»Figúrate mi situación, Es Saheli. Mi cargo y honores, y quién sabe si también mi propia vida, estaban en juego en aquellos momentos. Decidí arriesgar el todo por el todo. «Señor, quizá tengamos una posibilidad». «¿Tú? —me respondió despectivo—. ¿Tú, que no has sabido administrar mi tesoro, una solución?». «Señor. No tenemos oro, pero sí mucha mercancía que adquirimos en El Cairo. También esclavos. Podemos vender algunas de nuestras riquezas en los mercados para recuperar parte de lo gastado». El emperador me miró fijamente antes de responderme con una sonrisa entusiasta. «Esa es una buena idea, Shonghy. Acabas de salvar tu puesto y tu cabeza. Vende lo que quieras. Vete al mercado y no regreses sin mis diez becerros y cien corderos. Quiero hacer la mayor limosna que recuerde La Meca para el día del sacrificio. Ahora retírate. Estoy agotado».
»Así fue, Es Saheli, cómo obtuve autorización para comenzar a vender nuestras riquezas. Y así hemos ido tirando hasta hoy. Cuando conseguí las reses, Kanku Mussa irradió una felicidad plena el día del Sacrificio. Pudo mostrar ante todos, una vez más, la magnificencia de su generosidad. Los necesitados, tras saciar su hambre y cumplir con los ritos de la peregrinación, se le acercaron para rendirle pleitesía. No cabía dentro de sí. Algunos de los ulemas principales lo halagaron con lisonjas tan impúdicas que hubieran hecho sonrojar a cualquier otro mortal.
»No participé de la ostentosa alegría del resto de la corte. Algo apartado, rumiaba en silencio mi desesperación. Sólo yo parecía entonces ser consciente de nuestra delicada situación. Y sólo a mí, Es Saheli, parece hoy importar nuestra ruina. Como puedes comprobar, siguen gastando sin ton ni son.
—Nadie conoce esa historia, visir —le respondí una vez que hubo terminado su relato—. Todos creíamos que erais ricos sin fin.
—Pues ya ves. Éramos ricos en Mali, y volveremos a serlo cuando regresemos. Pero ahora nada tenemos, salvo los restos de nuestras compras cairotas y nuestro maltrecho séquito de esclavos.
Los días de regreso hacia El Cairo pasaron con relativa normalidad. Nada parecía faltar a la comitiva. La habilidad del visir y cierta contención en el gasto consiguieron el milagro de que la caravana del gran Kanku Mussa alcanzara la ciudad del Nilo, después de un mes de lento viaje, sin caer en la ruina absoluta. El monarca, en cada parada, se empeñaba en hacer donaciones a la mezquita del lugar.
—Quiero que nos recuerden.
Y lo estaba consiguiendo. Las ondas de la estela de su paso perdurarían en aquellos desiertos durante años. Los ancianos del lugar añorarían a la luz de las candelas a aquel emperador negro de riquezas fabulosas.
Pero la desmesura de Kanku Mussa lo desbordaba también en sus ansias viriles. Llevaba sin disfrutar de hembra desde su salida de Gao, dado el compromiso de castidad que supone la peregrinación. Una vez finalizada, podía gozarlas, siempre que lo hiciera bajo la jurisdicción de las leyes santas. Tuvieron que buscarle mujeres con las que se desposó en dos ocasiones. Sus ulemas no preguntaban demasiado. Lo suyo era rezar y obedecer. Casaban y certificaban el repudio con la misma facilidad que dirigían las oraciones del atardecer. Y cada boda, un derroche. Y cada derroche, un enorme disgusto para el visir del Tesoro.
Yo aún permanecía bajo el halo de santidad de La Meca. Nada de lo humano parecía importarme en demasía. Ni siquiera llegué a cuestionarme qué hacía yo con aquel emperador manirroto y disparatado. Sencillamente, lo seguía. Me había marcado mi camino, y con él me adentraría en las entrañas del África.
Entramos en El Cairo sin la munificencia solemne de la primera ocasión, ignorados por una ciudad ensimismada en su propio dislate. Nada quedaba de aquella fabulosa caravana que había asombrado a los jóvenes y a los mayores, y que inundó de oro los ansiosos mercados de la ciudad. Nuestros camellos se habían reducido a la mitad, y apenas nos quedaban esclavos; bestias y hombres habían sido vendidos a lo largo del camino para satisfacer las exigencias de la comitiva insaciable.
El emperador simulaba no darse cuenta del desprecio que la ciudad le dispensaba. Sin oro, no era nadie para aquellos cairotas que se pensaban el centro del mundo. El sultán mameluco, que tan obsequioso se había mostrado cuando el gran Kanku Mussa rebosaba de riquezas sin fin, no lo recibió en esa ocasión. Se limitó a remitirle una nota deseándole un feliz regreso a su noble país. Nuestro monarca no se inmutó cuando le leyeron la carta. Sonrió, como siempre, y redactó un pomposo agradecimiento en el que trataba al mameluco de hermano sapientísimo. Y fue entonces cuando empecé a admirar a aquel hombre prodigioso. Sabiéndose en la ruina, mantenía su dignidad tan alta que a todos nos contagiaba. Seguía sonriendo y regalando sonrisas y afecto. Sólo los muy fuertes se sostienen cuando el desprecio los acosa.
Nada más entrar en El Cairo, fui a casa de al-Kuwayk. Me recibió con grandes muestras de afecto y atención. Tras los abrazos hizo que le contase mis viajes desde que abandonara la ciudad. Le conté mi encuentro con al-Umari en Damasco, así como mis tertulias con los artistas e intelectuales damasquinos. Obvié mi experiencia con Ibn Arabí, cubierta con el halo de un sueño imposible. De mi corta estancia en Bagdad apenas si pude reseñarle alguna pequeña anécdota.
—Tampoco a mí me gusta Bagdad —me respondió cuando le narré mi decepción—. Ya no es la ciudad de
Las mil y una noches
.
Se apasionó con mi relato de Yemen, el país más hermoso del mundo, según su parecer.
—He viajado por muchos países, y ninguno como el de la reina de Saba, Es Saheli. Sus aires siguen oliendo a incienso y sus mares a esperanza.
Pero la gran sorpresa saltaría en La Meca.
—¿Que te vas con el emperador negro al África? Pero, ¿es que has enloquecido?
—Es mi camino. Conoceré un mundo nuevo.
—¡Ese negro está loco! Todo El Cairo se ríe de él. Lo desplumaron como a un tonto. Todos hicimos grandes negocios a su costa. El oro ha perdido la mitad de su valor, tales fueron las cantidades con las que inundó nuestros zocos y mercados. Y él, mientras lo saqueábamos, sonreía engreído, feliz ante las alabanzas de los mercaderes. ¡Por Alá, no puedes seguir a ese cabrero presumido!
Las palabras de al-Kuwayk me hirieron. Le había tomado un cálido afecto al emperador, y no podía permitir que fuese objeto de mofa.
—Es un hombre bueno. Sincero, sencillo. Y buen creyente. Siempre tiene una sonrisa y una atención para los suyos, siempre una limosna para el necesitado.
—Es un engreído, sólo quiere ostentar. Dicen las malas lenguas que en La Meca escandalizó con su derroche. Donde los santos piden pobreza y sacrificio, él ofendió con estipendios y riquezas.
—Es un buen musulmán. Quiere que la
unma
sepa que el reino del Mali llama a sus puertas, es ostentoso, sí. Pero aún más generoso. Ha donado la mayor parte de su capital a pobres y necesitados.
—Bueno, bueno —titubeó al comprobar asombrado mi determinación—. Tú sabrás a quién sirves. Eres mi amigo, y tus amigos son los míos. Daré mañana una recepción en honor de tu emperador, si su excelencia lo tiene a bien, claro está.
Aquella misma tarde fui a trasladar la invitación al emperador. Me hicieron pasar hasta la estancia donde se encontraba, y allí fui testigo de un embarazoso suceso. El emperador pedía un dinero que el visir del Tesoro no podía proporcionarle. Al percatarse de mi presencia, el emperador recobró la sonrisa. Shonghy agradeció mi oportuna aparición.
—Señores —Kanku Mussa quiso adornarse solemne—. Vais a disculparme por un momento. Tengo que salir, ahora regreso.
Y salió. El visir del Tesoro suspiró aliviado.
—Veo que seguimos con problemas —tenía ya suficiente confianza con Shonghy como para hablarle así.
—Los problemas se acentúan con los días.
—Pensaba que lo habías solucionado vendiendo esclavos y mercancías.
—Cuando de la caja sale más que entra, las ventas no lucen. Apenas nos quedan esclavos, los he ido vendiendo todos. También los camellos, los mejores del África, están ya en otras manos. Sólo nos quedan los que precisamos para regresar.
—¿Y las mercancías que atesoráis? ¿No encuentran comprador?
—Los tesoros que compramos en El Cairo no han resultado tales a la hora de venderlos. Los mercaderes que tanto ponderaban su valor, ahora lo desprecian. Tan sólo después de mucho regatear, han aceptado pagarnos un precio diez veces inferior al que nosotros lo adquirimos. Los cairotas son unos estafadores… o nosotros unos ingenuos, quién sabe.
El emperador hizo de nuevo su aparición, erguido y sonriente.
—Visir, el andaluz es de los nuestros. Podéis hablar con toda confianza. ¿Qué me decíais?
—Que no nos queda dinero, señor. Que no podemos seguir gastando, y que aún no sé de dónde sacaremos fondos para el aprovisionamiento del regreso.
—Visir, siempre con tus llantos. Tenemos suficiente dinero y poderío para vivir mil vidas en esta ciudad de usureros sin que se nos agote el oro de nuestras minas. Los mandingas no nos vamos a arrastrar como miserables. Viviremos con la categoría que corresponde a nuestra dignidad, ¿entiendes?
—Sí, señor.
—Y si no tenemos, venderemos lo que llevamos encima. Y si el dinero no nos llega… ¡y si el dinero no nos llega, asaltaremos alguna caravana!
—Pe… pero señor…
El gran Kanku Mussa rompió a reír con una gran carcajada.
—¡Tranquilos, es una broma!
Respiramos aliviados. Por un momento creíamos que hablaba en serio.
—¿Acaso pensabais que vuestro emperador podía convertirse en un forajido?
—No…, no, no, señor.
—Somos nobles de verdad. Los que se dicen señores egipcios roban con engaños en los mercados. Nosotros no. Si no tenemos dinero, lo pediremos prestado y lo devolveremos en cuanto lleguemos a nuestro reino. No es tan difícil, ¿verdad, visir?
—No, señor.
—Pues venga, ponte en marcha. Quiero abandonar cuanto antes esta ciudad de buitres.
Nos dispusimos a salir.
—Es Saheli, tú quédate —me ordenó el emperador.
Esperó a que saliera el visir para dirigirse a mí.
—Ya sabes de nuestros aprietos, poeta. Cosas sin importancia, pero molestas. Pronto sólo las recordaremos como anécdotas.
—Sin duda, señor.
—Tenemos una gran tarea por delante. Nuestro reino es próspero y poblado. Nuestros jóvenes ansían aprender. Podrás hacer una gran obra más allá de los desiertos.
—Tengo gran ilusión en ello, señor.
—¿No te asusta conocer nuestra actual situación económica? Quiero que sepas que somos ricos, muy ricos, por más que el pusilánime de Shonghy limosnee con su mirada.
—Sé que sois rico, pero me da igual vuestra riqueza. Si os acompaño es por vuestra generosidad. Y porque creo que mi camino me conduce al sur. Os seguiré con dinares o sin ellos. Estoy acostumbrado a las durezas del camino. Sé dormir en palacios y también en despoblados. Nada me asusta si soy feliz en lo que hago. Seré feliz siguiéndoos, y escribiendo mi obra en vuestro país fabuloso.
Kanku Mussa no se esperaba mis palabras, que sabía sinceras. Estaba acostumbrado a comprar personas y cosas y yo no me había vendido por dinero. Lo seguía tan sólo porque quería hacerlo.
—¡Ven a mis brazos, poeta! ¡He encontrado a mi súbdito más sincero!
Su abrazo efusivo no borró de mi memoria el mensaje que le traía.
—Señor, al-Kuwayk, uno de los mercaderes más ricos y relacionados de El Cairo, quiere ofrecer una recepción en vuestro honor.
—¡Lo último que deseo en el mundo es cruzar el umbral de un mercader cairota! ¡Sería como entrar en un cubil de hienas!
—Con su permiso, señor, al-Kuwayk no es de El Cairo. Nació en Alejandría. Además, es un gran amigo mío.
—Sea pues. No desairaré al mejor de mis súbditos.
A
L AKHIR
, EL ÚLTIMO
Al-Kuwayk había engalanado su palacio para recibir al emperador Kanku Mussa. Los criados vestían zaragüelles bordados y la luz de las lámparas y lucernas hacían brillar las sedas y las telas de las paredes. En bandejas de plata se servían zumos y té, y una música tenue, que procedía de alguna habitación escondida, alegraba nuestros oídos. El séquito del emperador tampoco se quedó atrás. Los visires del monarca y sus hombres principales aparecieron vestidos con lujosos vestidos al gusto cairota. Excesivos, desde luego, para mi parecer, pero acordes con el animo desbordante de aquella raza. Su piel negra les otorgaba un contraste exótico. Al-Kuwayk, impresionado sin duda por la digna prestancia del rey mandinga, extremó sus genuflexiones al saludarlo.
—Bienvenido a mi humilde morada, señor.
—Gracias por tu invitación. Es Saheli me habló mucho y bien de ti.
—Las palabras de los amigos siempre rebosan generosidad y algo de exageración, señor. Creo que habéis ganado un buen súbdito. Su poesía alegrará vuestro reino e instruirá a sus jóvenes.
—Estoy seguro. Quiero que mi corte brille como foco de cultura y religión.
—Noble deseo, señor, que a buen seguro Alá tendrá a bien concederos.
Nos acomodaron sobre cómodos cojines. El suelo del patio había sido cubierto con alfombras de lana y seda. Su calidad y fineza causaron gran admiración entre los africanos.
—Las alfombras son persas. Las tejen a partir de una lana especial que llaman de cachemira. No existe otra igual en el mundo entero.
Kanku Mussa deseaba encargar de inmediato varios cientos de aquellas alfombras que asombrarían a su país entero. Pero, por vez primera, consiguió refrenarse. Ni su bolsillo le permitía ya aquellos excesos, ni su educación le aconsejaba querer comprar delante de un anfitrión. Hubiera parecido una invitación para que el rico mercader se las regalara, y eso jamás lo habría consentido su orgullo altivo.
—Y las de seda —preguntó el emperador—, ¿de dónde son?
—Es Saheli, responde tú —me invitó amable al-Kuwayk.
—Son de mi tierra, señor. De Granada, las más hermosas y elaboradas del mundo.
—Son suaves como la piel de una mujer joven —comentó Kanku Mussa mientras las acariciaba voluptuosamente.
—Pero dan menor problemas que ellas, señor.
Rieron. Aquellos dos colosos se habían caído bien. Cenamos en abundancia y armonía. Hablamos de La Meca y de mil lugares más. Todos los conocía al-Kuwayk, salvo el África profunda sobre la que reinaba el mandinga.