—¿Sabes, Jawdar, por qué los jilgueros y ruiseñores vuelven a cantar?
—Ya lo di… dijiste. Cuando vu… vuelven a ser felices.
—Exacto. Y recuperan su felicidad cuando se dan cuenta de que sus cantos más hermosos no nacen de la competencia contra los demás, sino del esfuerzo de dar lo mejor que llevan dentro de sí.
Llegamos hasta un poblado llamado Agadez. Algunas modestas casas de adobe y barro se iban levantando junto a las tiendas de los nómadas.
—Pronto se levantará aquí una ciudad —le comenté a uno de los cortesanos.
—Sí. Y cuando sea rica y próspera, la conquistaremos. Nuestras fronteras ya no están lejos.
No me gustó aquella respuesta de uno de los generales. Había viajado hasta el mismo confín de la tierra conocida, burlando desiertos y añoranzas, para producir una obra que legar a la posteridad, no para guerrear. Quería paz y cultura, y no campañas militares. «No te engañes, Es Saheli —me había comentado el sabio de Damasco al-Umari—. El erudito y el músico florecen en la corte rica y poderosa. Y para ello es preciso ganar batallas y guerras. Los artistas de los reinos derrotados corren a servir al rey vencedor. El poder brilla, y la derrota es oscura y fría». Tenía razón al-Umari. Por eso, se la tuve que dar al general ambicioso que cabalgaba a mi vera.
—Cuando la conquistemos, me gustaría diseñar una mezquita con un alminar alto y espigado.
—Creía que eras poeta, no sabía de tus dotes de alarife.
—Poeta soy, y la arquitectura es la poesía del barro y la piedra. Por eso, al igual que canto y recito, algún día os levantaré palacios y mezquitas.
Los sinsabores de la vida me habían hecho madurar. Las soledades del desierto habían afianzado la vocación que naciera bajo las grandes obras de los faraones. Quería pasar a la posteridad por mis poemas y quería también hacer construcciones que hablaran de mi genio a las generaciones de un futuro que yo ya no vería. Soy maduro —me repetía—. La juventud quedó atrás. Tengo que ofrecer mi fruto. No me mido con los demás, sólo estoy en competencia con mi propio talento. Y sé —me torturaba— que todavía no he dado todo lo que puedo ofrecer a los hombres y a la gloria de Alá.
Aquella noche, al igual que ocurriera las anteriores, Kanku Mussa llamó a su fuego a Abdelkrim. Tumbado junto a Jawdar, lo oía golpear las asonancias de un poema que podría haber sido bello en cualquier otra garganta. No me importó. Dejé pasar un buen rato. Después recitaría yo. Cantaría al hombre que se siente maduro y añora el pasado. ¿Cuándo entra un hombre en la madurez? Cuando un día lo descubre ante el espejo, me respondí.
Era el momento adecuado para que mis versos sobrevolaran las arenas. Me incorporé, y comencé a recitarlo en voz baja. Sólo Jawdar me escuchaba al principio. Fui alzando la voz, y algunos del fuego vecino vinieron hasta el nuestro para oír la melancolía de mi voz.
Del don de la juventud me apartó el tiempo
que traía canas, indicio de decrepitud.
¡Qué maravilla de edad! La gastamos en los
engaños de amor, y luego la echamos de menos.
Yo la echaba de menos. También la añoraban los hombres que me oían.
Yo he apurado mi existencia.
¡Ay, amigo de los placeres de la vida!
Almibaradamente la viviste,
sin quejarte nunca de las veladas alegres, sin hartazgo.
Tu sed se apaga con unas lágrimas que manan de los ojos,
mientras te calientas con un fuego ardiente que anida en el corazón.
Los versos manaban de lo más profundo de mi ser. La vida había rodado rápida, desenfrenada, y en el espejo del Sáhara supe que la juventud era un fantasma evanescente que jamás podría volver a agarrar. Muchos de los que me acompañaban habían perdido su juventud hacía tiempo. Mi poema les golpeó sus sentimientos. Los ojos de los que me oían brillaron por el reflejo de la candela y la lágrima de la emoción. También compartían el grito resignado del que sabe que sus años mozos quedaron atrás para siempre. Por eso entendieron el desgarro de mi melancolía ante el inicio de un lento declive hacia una vejez que ya asomaba por el horizonte lejano.
—¡Recita de nuevo ese poema, Es Saheli!
El vozarrón del emperador se impuso al susurro de las candelas.
—¡Vuelve a recitarlo!
El emperador vino hasta mi hoguera. Otros muchos le siguieron. Pronto los tuve a casi todos a mi alrededor, suplicando con sus miradas unos versos que los emocionaran. No vi ni a al-Mamir ni a Abdelkrim. Los pájaros menores siempre tienen que callar cuando jilgueros y ruiseñores rompen el silencio con sus trinos renovados. Miré agradecido a las estrellas y comencé de nuevo a recitar el verso de la madurez que ya adornaba mi ser.
Del don de la juventud me apartó el tiempo
que traía canas, indicio de decrepitud.
D
HULJABALWALIKRAM
, EL MAJESTUOSO Y BENEVOLENTE
Las acacias comenzaron a aparecer esparcidas por aquí y por allá. Donde antes sólo veíamos rocas y arena, enraizaban por aquellos parajes pastos que servían de alimento a las piaras de cabras cada vez más frecuentes. Dulcemente, el desierto comenzaba a transformarse en sabana árida. El Sáhara se convertía en Sahel. Al igual que yo maduré, pensé. Poco a poco, sin percatarte de ello, hasta que un día descubres que ya no eres joven y que te queda poco tiempo para cumplir tus sueños. Atrás quedaba la aldea de Agadez. Salíamos de tierra tuareg para adentrarnos en el territorio de los nómadas peules, tribus negras que pastoreaban sus ganados de cabras y vacas en una vasta extensión al sur del desierto. Las mujeres, guapas y espigadas, aparecían siempre adornadas con grandes collares. Los hombres, altos, de un negro azulado, iban armados con unas lanzas largas y amenazantes.
—Son para defendernos de los leones y las hienas. Atacan nuestro ganado —nos dijo el jefe de una de las aldeas por las que atravesamos.
—También son para protegerse de los bandidos tuaregs —me aclaró uno de los generales mandingas—. Y para atacar a las pacíficas tribus del sur, en busca de esclavos que los atiendan. Para todo eso quieren sus lanzas.
El calor era aún más tórrido que el del desierto. A veces, incluso más húmedo…, pero, ¿humedad aquí, en las puertas mismas del gran desierto?
—Ya no tardaremos en llegar a las orillas del gran río.
—¿Un río grande aquí? ¿Surcando estos secarrales?
—El río más hermoso y misterioso del mundo, el Níger. Surge de las montañas de la niebla y la lluvia allá por la lejana Guinea, para dirigirse al norte en busca del desierto. Lo penetra, pero después gira para fluir de nuevo al sur, en busca del océano. Por eso llamamos a esta región la de la curva del Níger. Es rica en agricultura, ganadería y pesca, a pesar de que las arenas del desierto lamen sus orillas. Pero nuestra mayor riqueza no viene de los campos. Procede, como la de todos los países ricos, del comercio. Ofrecemos a las caravanas oro, esclavos y marfil. Las caravanas pagan bien nuestra mercancía. Y el poder del gran Kanku Mussa se acrecienta sin límite.
Aquel día nos hicieron madrugar más de lo acostumbrado. Nuestra caravana inició su marcha cuando las estrellas aún punteaban en el cielo negro y limpio. Dos horas después, el heraldo rojizo del levante anunció la amanecida. Y, entonces, como la reina de las serpientes, el gran río se descubrió ante nuestra vista. Extasiados, todos los hombres y las bestias de la caravana enmudecieron. Allá estaba la fuente de la vida, el milagro del buen Alá. Descabalgamos para postrarnos. Primero, hacia La Meca, para la primera oración del día. Después, hacia el Níger, nuestra meta. Los primeros rayos de sol arrancaron brillos de plata a las escamas del río. Fue hermoso. Ni la visión del Nilo, ni la de otros muchos ríos que conocía, me parecieron tan bellas y misteriosas. En tierras que apenas conocen la lluvia y que el sol exprime sin compasión parecía del todo imposible que transcurriera un río de tal caudal. Pero allí se mostraba majestuoso y sereno, desafiando a un desierto que todo lo bebía para saciar su sed.
Cuando llegamos a sus orillas dejamos que sus olas acariciaran nuestros pies descalzos. Mientras los sirvientes abrevaban a los camellos, el emperador y sus más allegados paseamos un buen rato por sus orillas.
—¡Mirad, las primeras pinazas!
Llamaban así a las esbeltas embarcaciones que surcaban sus aguas. Impulsadas por una larga pértiga que los barqueros manejaban con experta cadencia, apenas si sobresalían de la superficie. Vimos varias a lo largo de nuestro paseo. Algunos pescadores arrojaban sus redes ansiosas, mientras que la mayoría transportaban personas, animales y mercaderías.
—Los pescadores son de etnia bozo. Apenas se mezclan con los demás.
Una densa vegetación protegía aquel tramo de la orilla. Kanku Mussa se empeñó en atravesar aquella espesura para llegar de nuevo al borde mismo del gran río.
—Cuidado, las grandes serpientes abundan en estas manchas.
Me encogí atemorizado. Durante la travesía del desierto había escuchado suficientes historias de personas devoradas por esos monstruos africanos como para querer correr riesgos en sus dominios.
Pero aquellos hombres parecían no temerlas. Avanzaban con sigilo en dirección al río. De repente, nos llegó una orden. Por gestos se nos indicó que hiciéramos el menor ruido posible. Nos mimetizamos con el silencio vegetal de la ribera hasta llegar a un claro desde el que se dominaba la orilla. Uno de los hombres me hizo una señal. Su dedo apuntaba al centro de la corriente. Unas pinazas quedaban desdibujadas a lo lejos, por las brumas del río. ¿Qué me querría enseñar? Y entonces los vi. Eran como enormes huevos marrones o grises que sobresalían de las aguas. Parecían caparazones de tortugas gigantes. Pero no, no podían ser. Afloraban en la superficie y se hundían bajo las aguas. ¿Qué serían aquellas extrañas criaturas? Iba a preguntarlo cuando una gran mandíbula se abrió sobre las aguas, mostrando unos enormes colmillos que destacaban sobre la lengua rosada. No los había visto nunca, pero de inmediato reconocí aquellas bestias. Eran hipopótamos, el animal tan temido del Egipto Alto. Los mandingas sonreían felices. Para ellos no eran bestias malvadas, sino espíritus encarnados. No en vano, bajo su reciente conversión, latía la honda tradición animista. Nos acercamos más al borde del agua, y de repente oímos cómo algo se deslizaba hasta el agua. Miré a mi derecha, y con horror comprobé que se trataban de grandes cocodrilos de mirada fría y maligna. Fue un instante, pero aún conservo esa imagen en la memoria. Hipopótamos, cocodrilos, pinazas y hombres entrelazados por las aguas del río padre, guardándose un respeto que todos merecían.
—Los dioses habitan en los animales de la naturaleza. No debemos matarlos si no es en defensa propia o para alimentarnos.
Nuestra caravana comenzó a remontar el río por su margen izquierda, según la dirección de la corriente. Inexplicablemente, en vez de reducir su caudal aguas arriba, como ocurre en todos los grandes ríos, lo aumentaba.
—El desierto evapora. Y si lleva este caudal aquí, figúrate lo que será en las montañas de la Luna en las que nace. Más allá de Tombuctú comienzan las zonas de los grandes lagos y las marismas.
Aquella primera noche del río, fue Kanku Mussa quien tomó la palabra en el campamento. Quería instruirnos a los que por vez primera nos íbamos a adentrar en el imperio del Mali. Escuché con atención la historia de su pueblo. Para los andalusíes de occidente, los negros del sur no eran más que salvajes a los que esclavizar y comerciantes con los que mercadear. Nunca nos habíamos creído que de verdad tuvieran reinos e imperios de gran tradición y pompa.
—El primero fue el gran reino de Ghana. Construyeron su gran ciudad en Kumbi Salé, cuando todavía las lluvias regaban aquellas latitudes. Sufrieron grandes sequías, pero la ciudad siguió manteniendo su riqueza. El brillo del comercio riega más que la lluvia prolongada. Pero en 1076 los feroces almorávides conquistaron Kumbi Salé. Su imperio llegó desde Al Ándalus al Níger. Controlaron las rutas del oro.
—Conozco bien la obra de los almorávides, señor —me atreví a interrumpirlo, con ánimo de reforzar su historia—. Fueron buenos soldados y creyentes furiosos. Conquistaron Al Ándalus, pero jamás llegaron a ser queridos. Eran duros y fanáticos.
—Tampoco en el reino de Ghana fueron amados, sólo temidos. Despreciaban a los negros, a los que trataban como esclavos. Por eso, entre las tribus, se instaló el deseo de venganza. Las tierras del Níger querían un nuevo imperio que los liberara de la garra almorávide, y el buen Alá obró el milagro en Sundiata Feita, un niño enfermizo y lisiado.
El emperador Kanku Mussa paró para beber agua. Estaba emocionado por la historia que narraba. Los africanos tienen gran respeto a la historia oral. Memorizan hasta insignificantes detalles del pasado para que nunca sean olvidados. Todo eso lo descubriría después. En cada aldea, los hombres mayores repetían y repetían las historias para que no se perdieran los lazos con el ayer. Con razón afirmaban que, siempre que moría un viejo, desaparecía una biblioteca. La tradición oral es un deber casi sagrado, que se valora y respeta.
—¿Te aburro con mis historias, poeta?
—No, no, que va, me encanta saber del pasado.
—El pasado es lo que nos hace ser lo que somos. Nosotros construimos lo que serán nuestros hijos. Por eso no olvido nuestra historia. Te decía que el pobre Sundiata Feita adquirió milagrosamente la fuerza del búfalo y la astucia del leopardo. Sus piernas, antes inválidas, tomaron la velocidad del antílope, y su ánimo quebrado se adornó con la fiereza del león. En 1235 creó el imperio mandinga del Mali, que convirtió a Niani en su capital. Sundiata murió en 1255, dejando un reino tan próspero como el mítico de Ghana. Además del oro de las minas de Buré y Bambuk, la agricultura floreció como nunca jamás antes lo había hecho. Se introdujo el algodón y se siguieron sembrando los cereales, los tubérculos y el arroz de antaño.
—Sundiata Feita fue grande, señor —lo agasajo uno de sus generales—, pero tú lo has aventajado. Llevas su sangre mandinga, y desde que comenzaste a gobernar en 1312 el reino no ha hecho sino prosperar.
—Gracias —respondió el emperador, feliz ante los halagos—. Sólo supero a mi antepasado por la fe. Sundiata se mantuvo en la magia oscura de los animistas, mientras que yo descubrí la luz de la fe verdadera.