El asesinato del sábado por la mañana (18 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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—Dvora estuvo magnífica —prosiguió—. No entiendo cómo logró ponerse en comunicación conmigo en medio de aquel alboroto. Pedimos una ambulancia, pero cuando llegó ya estaba usted despierto, e incluso vino de la sección IV hasta aquí por su propio pie; luego la doctora le curó y le dio algo para dormir —Baum se palpó el cuello, que estaba envuelto en un vendaje rígido, una especie de collarín. La cabeza le daba vueltas y tenía la garganta reseca y ardiendo («como si hubieran encendido una hoguera en mi interior», le dijo a Hedva más tarde, cuando hubo recuperado la voz)—. La policía piensa —continuó Gruner— que la pistola que tenía Tubol está relacionada con la muerte de la doctora Neidorf, y estaban esperando a que se despertara por si podía explicarles cómo fue a parar a sus manos.

Baum miró al profesor Gruner, que estaba de pie ante él. La luz le hirió los ojos y tuvo que cerrarlos y con un fatigado gesto de la mano indicó que no tenía ni idea. Cuando volvió a abrir los ojos, Gruner seguía delante de él y su cara reflejaba preocupación. Las manecillas del reloj marcaban las cuatro y cuarto.

(Después, Baum le diría a Hedva que sólo por ver la expresión de preocupación del profesor, que era el terror del hospital, «todo había merecido la pena. ¿Te lo puedes creer? Hasta entonces no estaba seguro de que me conociera». Y cuando Hevda le amonestó: «No digas tonterías», él replicó: «No, en serio; a veces pasa por delante de mí como si fuera transparente. Una vez incluso me preguntó cómo me llamaba. Y sólo tiene cincuenta y tantos años...». «Cincuenta y cinco», dijo Hedva haciendo un mohín. «No hables así de él. A mí me parece un ser humano, un auténtico ser humano. Tendrías que haber visto la recomendación que me dio para el Instituto. » «¡Ah, el Instituto! Cuando se trata del Instituto yo ya no soy nadie. Según tú, cualquiera que tenga alguna relación con el Instituto está más cerca de Dios todopoderoso. No pretendo decir que sea un imbécil, pero tienes que reconocer que no es un genio o, al menos, que no se entera muy bien de las cosas, eso por no decir que está medio senil.»)

Los dos hombres que habían sido presentados como «la policía» hicieron un aparte para conferenciar en voz baja. Después, uno de ellos le preguntó algo a Gruner en un susurro y éste sacudió la cabeza y dijo:

—Sólo con la mano, si es necesario —y, volviéndose hacia Baum, le preguntó—: Doctor Baum, ¿sabe usted cómo llegó la pistola a manos de Tubol? Conteste con la mano, por favor. Muévala de un lado a otro para decir que no y de arriba abajo para decir que sí.

Baum hizo un movimiento negativo con la mano y, entonces, uno de los policías, el pelirrojo, le preguntó si había visto la pistola antes. Baum volvió a mover la mano de un lado a otro. Estaba muy cansado, y al cerrar los ojos oyó que el pelirrojo decía:

—Bueno, vamos a anotar las características de la pistola y luego comenzaremos a registrar el recinto.

Después Baum se quedó dormido.

8

Al igual que Gold, Michael Ohayon se reía de las supersticiones, pero cuando entró en la jefatura de policía de Jerusalén del barrio ruso y le felicitaron por haber descubierto la pistola con la que se había cometido el asesinato no pudo evitar que le viniera a la memoria el terror que le inspiraba a su madre el «mal de ojo». Su reacción instintiva de negar lo que le decían y sus cautos comentarios sobre las pruebas balísticas fueron recibidos con el desdén que sin duda merecían.

—¡No me vengas con eso! —dijo el inspector jefe Klein, que estaba al frente de un destacamento especial encargado de investigar otro asesinato—. ¿Cuántas pistolas puede haber en la calle Disraeli un sábado? ¿Pero cuánto te crees que mide esa maldita calle de un extremo al otro?

Michael no sonrió. Cosas más raras ocurrían. Esperaría a que le respondieran del laboratorio. Entretanto tenía que hablar con el patólogo y pasarse por el hospital Margoa.

A las cinco de la mañana, cuando iba de camino hacia el barrio ruso desde Rehavia, le habían comunicado por radio la aparición de la pistola. Aunque, según le dijeron, no había necesidad de que fuera al hospital, se desvió para volver a la calle Disraeli. En el hospital el policía pelirrojo le dijo que en la pistola (una Beretta del calibre 22, tal como habían pensado) había restos de barro. Habían extraído una bala de la pared de la sección IV de hombres, y probablemente, dijo el pelirrojo esperanzado, encontrarían otra en el cuerpo de la mujer asesinada. Añadió suspirando que la pistola estaba llena de huellas: del doctor Baum, de la enfermera Dvora, del paciente Tubol, y otras aún pendientes de ser identificadas. Pero, «debido a las circunstancias», explicó, algunas huellas serían difíciles de examinar.

De toda la información facilitada por la base de datos informatizada de la policía, lo que más había impresionado al policía pelirrojo era que la pistola perteneciera a Joe Linder, que había sacado la licencia correspondiente en 1967. El barro le tenía preocupado, añadió, pero no podrían saber nada con seguridad hasta que el informe balístico estuviera completo.

Michael miró a su alrededor. La luz comenzaba a iluminar el cielo y pudo apreciar el tamaño del jardín del hospital, así como calcular la distancia que había hasta la calle, la altura de la valla y la distancia hasta el edificio del Instituto. Encendiendo un cigarrillo, expuso sus conclusiones provisionales al pelirrojo, que expresó su conformidad diciendo:

—Sí, alguien debe de haber tirado la pistola al jardín desde fuera, tal vez incluso desde un coche en marcha. Y la enfermera dice que el paciente salió al jardín. Pero tendremos que comprobarlo.

Obtener la menor información de Tubol resultó imposible. Todos los pacientes seguían sedados y Baum también estaba dormido. La única alternativa era regresar más tarde, dijo Michael, y llevar a Baum a la comisaría para interrogarlo cuando se recuperase.

Sentado en su despacho del barrio ruso, un cubículo donde apenas si cabían dos sillones, un escritorio y un archivador situado al final del curvo pasillo de la segunda planta, Michael echó un vistazo a su alrededor y se preguntó por dónde habría que empezar.

Tzilla entró sin llamar a la puerta, como era su costumbre, y le sugirió que empezara por tomarse el café y los bollos que le dejó sobre la mesa; ya habría tiempo para todo lo demás. Pero, agotado como estaba por la falta de sueño, Michael sintió que se derrumbaría si bajaba la guardia un solo instante y comenzó a marcar el teléfono del patólogo mientras daba un primer sorbo al café. Le dijeron que los dejara en paz, que acababan de empezar; ya lo llamarían cuando tuvieran algo que decirle. Todo parecía indicar que Neidorf seguía en el mundo de los vivos entre la noche del viernes y la mañana del sábado, pero aún no podían asegurar nada.

—Debería haber ido yo. Eli los trata con demasiada suavidad, no los presiona bastante —pensó Michael en voz alta mientras cortaba la llamada al Instituto de Investigación Criminal y marcaba el número del laboratorio de balística. Como la línea estaba ocupada, pegó un mordisco a un bollo recién hecho a la vez que buscaba la maquinilla de afeitar eléctrica en el cajón de su escritorio.

A Tzilla no le sorprendió ver cómo el inspector jefe Ohayon comenzaba a afeitarse con una mano mientras con la otra seguía sujetando el auricular del teléfono. Sabía cuánto le fastidiaban sus limitaciones, entre ellas el hecho de no encontrar nunca tiempo para los asuntos «periféricos» como comer, beber y afeitarse mientras estaba ocupado en un caso. Y nada le molestaba tanto como ir mal afeitado.

Tzilla se ofreció a volver a llamar al laboratorio, y cuando consiguió comunicar, Michael ya había terminado el primer café de la mañana, la mitad del bollo y el afeitado.

El barro de la pistola, le informaron, era idéntico al del terreno que rodeaba el hospital. Alguien la habría cogido de allí; incluso cabía la posibilidad de que hubiera estado enterrada en algún arriate antes de que la encontrasen. Tenía montones de huellas dactilares; sería imposible obtenerlas todas. Ya habían identificado las de Baum y las de Tubol. Sí, estaban esperando la bala del cadáver; hasta entonces no podían emitir ninguna conclusión. Estaba con ellos uno de los muchachos de Identificación Criminal. El Instituto de Investigación Criminal les había comunicado que les enviaría la bala aproximadamente dentro de una hora y, hasta entonces, Michael tendría que armarse de paciencia y esperar. Además habían leído la prensa de la mañana, le dijeron.

¿Qué decía la prensa?, preguntó Michael con cautela. ¿Quería enterarse de los titulares o prefería que se la leyeran de cabo a rabo por teléfono? Michael contestó que no se tomaran la molestia y colgó, mientras le preguntaba a Tzilla si había leído las noticias. Tzilla se inclinó hacia el gran bolso de mano que había dejado en el suelo y sacó de él un periódico.

En la primera página se ofrecía una descripción del edificio del Instituto y de la calle Disraeli; había una foto de Michael, a quien llamaban «un investigador estrella, segundo de a bordo en el departamento de Investigación de Jerusalén»; e información sobre el «caso». No se facilitaba ningún nombre.

—Demos gracias a la misericordia divina —dijo Michael en voz alta. Una psicoanalista veterana..., muerte violenta..., desconcierto de la policía... a lo largo del día se darían a conocer la fecha y el lugar del funeral, eso era todo.

El teléfono sonó y Michael oyó la voz de Eli Bahar, que había asistido a la autopsia. Le informó de que no se habían descubierto señales de resistencia y por el momento la causa de la muerte parecía ser un disparo en la sien realizado a quemarropa, aunque no a una distancia tan corta como para suponer que se tratase de un suicidio. Probablemente la muerte se había producido, dijo Eli dubitativamente, entre las siete y las nueve de la mañana del sábado.

—Ahora mismo están terminando y, en cuanto hayan acabado, iré personalmente a llevar la bala a balística —y Michael percibió un temblor en la voz de Eli.

A Michael tampoco le gustaba asistir a las autopsias. Luego pasaba horas horrorizado por la frialdad con que el forense había trazado una cruz con el escalpelo, abriendo el torso de arriba abajo y de lado a lado para dejar al descubierto sus órganos internos, como si fuera un pollo.

Eli Bahar era un inspector de la Unidad de Grandes Delitos. Él y Tzilla habían trabajado con Michael durante varios años, hasta que a éste lo nombraron subdirector del departamento de Investigación un par de años atrás. Desde entonces había pasado más tiempo dedicado a los papeleos que a la investigación de campo. Cuando lo nombraron jefe del equipo especial a cargo del caso Neidorf, se dio por hecho que Eli y Tzilla colaborarían con él. A Tzilla la habían nombrado coordinadora del destacamento, pero los hábitos adquiridos a lo largo de varios años militaban en contra de una demarcación estricta de las responsabilidades, y Michael sabía que al igual que se había presentado en casa de Neidorf la noche anterior también estaría a su lado hasta que concluyera la investigación.

Michael le pidió a Tzilla que informara a Hildesheimer de que el entierro se podría celebrar al día siguiente, que era lunes.

—Déjales que decidan el lugar, y dile que haga el favor de comunicárselo a la familia y a quien haga falta. Le prometí que se lo diría en cuanto fuera posible —y encendió un cigarrillo.

Tzilla se abalanzó hacia el teléfono pero, antes de que comenzara a marcar, Michael le pidió que se marchara a otro sitio. Cuando ella le replicó que adonde quería que se fuera exactamente, el inspector jefe le dirigió una mirada fulminante y le preguntó si necesitaba ayuda para moverse. Para Tzilla no era ninguna novedad el mal humor de Michael cuando le esperaba una dura jornada de trabajo después de una noche en vela, sin haber podido ducharse ni afeitarse como es debido, y ya se disponía a irse antes de que las cosas empeoraran cuando Joe Linder apareció en la entrada y dijo que quería hablar con «el señor Ohayon».

—El inspector jefe Ohayon —le corrigió Tzilla, y se apartó para dejarlo pasar. Linder entró en el despacho y ella salió pegando un portazo a sus espaldas.

Joe Linder dejó caer su menudo cuerpo en un sillón, se desabotonó el abrigo a la vez que exhalaba un suspiro y, echando un vistazo a su reloj, comentó que disponía exactamente de una hora antes de su próxima cita con un paciente. Para ir directamente al grano, estaba allí para informar de la desaparición de una pistola.

Michael continuó fumando tranquilamente y Joe, a quien las oscuras bolsas que tenía bajo los ojos le daban un aire abatido a la par que disoluto, miró de reojo el despachurrado paquete de tabaco que había sobre una esquina del escritorio. Michael le ofreció un cigarrillo y, después de encenderlo, Linder comenzó a explicar, sin que le hubieran preguntado nada, que estaba convencido de que, si no hubiera sido por la muerte (escogió ese término después de corregirse tras haber empezado a pronunciar la palabra «asesinato»), habrían pasado varios meses antes de que se diera cuenta de la desaparición de la pistola. Nunca la había utilizado ni había tenido la menor intención de hacerlo. Pero la noche de la víspera no lograba conciliar el sueño y la Providencia había guiado su mano (aquí esbozó una sonrisa forzada) hacia el cajón de la mesilla de noche, donde descubrió la ausencia de la pistola.

Michael, que el día anterior había encontrado un momento para leer el relato escrito por Linder sobre lo que había hecho la noche del viernes y el sábado por la mañana, recordaba que el viernes había tenido invitados en casa hasta la madrugada y que el sábado había estado con su hijo desde las seis de la mañana hasta que se marchó al Instituto.

Le preguntó qué tipo de pistola era y recibió una respuesta con detalles históricos y culturales incluidos. (Se la había comprado un amigo, un militar, en 1967, después de que un joven árabe, que alegó que estaban persiguiéndolo, irrumpiera en su casa, cuya puerta nunca cerraba con llave. Aquella aparición había aterrorizado a la que entonces fuera su novia y Joe se hizo con la pistola pensando en ella. Por eso era un arma de aspecto tan femenino; en realidad era una obra de arte, con la culata nacarada y tallada a mano. De hecho su amigo se la había comprado a un marchante de arte, que era quien había encargado el chapeado y las tallas.)

Adoptando unos modales formalistas, Michael extrajo un impreso del cajón de su escritorio y le preguntó a Linder qué características técnicas tenía el «arma de fuego» Joe sacó de su cartera una licencia de armas para una pistola Beretta del calibre 22, donde se especificaba el número de serie.

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