—No es tu culpa. Yo soy quien no supo educarte en la verdad de la modestia.
Regresé a su lado alguna tarde más, pero comprendí que nuestras almas se habían alejado. Temiendo causarme más daño que beneficio, no quiso prolongar el periodo de enseñanza. Una tarde decidí dejar de visitarlo. A partir de entonces, al cruzarnos en la calle, nos saludábamos tímidamente y bajábamos la cabeza, sabedores del fracaso recíproco. A mi padre no le conté lo sucedido. No quería que se sintiera avergonzado de su hijo. Afortunadamente, Banna nada refirió del incidente, por lo que el ridículo quedó ceñido a mi propia conciencia, quizás el árbitro más inflexible que juzgarme pudiera.
Cuando cumplí los diecinueve años, aún no sabía qué rumbo tomar. Ya había acabado mis estudios en la madraza. Conocía las leyes de Dios y la de los hombres. Escribía con mimo, y sabía apresar a la mariposa de los sentimientos para retratarlos en poemas y versos. Pero no lograba comprender bien quién era, ni qué quería, ni hacia dónde encaminaría mis pasos. El Corán ya no me atraía de igual forma. Si en la adolescencia intenté aferrarme a sus dictados, con los años supe que debía buscar algo distinto para aplacar las ansias que me consumían. A partir de entonces, los imanes ortodoxos y rígidos se interpondrían entre la infinita sabiduría del Libro Sagrado y mi alma sedienta, como si de un muro impenetrable se tratara. La Palabra de Dios estaba ahí, cerca, pero no conseguía saciar mi sed.
Ni siquiera frecuenté a mis amigos aquellos meses deprimidos en lo que todo me recriminaba. Los fracasos tenían nombre de personas, como Abdalá y Banna. Comenzaban a formar rosario. Naufragaba en la indolencia y en la conmiseración propia en aquellos días negros de desconcierto.
—Mamá, estoy un poco triste —me sinceré un día—. ¿Por qué nada me apetece, ni alegra?
Mi madre me miró con ternura, y esa calidez fue el mejor consuelo. Me abrazó, y apoyó mi cabeza en su pecho, mientras acariciaba mi cabello.
—No te preocupes, hijo mío. Todos tenemos esos días tontos. Pronto la primavera volverá a florecer en tu corazón.
Así era ella, un manantial en el que nunca me saciaba.
—Estás hecho todo un hombre —me miraba con orgullo—. Eres muy guapo.
—Gracias, madre.
Hice un esfuerzo por romper la abulia que me dominaba, y salí a la calle con el ánimo de encontrar a mis amigos. Me recibieron con afecto. Estábamos sentados en la plaza de mi barrio, cuando se acercó un criado de mi padre.
—Abu Isaq, ven conmigo. Tu padre quiere verte. Ahora. Dice que es importante. Te espera en su carmen.
A regañadientes, abandoné la compañía de mi pandilla. No me apetecía reunirme con mi padre, ni mucho menos hacerlo en el carmen de la mujer que había separado a mi familia.
Entré violento en la casa de Azahara. Aunque la segunda esposa de mi padre y mis hermanastros tenían obligación de recibirme, nunca me sentí bien allí. Azahara era altiva, dominante. Mi madre, callada y sumisa. Ella era de cuna rica y poderosa, mientras que mi familia provenía de un hortelano de la cortijada de Al Qutún, Algodonales, allá por el límite occidental del reino. Mi abuelo materno emigró a Granada, donde prosperó con el comercio de frutas y hortalizas. Mi casa no podía competir con la almunia ostentosa que Osmán había regalado a su hija Azahara al casarse. Estas almunias, situadas a los pies del Albaicín, eran propiedad de los poderosos cortesanos que buscaban la cercanía de la alcazaba real. Los cármenes, como el pueblo comenzaba a llamarlos, competían en belleza y refinamiento con los palacios mismos de los nazaríes. Sus jardines, construidos sobre terrazas que salvaban las pendientes, daban gracias al altísimo en loas de flores y con el salmo susurrante de sus fuentes embrujadas. El carmen de Azahara estaba concebido para el placer propio y para la ostentación ajena, tal como acostumbran las gentes del poder. Mi madre jamás llegó a visitarlo. Tampoco, nunca, me preguntó por Azahara ni curioseó por su casa ni costumbres. Se limitaba a esperar con impaciencia las cada vez más escasas visitas de su marido y a guardar su ausencia con muchas horas de melancolía. Sus hijos éramos su consuelo. Omar se acababa de casar y trabajaba en el negocio de alfombras del suegro. Yo divagaba sin oficio ni beneficio.
Mi padre me esperaba sentado en un banco de azulejos, en el jardín de los arrayanes. Frente a nosotros se exhibía, soberbio, el cerro de la Alhambra. La curiosidad enterró mi aversión hacia aquel segundo matrimonio que odiaba. Nos besamos, y percibí una corriente de cálido cariño que desarmó mis resabios y precauciones. Volvía a ser el niño tímido ante el progenitor espléndido y sabio.
—Abu Isaq. Siéntate.
Una esclava negra nos sirvió un refresco de lima.
—Bebe, te refrescará de estos calores.
El zumo estaba helado, y las agujas del frío elevaban el sabor ácido de la lima para alegría y deleite de mi paladar. Lo saboreé con respeto antes de dar el segundo sorbo, más prolongado, más confiado.
—Compramos hielo cada dos días.
Era difícil de conseguir, y caro para el bolsillo. Lo bajaban desde las alturas de la sierra los comerciantes de la nieve. Las recuas de borricos sumisos porteaban los grandes bloques helados en sus serones aislados con paja y lana.
—Algún día te llevaré hasta los neveros de las alturas.
—Cuando quieras, padre.
Era cierto, deseaba ir. Desde pequeño había sentido curiosidad por conocer los pozos de hielo de la sierra, El comercio de la nieve estaba bajo licencia real. Durante muchos años su uso estuvo limitado a palacio y para las casas de los más destacados visires. En los últimos tiempos, la producción había crecido, y su blancura enfriaba las bebidas y los alimentos de las casas ricas de la ciudad.
Apuramos los zumos. La tarde, perezosa, se negaba a marcharse. Los aromas de los jazmines al abrirse eran como aldabonazos lentos y suaves de la noche que se aproximaba.
—Has terminado tus estudios, estoy orgulloso de ti.
Levanté la mirada. La suya era cantarina y sonriente. Orgulloso. Estaba orgulloso de mí. Mi pecho se ensanchó, mi alma se infló como las velas del navío veloz batidas por el buen viento, el jardín olió mejor. Necesitaba escuchar esas palabras. Quise abrazarlo, perderme en sus brazos todavía poderosos. Pero no lo hice. El temor al patriarca espantó las debilidades del niño.
—Muchas gracias, padre.
—Tendrás que comenzar a trabajar. ¿Qué es lo que te gusta?
—Escribir.
No tardé ni un segundo en responder. Era como si llevase meses esperando esa pregunta cierta y precisa.
—¿Escribir? —mi padre pareció pensativo—. Desde niño disfrutabas con la poesía. Leíste todos mis libros, incluso —y me guiñó cómplice— las obras de Ibn Quzmán que expresamente te prohibí. Me daba cuenta, no te creas, pero nada te dije. Al fin y al cabo, también yo hice lo propio de mozo.
Bajé la cabeza con asombro. Mi padre sabía que leía lo prohibido y jamás me censuró por ello. Esa confesión abrió las puertas a dos certezas. Primera, que comenzaba a tratarme como un hombre, y, segunda, que bajo su manto de persona seria y severa latía un alma complaciente y divertida.
—La poesía no te dará de comer. Los poetas florecen por estos reinos, arrastrándose ante el poderoso para vivir de sus migajas y favores. Está bien que escribas poesía, pero tendrás que buscarte un oficio con más posibles. ¿Quieres que te presente como almuédano para algunos de los nuevos zocos que se están abriendo? Es un oficio reconocido y bien pagado.
—De todas las mercancías, sólo las del perfume me gustan. Y tú ya eres su alamín. Prefiero instruirme en las leyes y dedicarme a su ejercicio.
—De acuerdo. Veré qué puedo conseguirte. Los aspirantes son muchos, y los buenos puestos, pocos…
Guardó un prolongado silencio antes de continuar su frase. Pareció rumiar las expresiones exactas que quería utilizar.
—Aunque, Alá lo quiera, en palacio van a suceder cosas que nos favorecerán. No me preguntes qué. No puedo decírtelo. Vete ahora y no comentes a nadie esta conversación. Antes de una semana sabrás si podemos conseguir el cargo que mereces.
Lo besé para despedirme. Le estaba agradecido por su interés y confianza. Me giraba para marchar, cuando lanzó el dardo que tanto temía.
—Abu Isaq. Ya eres un hombre, pronto conseguirás trabajo. Tienes que casarte.
Abrí los ojos con espanto. No quería casarme, no quería perder ese paraíso de infancia prolongada que sostenía con la complicidad de mis amigos.
—Lo sé, padre. Pero prefiero dejarlo para más adelante.
—Sabes que el matrimonio y los hijos son queridos por Alá. Empezaré a buscarte esposa entre las familias ricas y poderosas de la ciudad.
Cuando salí del carmen, la luz crepuscular embellecía las calles encaladas. Estaba feliz por el reencuentro con mi padre, orgulloso por su reconocimiento, ansioso por el trabajo que me buscaría y desolado ante el anuncio de una boda que sabía inevitable.
La noche ya pintaba estrellas en el cielo granadino cuando llegué a mi casa. Había dado un largo rodeo para digerir la conversación del carmen del Albaicín. Mi madre, como siempre, aguardaba en silencio el regreso de su hijo y suspiraba por el de su marido.
—Tengo la comida preparada.
No tenía ganas de cenar. Necesitaba contarle lo sucedido, pero temía herirle con la visita a casa de su rival.
—He estado con padre. Va a buscarme trabajo.
—¿Sí? —sus ojos parecieron alegrarse—. ¿Cuál?
—No lo sabe todavía. Pero puede que sea pronto.
A punto estuve de contarle que esperaba cambios benefactores en palacio, pero recordé la advertencia del silencio.
—Abu Isaq, estoy orgullosa de ti. Ya eres un hombre. Con tu inteligencia tendrás un buen porvenir.
—Espero no defraudarte nunca.
—Seguro que no, hijo, seguro que no.
Ante su dulzura, no me contuve como hiciera ante el rigor de mi padre. La abracé con ternura y cariño. Me sentí querido y quise corresponderle.
—Nada te faltará nunca, madre.
—No te preocupes por mí. Tu padre mantiene con justicia esta casa. Nada espero salvo seguir los designios de Alá clemente. Mejor preocúpate por tu futuro.
De inmediato supe lo que me iba a pedir. Tarde o temprano, ella también exigiría mi deber.
—Debes casarte. Pronto encontrarás oficio y podrás mantener a una familia.
No respondí. No merecía la pena oponerse. Era el sino de todo joven granadino. Casarse con la esposa que la familia decidiera.
—Encontraré una muchacha hermosa y sumisa que te será fiel, te dará hijos y te llevará la casa. Me han hablado de la hija de una familia piadosa del barrio alto. Dentro de dos días iré a los baños para contemplar su desnudez. Quiero garantizarte una hembra bella.
En otras circunstancias, la simple imagen de las mujeres desnudas en los baños habría alimentado mi lascivia. Pero no fue así en aquella ocasión. El malhadado asunto del matrimonio en ciernes aplastaba cualquier atisbo morboso. Y teníamos otro problema añadido. Tanto mi padre como mi madre me buscarían por su cuenta una esposa.
—Padre también me habló de matrimonio. Quiere emparentar con cierta familia poderosa…
Y, ante mi sorpresa, reaccionó con una firmeza inesperada.
—No, eso sí que no. Los casorios son asunto mío. Hablaré con él. Yo te buscaré una esposa que te ame, él desea un enlace que aumente su poder. Pero estandartes y honores nada son si la felicidad no reina en el hogar. Y de eso, querido Abu, los hombres no sabéis nada de nada.
Con diecinueve años cumplidos, no fui capaz de rebelarme contra la imposición del matrimonio inevitable. Mis padres lo decidían todo por mí. La boda, el trabajo. Me supe barquita sin timón en un mar encrespado.
Pocos días después, en la jornada de la ruptura del ayuno del ramadán, toda Granada descubrió la noticia que mi padre aguardaba en silencio. Fue el 14 de marzo de 1309, nunca olvidé la fecha. Primero corrió de casa en casa, un rumor: Muhammad III, el Nazarita, ciego por sus muchas lecturas, había sido depuesto. La verdad poco a poco fue cristalizando en el conocimiento de todos. Una facción de poderosos y nobles, encabezados por el joven Nasr, había obligado al monarca a abdicar a su favor. El rey ciego se vio sorprendido por su propio hermano, al que la voz del pueblo bautizó como
el Usurpador
.
—Los perros ladraron toda la noche —me comentó mi madre al conocer la noticia—. Es mal augurio. Este monarca traerá desgracia para Granada.
La mañana siguiente, mi padre vino a verme. Parecía radiante, con ese halo fuerte que exhalan los hombres con poder.
—Osmán, padre de Azahara, va a ser nombrado visir. Puedes contar con el puesto que te prometí.
—¿Ha participado Osmán en la usurpación del trono?
—No es usurpación, hijo, es simple política.
A
L MUMIR
, El DADOR DE MUERTE
Retomo a mi
Rihla
después de unos días de intensa vida diplomática. Anteayer mantuve la recepción privada con el monarca de Fez. Casi recuperado por completo del envenenamiento, Alá es compasivo, fui atendido en palacio con gran gala y protocolo. Abu l-Hasán me recibió a solas, un enorme honor para este embajador. Hablamos de nuestra prioridad, la seguridad de las caravanas. Acordamos el refuerzo de la vigilancia en los principales oasis y aguaderos, decidimos las garantías de los intercambios y el registro compartido de las mercancías para asegurar impuestos y alcabalas. Hizo entrar al visir del Tesoro, que mostró diligencia y conocimiento en la materia. Después despaché con el visir de la Guerra. Acordamos las guarniciones que se reforzarían. Por último, fijamos las fechas más propicias para las grandes caravanas. Los negocios tratados fueron de gran beneficio para ambos reinos, por lo que mostramos nuestra satisfacción mutua. Cuando finalizamos los asuntos de la embajada, el monarca abordó el suceso de mi envenenamiento.
—No sabes cuánto lo siento.
—Agradezco vuestro interés. Pero estoy vivo, gracias a Dios.
—Lo apresaremos aunque se esconda en la última cueva. Sufrirá un tormento ejemplar.
Hamet aún no había sido capturado, a pesar de tener a medio ejército tras sus talones. La justicia del meriní estaba siendo burlada por un simple comerciante de telas. La cabeza del responsable de la guardia rodaría si no lograba dar pronto con el fugitivo.