El asesinato del sábado por la mañana (17 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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Baum no había parado de hablar ni un instante. Habló incesantemente de camino hacia la sala, continuó hablando a la vez que le servía el café, y todavía seguía hablando mientras se lo tomaban. Le hizo todas las preguntas adecuadas a la situación: «¿Quién crees que puede haberla matado? ¿Qué motivos tendrían para matarla?». Y: «Además, ¿qué estaría haciendo allí? ¿Qué la habría llevado al Instituto a una hora tan extraña?».

Aunque ésas eran precisamente las preguntas que habían estado atormentando a Gold desde el descubrimiento del asesinato, se limitó a responder que no tenía ni idea, cómo iba a saberlo él; que la policía se devanara los sesos, ése era su trabajo; los peces gordos del Instituto se ocuparían de los pacientes; y el fulano ése, el policía guapo que lo había vuelto majareta con sus preguntas, descubriría al asesino y, al final, todo se arreglaría. Gold no creía ni una palabra de lo que estaba diciendo; las palabras le salían por sí solas, sin control.

—O a la asesina —dijo Baum vagamente.

—¿Por qué asesina? —preguntó Gold extrañado.

—¿Por qué no? —replicó Baum, y sonrió de oreja a oreja. Una vez más, Gold se quedó sin enterarse del chiste.

Baum posó la taza vacía en la mesa que estaba a su lado y dijo:

—De lo que he oído hasta ahora se desprenden las siguientes preguntas: primera —alzó un dedo—, y como ya he dicho anteriormente, ¿qué estaba haciendo Neidorf en el Instituto a esa hora tan intempestiva? Segunda —estiró otro dedo—: ¿quién acudió a verla allí? Tercera —levantó un dedo más—: ¿qué persona del Instituto posee una pistola?, pues es evidente que ha sido uno de vosotros —en este punto expresó cierta satisfacción retorciéndose el bigote—, porque quienquiera que haya sido debía de tener una llave, aunque también cabe la posibilidad, claro está, de que Neidorf le abriera la puerta. En resumen —dijo con una sonrisa—, la pregunta básica es quién lo ha hecho y por qué. ¿A quién le ha beneficiado su muerte, o quién la odiaba tanto?, o incluso —y aquí sus ojos centellearon mientras alzaba la voz— ¿quién la amaba tanto?

Gold se quedó mirando a Baum en silencio. Sintió un amago de náuseas, su reacción, imaginó, ante la autocomplacencia que irradiaba de la persona que tenía enfrente. En el fondo de su corazón, Gold estaba arrepentido de haberse prestado a acompañar a Baum.

Al cabo de un momento se levantó y anunció que ya era hora de marcharse a casa. Mina no sabría dónde estaba; ya eran las tres y Mina habría preparado la comida; había invitado a comer a sus padres. Entonces, a modo de despedida, Baum le asestó un golpe que acabó de destrozar los nervios de Gold.

—Dime una cosa —le dijo Baum—, ¿no te ha dicho nadie que eres uno de los sospechosos? —Gold solía asimilar lo que le decían con lentitud, y en aquel momento sus reacciones se habían ralentizado aún más. Al principio tan sólo sintió sorpresa y, luego, mientras Baum continuaba parloteando sin ton ni son, notó que la ira le encendía el rostro—. Vamos, en serio, ya sabes, como en las novelas de detectives, donde el asesino simula ser un ciudadano cabal e informa a la policía y al final se descubre todo.

Gold sintió que sus náuseas se intensificaban y, por fin, logró decir:

—Déjalo ya..., no tiene gracia —aunque habló con un hilo de voz, pronunciar esas palabras le había costado un enorme desgaste de energía.

Pero Baum persistió:

—Oye, no estoy diciendo que realmente hayas sido tú, que le hayas pegado un tiro, que la hayas asesinado, ¡Dios me libre! Sólo te he preguntado si alguien lo pensaba; sentía curiosidad por saberlo.

Gold no había dicho ni una palabra sobre la primera hora que había pasado con Ohayon, limitándose a despachar con un par de frases la conversación con el detective. Ahora se contuvo para no zanjar el tema con una réplica demoledora y, cuando estaba a punto de marcharse, Baum se levantó de las profundidades del sillón diciendo:

—Espera un momento, te voy a acompañar. Al fin y al cabo, aquí no tengo nada que hacer, y hace un día tan agradable...

Gold no protestó. Estaba tan agotado que no sabía cómo iba a conducir hasta casa. Se marcharon juntos de la sala de los médicos de guardia y salieron al jardín, donde se encontraron con Hedva Tamari, a quien Gold conocía de los tiempos en que ella estaba haciendo sus prácticas en el Hadassah. Hacía unas semanas Hedva había ido a pedirle consejo porque quería presentar su candidatura en el Instituto. La conversación que mantuvieron dejó a Gold con un leve regusto de culpabilidad y desasosiego.

Gold había expuesto con todo detalle las dificultades que entrañaba su proyecto, pero no consiguió desanimarla, porque Hedva ya estaba decidida de antemano. Debería haberse dado cuenta, pensó, de que cuando alguien hace una consulta de este tipo no atiende a razones disuasorias; lo que quería Hedva era refuerzos positivos para una decisión ya tomada. El propio Gold había actuado de la misma forma en su momento. No debería haberse empeñado en hacerle cambiar de idea. Durante la conversación, Gold supo que ella también era paciente de Neidorf.

Gold no reaccionó con la rapidez necesaria para prevenir a Baum, que se embarcó inmediatamente en una dramática narración de los acontecimientos de la mañana, sin fijarse en que Hedva se iba poniendo más y más pálida, hasta que de pronto, sin pronunciar una palabra, se desmayó y quedó tendida en el suelo, inerte como una muñeca de trapo.

Durante un instante los dos médicos se quedaron clavados al suelo, y después Baum se arrodilló junto a Hedva, le tomó el pulso y trató de reanimarla. Gold renunció definitivamente a la idea de irse a casa. Hedva volvió en sí en seguida, pero entonces vieron que se había lesionado el tobillo al caer. El debate que se entabló a continuación sobre si debían llevarla a éste o aquel hospital para que le hicieran unas radiografías fue interrumpido por las enérgicas protestas de la doctora. Un somero examen del tobillo lesionado reveló que no se había roto ningún hueso y los tres echaron a andar despacio, Hedva entre los dos hombres que la iban sujetando, hacia la sala de guardia, donde Baum vendó el maltrecho tobillo con una delicadeza y una pericia que sorprendieron a Gold. Baum colocó el pie vendado sobre una silla, suspiró y dijo que había sido una suerte que el facultativo de guardia ya estuviera allí; después sonrió, le guiñó el ojo a Hedva y le preguntó si quería un analgésico. Cuando ella lo rechazó, Baum sugirió, con un afecto y una ternura que Gold nunca había oído en su voz, que se tomara un Valium; Hedva aceptó la sugerencia y Baum le dio una pildorita amarilla y proclamó que, por prescripción facultativa, debía guardar un reposo absoluto.

Hedva sacudió su cabeza cubierta de rizos y rompió a llorar, mientras les rogaba que no la dejaran sola. Fue entonces cuando Baum al fin comprendió lo que le pasaba.

—Creía que éramos amigos —le dijo con expresión dolida—, ¿por qué no me lo habías contado?

Entre sollozo y sollozo, Hedva le respondió que sabía que se habría reído de ella, porque él sólo confiaba en los fármacos y no en el psicoanálisis, y después añadió que no debía sentirse culpable por haberle comunicado así la noticia; al fin y al cabo, ya todo daba igual, y sus sollozos se hicieron más fuertes. Baum se levantó de su asiento para abrazarla y Gold volvió a sentirse muy solo y marginado. A pesar de todo, en lugar de irse, se quedó en el umbral y le preguntó a Hedva desde cuándo era paciente de Neidorf.

—Desde hace más de un año; un año y un mes —respondió mientras se enjugaba los ojos con el dorso de la mano, y Gold asintió con la cabeza, pero ella no dio muestras de reconocer la parte que a él le tocaba en su común desdicha. Entonces Gold se despidió de ambos y se marchó del hospital para ir a casa, donde, pensó con desesperación, tendría que repetir toda la historia desde el principio.

La psiquiatra en ciernes Hedva Tamari fue la causa principal de que el paciente Nissim Tubol se evaporara de los pensamientos del facultativo de guardia. Baum llevó a Hedva a la cama que había en la sala de guardia para que durmiera y se sentó a su lado, sujetándole la mano, tal como había jurado solemnemente que haría, y se quedó así hasta bien entrada la noche, sordo a los intentos de la enfermera Dvora de comunicarse con él por la línea interna de teléfono, ya que Baum había tenido la precaución de descolgar el auricular para que no interrumpiera el sueño de Hedva. La enfermera intentó desesperadamente, una y otra vez, ponerse al habla con él por teléfono, pues no se atrevía a abandonar su puesto en la sección IV, donde Nissim Tubol estaba sentado en la cama desde las ocho de la tarde, apuntando con una pequeña pistola al paciente de la cama de enfrente, una pistola que a los ojos inexpertos de Dvora parecía estar cargada y amartillada.

Y como el teléfono estaba sobre el mostrador del puesto de la enfermera y era perfectamente visible a través de la puerta abierta de la habitación de Tubol, pasó una hora antes de que Dvora osara buscar los orificios correctos al tacto, sin desviar la vista del enfermo ni un segundo, para marcar el teléfono del médico de guardia, que no cesaba de comunicar. Mas cuando Tubol disparó contra la pared de enfrente y los pacientes, hasta entonces paralizados por el terror, empezaron a desmandarse, la enfermera se levantó y, con una expresión resuelta en la cara, se dirigió a Tubol y le arrebató el arma sin ninguna dificultad, pues ni siquiera opuso resistencia; después salió corriendo hacia la sala de los médicos de guardia.

Baum se despertó de un sueño profundo, lleno de visiones de tobillos fracturados, al oír unos sonoros golpes en la puerta, que había tenido la precaución de cerrar con pestillo cuando Gold se marchó. El médico se levantó y abrió la puerta, quedándose aturdido por la luz que inundó la habitación cuando Dvora encendió el interruptor. Vio la expresión de perplejidad que se pintó en el semblante de Hedva cuando empezó a despertarse, y estaba a punto de preguntar qué pasaba cuando su mirada se posó en la pequeña pistola que la enfermera, temblando de pies a cabeza y llorando, sostenía en la mano. (Nadie había visto llorar a la enfermera Dvora. Esto, unido al desorden de su pelo rubio, que siempre llevaba peinado hacia atrás y pulcramente recogido en un moñito, indicaba que se había producido una catástrofe. ) Dvora empezó a quejarse de que no podía manejar el ala por sí sola, le preguntó dónde se había metido tanto tiempo, y al final, lanzando una mirada airada a Hedva, llegó a decir a gritos que debería haberse imaginado lo que estaba haciendo, debería haber sabido por qué el teléfono de la sala de los médicos de guardia estaba comunicando mientras Tubol apuntaba con una pistola cargada a los pacientes de su sección.

Baum no esperó al final de la arenga. Echó a correr en dirección a la sección IV mientras Dvora seguía gritando desde la puerta de la sala.

Al oír los sonidos habituales y ver luz en el ala, Baum comenzó a tranquilizarse. Entró, contó a los pacientes y exhaló un suspiro de alivio al comprobar que no faltaba ninguno. Tubol estaba sentado en la esquina de su cama, con la mirada perdida, como si no hubiera pasado nada. El médico miró a su alrededor. Los pacientes estaban comportándose como de costumbre y se le ocurrió que un observador cualquiera, que no supiera descifrar las señales de tensión e inquietud, habría sospechado que la enfermera Dvora se lo había inventado todo. Pero él no era un observador cualquiera. Tenía una pequeña pistola en el bolsillo y un grupo de enfermos psiquiátricos a punto de declararse en rebelión delante.

Regresó a la sala de los médicos de guardia y se encontró a Dvora parada en la puerta y a Hedva de nuevo dormida. Dvora no paró de repetir que no pensaba volver a su sección y que nadie la obligaría a hacerlo hasta que Baum anunció, en un tono autoritario que nunca había oído en su boca, que iba a volver allí de inmediato, porque había pacientes que necesitaban ser atendidos y mucho trabajo que hacer. Mascullando «mira quién habla», Dvora siguió a Baum por el pasillo sin dejar de protestar hasta que el médico le pidió que le hiciera una descripción detallada de lo que había sucedido en su ala.

La tensión y la inquietud de los pacientes comenzaban a hacerse evidentes. Una vez que Baum y Dvora consiguieron calmar a los dos primeros en ponerse violentos y los dejaron sedados en sus respectivas camas, Baum se sentó junto a Tubol. Le preguntó en tono casual, propio de una charla intrascendente, dónde había encontrado la pistola. Tubol, que estaba tumbado en posición fetal, ni siquiera giró la cabeza hacia él. El médico se sacó la pistola del bolsillo, la agitó ante los ojos del paciente y repitió la pregunta. No hubo ninguna reacción. Pero cuando Baum suspiró y se levantó, Tubol comenzó a chillar.

Eran unos alaridos inarticulados y, a pesar de estar acostumbrado a los arrebatos de los pacientes, Baum se quedó petrificado ante aquellos espeluznantes aullidos animales. Los demás pacientes perdieron todo dominio de sí mismos y cada uno empezó a expresar su sintomatología de una forma que requería una atención inmediata. Dvora se las arregló para impedir que Shlomo Cohen se quitara la ropa, no sin llamar a Baum para que la ayudara, diciéndole a gritos que el paciente tenía una fuerza descomunal. Baum lo inmovilizó mientras Ella preparaba una jeringuilla. Después le pusieron otra inyección a Tubol y, cuando Dvora aún no le había retirado la aguja del brazo, Itzik Zimmer, que era famoso por sus incontrolables ataques de ira, se lanzó sobre la espalda de Baum, que estaba sujetando a Tubol para que no se moviera. Unas manazas enormes atenazaron la garganta del médico, y cuando ya sentía que le faltaba el aliento, con un esfuerzo sobrehumano, Dvora logró clavar la aguja en el brazo de Zimmer. La simple visión de la jeringuilla bastó para que éste se asustase y soltara a Baum, que cayó al suelo desmayado.

Cuando volvió en sí, Baum vio junto a la cama donde estaba tumbado al director del hospital, el profesor Gruner, y a dos desconocidos. Trató de decir algo en voz alta, mas sólo consiguió emitir un susurro. El director le dijo paternalmente:

—No haga esfuerzos. Estamos en mi despacho, la sección IV está bajo control, todo está en orden, en seguida se pondrá bien. Han venido unos señores de la policía que quieren saber qué ha sucedido. La pistola es lo que los ha traído aquí, no los problemas en el ala de aislamiento. Les gustaría hacerle algunas preguntas. Ya han interrogado a Dvora, y también a Hedva.

Una figura asomó por encima de la cabeza de Baum y se le colocó delante. Hedva, con los ojos rojos e hinchados, le acarició la mano. Según el gran reloj de pared eran las cuatro. ¿Las cuatro de la mañana?, se preguntó a sí mismo. ¿Cómo podía haber dormido tanto? Como si le hubiera leído el pensamiento, el profesor Gruner le explicó que se había encontrado la sección IV en pie de guerra al llegar al hospital.

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