internas.
El Comité de Formación estaba compuesto por diez personas, elegidas entre los analistas cualificados a través de una votación secreta. No, los candidatos no participaban en la votación, desde luego, ni tampoco en ninguna otra votación. Sí, el actual presidente del Comité de Formación era Hildesheimer. Desde hacía diez años. Siempre lo reelegían a él.
Ohayon preguntó si podían volver al tema de Neidorf.
Gold no quería volver al tema de Neidorf; quería marcharse del edificio, que parecía estar desierto. A pesar de todo respondió que Neidorf había sido su analista. Advirtió que había comenzado a hablar en pasado. Echó un vistazo a su reloj y vio que eran las doce.
Ohayon se vio obligado a repetir la pregunta. «¿Enemigos?, dijo Gold haciendo eco de la última palabra de la pregunta, como si no pudiera dar crédito a lo que oía. «Pero, ¿qué es esto? ¿La televisión?» No, claro que no; todo el mundo la admiraba. Habría quien le tendría envidia, como persona, como mujer, como profesional, pero «nadie le deseaba ningún mal, como dicen en las novelas de detectives».
Él ni siquiera se había dado cuenta de que le habían pegado un tiro. Y, desde luego, no había visto ninguna pistola. Pensó que había muerto de repente de un infarto de miocardio o algo semejante. Sí, claro que era médico, pero no había tenido la presencia de ánimo necesaria para tocarla. No, no había sentido miedo; aquello no tenía nada que ver con el miedo, sino con la relación que había entre ellos. ¡Neidorf era su analista! Las últimas palabras fueron pronunciadas casi en un grito y, después, Gold bajó la voz para decir, apenas susurrar, que para él Neidorf era una persona intocable.
El policía formuló la pregunta siguiente mientras encendía otro cigarrillo, sin retirar la vista de Gold, que, a su vez, había fijado la mirada en la caja de cerillas rebosante de ceniza y de colillas. Estuvo a punto de pegar un salto. ¡No, no había ni que pensar en el suicidio! ¡Y, para colmo, en el Instituto! Meneó la cabeza con furia mientras pronunciaba la palabra «no», que luego repitió: «No, no era ese tipo de persona». «No, ella nunca habría hecho algo así. » «No, totalmente descartado. » Caramba, continuó argumentando en contra de aquella hipótesis ultrajante, si tenía que pronunciar una conferencia esa misma mañana. ¿Una persona tan responsable como ella? Ni hablar.
Y a continuación se produjo la situación más irritante de todas, cuando Ohayon le pidió que acompañara al agente de turno (para entonces Gold sabía muy bien que era el pelirrojo) a la comisaría del barrio ruso para firmar una declaración. En un principio, Gold trató de sugerir que aplazaran el asunto hasta el día siguiente, pero Ohayon le explicó con cortesía y firmeza que el procedimiento así lo establecía y abrió la puerta que daba al vestíbulo, donde el pelirrojo estaba esperándolo. El agente sonrió a Gold e incluso le abrió la puerta principal para que pasara.
—¿Cuánto tiempo voy a tardar? —le preguntó Gold a Ohayon, que los estaba mirando.
—No mucho —dijo el pelirrojo, y lo condujo hasta el Renault del que Ohayon se había bajado horas antes.
La escena que Gold presenció antes de abandonar el edificio permanecería grabada en su memoria largo tiempo: en el salón de actos estaban sentados los miembros del Comité de Formación alrededor de la redonda mesa de juntas, que alguien había puesto de nuevo en su lugar, en el centro de la habitación. Las sillas plegables habían desaparecido. Hildesheimer, con una taza humeante en las manos, alzó la vista y le hizo una seña a Ohayon para que se uniera a las personas que aguardaban inquietas en torno a la mesa, preparándose para abordar un problema al que nunca se habían enfrentado antes. A Gold no le pareció que tuvieran demasiada entereza; de hecho, tuvo la impresión de que no estaban más enteras que él.
El sol seguía calentando la calle. Después de una semana de lluvias, el Instituto conservaba por fuera el mismo aspecto de siempre: la puerta verde que daba paso al amplio jardín, el porche redondo y elevado y, detrás del porche, el gran edificio de estilo árabe. Era imposible eludir el banal pensamiento de que aquello no había sido más que un mal sueño; quizá no había ocurrido en realidad, quizá no habían sido más que imaginaciones de Gold, una especie de delirio psicótico. Pero el coche en el que se montó era de lo más real, como el pelirrojo que se sentó al volante, y las personas que estaban junto a la verja enjugándose los ojos también eran reales. No había lugar a duda: Gold supo con absoluta certeza que el mundo nunca volvería a ser el mismo.
Tan sólo son seres humanos, se dijo con expresión impasible Michael Ohayon, al darse cuenta de que las nueve personas que estaban sentadas en torno a la gran mesa redonda no eran otros que los miembros del Comité de Formación del Instituto.
De las habitaciones contiguas le llegaban amortiguadas las voces de los dos técnicos del laboratorio móvil, a quienes había pedido que inspeccionaran todo el edificio «centímetro a centímetro».
Hildesheimer, que estaba sentado a su lado, le informó en susurros de que, al comienzo de la reunión, había explicado a los miembros del Comité que la doctora Neidorf había sido encontrada muerta en el edificio, pero no había mencionado la pistola, pensando que quizá el inspector jefe preferiría comunicárselo él mismo. Con esa idea en mente, le había pedido que se uniera a ellos en «ese foro». Las manos del viejo se cerraron con fuerza sobre la taza de café mientras le decía que todo el mundo había encajado muy mal la noticia. Michael le preguntó si había advertido alguna reacción sorprendente o extraña y el anciano, después de un instante de silencio, le dijo que no recordaba nada de particular..., de momento, añadió cautamente; había habido algún que otro arranque emocional, pero eso era previsible.
Subiendo la voz hasta un volumen normal, Hildesheimer le preguntó al inspector jefe si quería beber algo y Michael, aspirando el tentador aroma del café del anciano, respondió que, si no era mucha molestia, le gustaría tomar una taza de café. Un hombre menudo que estaba sentado al otro lado de Hildesheimer preguntó con un acento indefinible si prefería un café turco o un Nescafé sin leche, y Michael dijo:
—Turco —y añadió inmediatamente—: con tres cucharadas de azúcar, por favor.
El hombrecillo, que llevaba un jersey negro de cuello vuelto y tenía una cara aniñada de expresión malhumorada, enarcó una de sus finas cejas y repitió extrañado:
—¿Tres?
—Tres cucharadas —confirmó Michael sonriendo—, si la taza es de ese tamaño —y señaló el tazón de Hildesheimer.
A continuación, Hildesheimer procedió a presentarle a las personas sentadas en derredor de la mesa; a modo de preámbulo señaló que probablemente a Michael le resultaría difícil recordar todos los nombres.
El inspector jefe no le contradijo, pero fue mirando detenidamente a todos a medida que se los presentaban. Recordar nueve nombres, uno de los cuales no era una novedad para él, no constituía ninguna dificultad para alguien que se había especializado en historia medieval y había sido la envidia de sus compañeros por su capacidad de recordar todos los nombres de los papas y las dinastías reales de Europa. Pero en la situación actual, prefirió guardarse para sí ese don, no por falsa modestia, sino porque era una carta que no quería mostrar en esa fase del juego.
El hombre que le trajo el café era Joe Linder..., el doctor Linder, naturalmente; allí todos eran doctores. Las dos mujeres que estaban sentadas una junto a la otra, pálidas pero sin lágrimas en los ojos, eran Nehama Zold (la más joven, vestida uniforme y severamente, rondaría los cuarenta y cinco años; tenía una expresión adusta, y, aunque era básicamente atractiva, parecía haber hecho un esfuerzo consciente por ocultarlo, según advirtió Michael) y Sarah Shenhar (una especie de hada madrina benevolente, con un jersey grandote echado sobre los hombros, tenía al menos sesenta años y una expresión alterada en el bondadoso rostro).
A continuación estaba sentado un hombre muy flaco y de luenga cabellera blanca llamado Nahum Rosenfeld, que nunca se retiraba de la boca un puro corto y fino, y que le trajo a Michael a la memoria una frase que su madre le había repetido a lo largo de toda su infancia: «Come, Michael, come, para que no termines sin carne en los huesos y con malos pensamientos en la cabeza»; frase que, sin duda, era el motivo de que siempre se sintiera incómodo y un tanto receloso en compañía de personas excesivamente delgadas. También había entre los miembros del Comité un hombre muy apuesto llamado Daniel Voller, que, como Rosenfeld, aparentaba andar por la cincuentena; sentados en la zona de la mesa redonda más alejada de Michael había cuatro hombres más, todos los cuales parecían sesentones, tres de ellos de sesenta y pocos años y otro, Shalom Kirshner, calvo y muy gordo, próximo a los setenta. Ninguno de ellos pronunció una sola palabra durante la reunión.
Nehama Zold estaba fumando cigarrillos, cuyas colillas dejaba manchadas de carmín; Joe Linder daba chupadas a una pipa, y Rosenfeld, claro está, fumaba un puro. Michael se sacó un paquete aplastado del bolsillo y alguien empujó un cenicero en su dirección.
Una vez que Hildesheimer hubo concluido de presentar a sus colegas, hizo la presentación de Michael, mencionando su rango, que no pareció impresionar a nadie, y diciendo que era el agente de la policía «encargado de investigar nuestra tragedia». A continuación dijo:
—El inspector jefe Ohayon se ha prestado amablemente a reunirse con nosotros para aclarar algunos asuntos, a petición mía, y ayudarnos en todo lo que pueda.
En el silencio que se hizo a continuación Michael se recostó en su asiento, dando caladas al cigarrillo, sin atreverse a tomar un sorbo del café caliente que tenía delante. Todos lo miraban de hito en hito y en el aire flotaba una desconfianza que casi se podía palpar. Esta gente, pensó, no cree en mi capacidad para resolver nada y está cargada de prejuicios sobre la policía y, probablemente, sobre cualquier persona cuyos padres no fueran europeos.
En ese momento se llamó al orden y amonestó a su lado más débil para que no cediera a impulsos irrelevantes, como la necesidad de causar buena impresión. Había que poner manos a la obra.
Consciente de que todas las miradas estaban posadas en él, tuvo que hacer un gran esfuerzo para arrancar a hablar. Lo más prudente sería plantear en seguida la pregunta que había estado rondándole en la cabeza desde que Hildesheimer la sacara a relucir cuando estaban junto al cadáver. En la sala se hizo un silencio absoluto cuando terminó de preguntar qué estaría haciendo la doctora Neidorf en el Instituto a una hora tan temprana. Mientras tomaba el café a sorbos observó las expresiones de las personas sentadas en torno a la mesa.
Rosenfeld tenía una expresión ausente; Linder, de perplejidad; Nehama Zold, inquisitiva, y Sarah Shenhar, de miedo. Hildesheimer estaba ocupado observando a sus colegas, que se revolvían inquietos.
Joe Linder rompió el silencio para decir que tal vez había ido allí para repasar el borrador de su conferencia. La expresión con la que habló revelaba que ni él mismo creía en esa hipótesis. Nehama Zold se apresuró a refutarla, preguntando en tono nasal y arrastrando las palabras qué le habría impedido a Neidorf repasar la conferencia en su casa grande y vacía. Sarah Shenhar asintió con la cabeza y masculló algo sobre la paz y la tranquilidad que Neidorf había ganado después de que sus hijos se marcharan de casa.
Rosenfeld señaló que la conferencia estaba con toda seguridad redactada a la perfección. A nadie le eran desconocidos los esfuerzos que Neidorf consagraba a la preparación de sus disertaciones. Todos asintieron.
—Debía de tenerla lista desde hace semanas —aseveró Rosenfeld.
—¿Qué hay de su familia? —preguntó Nehama—. ¿Quién va a informar a sus hijos? —y se enjugó el ojo derecho con el dorso de la mano.
Hildesheimer explicó que el hijo de Neidorf estaba realizando un estudio biológico de campo en Galilea y que, por ese motivo, no había ido a recibir a su madre al aeropuerto. La policía, añadió, dirigiendo la vista hacia Michael, que se apresuró a asentir, estaba tratando de localizarlo en ese mismo momento.
—El marido de su hija, que regresó en el mismo vuelo que Eva, está en Tel Aviv, en casa de sus padres. Ya deben de habérselo notificado —y Hildesheimer posó la vista en Michael, que volvió a asentir.