El asesinato del sábado por la mañana (20 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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—A él todo esto le parecen tonterías —dijo.

Michael le preguntó a quién había telefoneado desde el Instituto.

—A Yoav —reconoció Linder. Eran muy amigos—... y lo había invitado a tomar unas salchichas regadas con cerveza para matar el regusto de la conferencia del sábado por la mañana y de la reunión del Comité de Formación, pero, dadas las circunstancias, tuve que cancelar la cita —llegado a ese punto, Linder señaló que Michael era un tipo peligroso y le preguntó cómo podía acordarse.

A modo de respuesta, Michael le preguntó a Linder si le resultaba difícil acordarse de la información relacionada con los problemas de sus pacientes.

Linder se rió a carcajadas y comentó que, aunque nunca había pensado que ambas cosas, la investigación policial y el psicoanálisis, fueran áreas relacionadas, no le faltaba razón.

Michael empuñó la pluma y volvió a preguntar quién había asistido a la fiesta. Linder respondió que, si Ohayon tenía mucho interés, seguramente podría recordar todos los nombres, pero que tenía una lista completa y exacta en su clínica, y añadió sarcásticamente que, si algún día se le permitía volver allí, tendría mucho gusto en ponerla a disposición del inspector jefe.

—¿Por qué tiene una lista? —preguntó Michael receloso—. ¿No le parece extraño hacer una lista de los invitados a una fiesta?

—Ah —dijo Linder—, es que no era una fiesta normal, aunque al final estuvimos bailando; en realidad era una cuestión de trabajo, y Tammy me dictó la lista de personas a las que quería que invitara.

Michael se levantó y le dijo a Linder que iba a acompañarlo a identificar la pistola, que, de momento, se quedaría en manos de la policía («¿Como prueba para el juicio?», preguntó Linder cándidamente, y a Michael empezó a caerle bien), y que después irían a su clínica a buscar la lista de invitados.

Se dirigieron a la clínica en el coche patrulla del inspector, lo que suscitó en Linder un regocijo infantil, derivado, según confesó, de su deseo de despertar de su autocomplacencia a los habitantes burgueses de Rehavia con un buen sobresalto.

La clínica estaba en una calle tranquila y flanqueada por hileras de árboles y Michael podía imaginar claramente cómo estaría amueblada. Linder no cesaba de expresar en murmullos la perplejidad que le causaba que la pistola que habían descubierto hubiera resultado ser la suya.

En la puerta encontraron la nota que Linder le había dictado por teléfono a la persona con la que compartía la clínica. En respuesta a una pregunta de Michael, el analista le explicó que su compañera estaba en la recta final de su preparación, pendiente de que el Comité de Formación la admitiera como miembro del Instituto. Entre todos los psicoanalistas veteranos, él era el único que no mantenía estrictas distinciones de clase, porque no veía nada malo en compartir su clínica con una candidata a punto de concluir su formación. No obstante, reconoció, había esperado a terminar de supervisarla antes de llegar a ese arreglo.

—Tampoco veo nada malo en mantener una relación estrecha con mis supervisados —se apresuró a añadir—, sobre todo cuando son mujeres tan guapas como ella.

—¿Y qué me dice de los pacientes? —preguntó Michael.

—Ah, los pacientes... Ésa es otra historia totalmente diferente. Aunque, según los criterios de Hildesheimer, con ellos también me paso mucho de la raya —dijo Linder en tono desafiante.

Tomaron asiento en sendos sillones, separados por una mesita sobre la que había una caja de pañuelos de papel y un cenicero. En un rincón de la habitación estaba el diván, con una alfombrilla de plástico a sus pies y el sillón del psicoanalista detrás. Los cuadros de las paredes eran de tonos suaves y el escritorio oscuro y macizo.

Michael caviló si habría algún manual donde se especificaran las reglas para amueblar los gabinetes psicoanalíticos. Las diferencias entre las personalidades de sus dueños sólo se expresaban a través de la combinación de colores. En este caso el diván estaba cubierto con una tela negra. Michael sonrió al pensar que había otras ciento cincuenta habitaciones casi idénticas a aquélla, y formuló ese pensamiento dirigiéndole una pregunta a Linder, que en ese momento regresaba de la cocina trayendo un par de tazas de café. Linder rompió a reír estrepitosamente, con su risa sonora y cordial; cerró la puerta empujándola con el pie, colocó las tazas en la mesita y respondió a la pregunta mientras revolvía el cajón del escritorio, de donde al fin sacó un par de papeles arrugados y garrapateados con letras de gran tamaño.

—No les vaya a decir algo así a los demás, porque no les haría ninguna gracia. No es que no tengan sentido del humor. Lo tienen. Pero no en estos temas —después se puso más serio—. Sí, los gabinetes son bastante parecidos. Pero el tipo de trabajo que hacemos también es muy similar; el paciente que se psicoanaliza siempre se tumba en un diván, de modo que es necesario tener un diván con un asiento detrás. Además, todos los psicoanalistas se dedican también a la psicoterapia, por lo que todos tienen un par de sillones. La mayoría de los pacientes lloran en algún momento, así que hace falta una caja de pañuelos de papel. De todas formas, tiene razón. Nunca había pensado en ello, pero lo cierto es que el asunto tiene mucha gracia.

Michael le preguntó a Linder si podría confeccionarle una lista de todas las personas que habían estado en su casa durante las dos últimas semanas.

Nada más fácil, repuso Linder. Hasta el sábado no habían recibido ninguna visita: Daniel había estado con paperas.

—Y hasta los que ya las habían pasado, tenían miedo de venir.

Michael echó un vistazo a la lista de invitados. La mitad de los nombres, más o menos, estaban tachados, y Linder le explicó que eso significaba que habían aceptado la invitación. Junto a cada uno de los nombres tachados, entre paréntesis, había algún plato o aperitivo anotado, y Linder continuó explicándole que todos los invitados habían acordado traer algo de comer. Michael señaló que, por lo visto, más de la mitad de las personas de la lista no asistieron a la fiesta.

—Sí —dijo Linder—. La gente de Tel Aviv sólo viene a las fiestas de sus compañeros de curso y los de Haifa no vienen a ninguna; además hay unas cuantas personas mayores que nunca asisten: se les invita por cortesía y para guardar las formas. Hildesheimer sólo se presta a asistir a una fiesta cuando no va a estar allí ninguno de sus pacientes ni supervisados, algo que no ocurre nunca; Eva estaba en el extranjero, y no era la única; a finales de marzo se celebraba no sé qué congreso que se habían inventado para deducir los gastos en sus declaraciones de la renta antes del 1 de abril. Pero asistieron cuarenta personas, y eso se considera un número muy respetable.

—¿Sabía alguien dónde guardaba la pistola exactamente? —preguntó Michael.

—Eso no tiene la menor importancia —dijo Linder con expresión sombría—. ¿Qué más da que alguien supiera dónde estaba la pistola? Algunos de los invitados eran casi de la familia, todo el mundo sabe que no tengo caja fuerte, todo el mundo sabe que tengo una pistola... ¿En qué otro lugar podría haberla guardado?

Michael se quedó callado y a la espera.

—Bueno. Yoav sabía en qué lugar exacto estaba la pistola, pero no habría tenido necesidad de esperar a la fiesta... Viene a casa cada dos por tres. Y otros muchos también; además, puede que hiciera algún comentario en voz alta y que alguien me oyera; no puedo recordar todo lo que digo en cada momento —encendió un cigarrillo, sintió un ligero escalofrío y se levantó a encender la estufa eléctrica. La habitación se había quedado muy fría.

Michael le preguntó si por casualidad recordaba quién había salido del salón y había estado dando vueltas por la casa.

—Todos, todos sin excepción estuvieron paseándose por la casa en todo momento. Los abrigos estaban en el dormitorio y la gente no paraba de entrar y salir para quitárselos, ponérselos, coger algo del bolso o lo que fuera. Tammy se asomó a ver a Daniel, que estaba dormido en nuestra cama, y otros la imitaron. No fue ese tipo de fiesta en que la gente se marcha de golpe y deja cerrada la puerta del dormitorio al salir.

Michael preguntó cautelosamente si Linder sabía algo de las relaciones de Neidorf con los asistentes a la fiesta.

Linder comenzó a hablar pero se interrumpió, tomó un sorbo de café, echó un vistazo a la lista, que Michael sostenía con el brazo estirado, alzó la mirada, y, con un tono distinto, quedo y vacilante, dijo que sabía muchas cosas sobre la gente que había asistido a la fiesta. Sabía quién estaba analizando a los candidatos, quién los supervisaba, pero, en su opinión, nada de eso tenía la menor importancia. Era imposible que cualquiera de ellos la hubiera asesinado. ¿Qué motivo podrían haber tenido?

—Usted no lo comprende —alzó la voz, en la que resonó una nota de convicción apasionada—. Para ellos esa mujer era el paradigma de la perfección. No se podía decir nada contra ella. Ni siquiera me dejaban que bromeara a su costa. Y es inconcebible que un paciente que está analizándose agreda físicamente a su analista. No estamos hablando de psicóticos, de enfermos mentales, con los que todo es posible en teoría. Estamos hablando de personas sanas que tienen problemas personales y están analizándose. Todos los miembros del Instituto se analizan para mejorar sus capacidades profesionales; es un requisito básico de nuestro trabajo.

A través de la pared oyeron el sonido amortiguado de voces y pasos, y el ruido de una puerta abriéndose y cerrándose. Linder explicó que Dina había acompañado a un paciente a la puerta y que, probablemente, el siguiente estaría al caer. El timbre sonó, se oyeron unos pasos y una puerta que chirriaba y, después, se hizo un profundo silencio.

—No, doctor Linder —dijo Michael reposadamente—, por muy doloroso que sea, debo decirle que incluso aquellos a quienes consideramos sanos nos sorprenden a veces. Y precisamente las personas a las que tenemos por modelos de perfección, precisamente ellas..., y usted lo debe de saber mejor que yo..., son en ocasiones el blanco elegido para una agresión. Y, por desgracia, lo que tenemos entre manos es un asesinato, y le estoy pidiendo su ayuda.

Linder fumaba en silencio. Las ojeras oscuras que le sombreaban los redondos ojos acentuaban su palidez. Sacó un pañuelo de papel de la caja que había sobre el anaquel de la mesita y se enjugó el sudor que le perlaba la frente.

—Mire —dijo Michael—, sólo pretendo que me ayude a reconstruir el programa semanal de trabajo de la doctora, las citas con los pacientes y con los candidatos. Por el momento olvídese de quiénes pueden ser los sospechosos y de a quién puede estar delatando. Concéntrese en su programa de trabajo. ¿Qué le parece?

Linder carraspeó, trató de hablar, volvió a carraspear y lo intentó de nuevo.

—De acuerdo —dijo con voz ronca—, pero estoy convencido de que no los conozco a todos. Sólo a algunos —entonces se le iluminó la mirada y exclamó—: Pero encontrará todos los nombres en el diario de la doctora Neidorf, en sus notas. ¿Por qué perder el tiempo en especulaciones?

Michael le explicó que necesitaría disponer de información sobre las personas; de momento, las notas de la doctora no le interesaban. No comentó nada sobre la visita a su casa.

Exhalando un suspiro, Linder sacó un papel del cajón de su escritorio, se lo entregó a Michael y, con un gesto, le indicó que se trasladara a la silla de madera que estaba a su lado y le dijo:

—Lo mejor será hacer un horario. Eva me comentó muchas veces la sobrecarga de trabajo que tenía. Sé, como muchas otras personas, que trabajaba de ocho a nueve horas al día, salvo los jueves, cuando sólo trabajaba seis, porque por la tarde daba clases en el Instituto. Y los viernes también trabajaba seis horas solamente.

Como un alumno aplicado, Michael trazó un cuadro apuntando días y horas y, después, apoyó la barbilla en la mano y se quedó a la espera.

—Bueno, vamos a ver. Empezaremos por las supervisiones. Sólo una hora a la semana para cada supervisado. No sé los días ni las horas concretos, pero eso no tiene mayor importancia. En primer lugar, Dina recibe..., es decir, recibía... su supervisión, estaba a punto de terminar. Ayer, después de la conferencia, se suponía que debían aprobar su presentación, y también la de otro candidato del curso de Dina; se llama... —Linder sacó un lista impresa de otro cajón y, estirando el cuello, Michael vio que era una relación de los miembros y candidatos, idéntica a la que había encontrado en casa de Neidorf la víspera. Linder la repasó a toda velocidad, hasta que su dedo se detuvo en uno de los nombres—: el doctor Giora Biham —a partir de ese momento, Linder siguió consultando la lista mientras Michael iba apuntando lentamente los nombres en el cuadro que había dibujado. En total, seis supervisados—. Que son muchísimos —dijo Linder, y una nota de amargura afloró de nuevo en su voz. Michael le preguntó por qué—. Mire, Neidorf trabaja..., trabajaba..., cuarenta y seis horas a la semana; lo sé con exactitud. Los domingos trabajaba ocho horas; los lunes, nueve; los martes, seis; los miércoles, nueve; ocho los jueves y seis los viernes. Súmelas. Siempre se tomaba un descanso entre la una y las cuatro, excepto los martes y los viernes, esos días trabajaba sin parar. Seis supervisados en cuarenta y seis horas no deja mucho tiempo para el psicoanálisis. Cada caso requiere cuatro horas semanales. Y, además, hay que tener en cuenta las psicoterapias..., no demasiadas, ahora mismo vamos a verlo..., cada psicoterapia ocupa dos horas por semana.

Linder volvió a recorrer la lista con el dedo, leyendo nombres en voz alta, y el horario se fue rellenando con la cuidada caligrafía de Michael. Ocho analizados, ocho nombres encajados en cuatro horas a la semana, todos ellos candidatos a ingresar en el Instituto. Quedaban ocho casillas vacías.

—Bueno —dijo Linder—, en esas ocho horas sobrantes quizá analizara a alguien que no conozco, alguna persona ajena al Instituto, pero me resulta difícil creerlo, porque Eva tenía una lista de espera de dos años, y en todo Jerusalén sólo hay cinco analistas instructores, y ella siempre insistía en que había que dar prioridad a la gente del Instituto, porque sería inconcebible exigir unos requisitos a los candidatos sin facilitarles los medios para que los cumplieran. Típico de ella. ¡Siempre tan justa y cabal!

Michael no dijo nada. A lo largo de la mañana había comprendido que la mejor manera de sacarle información a Linder era quedarse callado. El propio Linder se ocuparía de ir despejando incógnitas.

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