El arquitecto de Tombuctú (50 page)

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Authors: Manuel Pimentel Siles

Tags: #Histórico

BOOK: El arquitecto de Tombuctú
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—Aunque huyas, seguirás insatisfecho. Todos buscamos algo, y tú no lo has encontrado.

Me volví. Sus palabras inquietaban mi ánimo.

—¿Y qué buscas tú, si puede saberse? —le respondí retador.

—Acercarme al buen Dios. Y para eso ayudo a las almas descarriadas… como la tuya.

¿Quién era aquel viejo para meterse en mi vida? Le iba a responder con desprecio, cuando comenzó a incorporarse con dificultad. Sus achaques me ablandaron, no debía enfadarme con él. Quizá no fuera más que un pobre desahuciado que buscaba compañía para paliar su soledad.

—Sígueme —me ordenó con una extraña autoridad.

Sin saber muy bien por qué, decidí hacerlo. Marchamos por un laberinto de callejuelas sucias y oscuras. Comencé a asustarme, ¿cómo había podido ser tan imprudente? En cualquier momento sus cómplices podrían asaltarme y nunca más se sabría de mí.

—¿Adonde me llevas? Hace rato que andamos sin rumbo.

—¿Acaso tú lo has tenido en el camino de tu vida? ¿Por qué me exiges a mí lo que a ti te falta?

—Llévame de vuelta, viejo.

—Ya sé que quieres regresar. Todos los caminantes sin meta ni rumbo quieren hacerlo. Si no sabes dónde vas, siempre te perderás. Sólo te sentirás seguro en el inicio, jamás en el camino. El miedo a seguir te condena al fracaso del regreso.

—No tengo miedo. Sólo sé que quiero regresar.

—¿Acaso puedes hacerlo? Dime, ¿puedes, en verdad, volver a tu punto de salida?

No. No podía hacerlo. Me echaron de Granada, mi patria. Tuve que emigrar de El Cairo. Vagaba sin rumbo desde entonces. Huía de mí. Pero no quería reconocérselo, no quería reconocérmelo.

—Claro que puedo —le mentí—. Todos pueden hacerlo. Lo que ocurre es que quiero llegar a La Meca. Estoy de peregrinación.

—Pero, ¿no quedamos en que querías volver? Los desorientados en los desiertos terminan siempre dando vueltas cuando creen que avanzan. ¿Cómo hablas de llegar a La Meca? ¿De verdad tienes a La Meca como destino de tus pasos?

—¿Quién eres? ¿De qué me conoces?

El anciano aceleró el paso. No comprendía cómo aquel amasijo de piel ajada y huesos rechinantes podía acumular energía suficiente para hacerme jadear al ritmo de su marcha. Las calles se degradaron aún más. Los charcos pestilentes y las casas en ruinas apenas eran antesala para el basurero que se adivinaba más allá de los muros derruidos.

—Si en verdad deseas hacer la
hayib
, la peregrinación, ¿por qué buscas el pecado?

De nuevo me golpearon las palabras del viejo. Me hicieron pensar. ¿Cómo sabía el anciano que esa noche había salido para saciar mis bajos instintos? Volví a inquietarme. ¿Sería un
djinn
, un genio de los que abundaban en la ciudad encantada de Damasco según el decir de sus gentes?

—Mira a tu alrededor. ¿Qué ves?

—La oscuridad.

—¿Y qué intuyes en ella?

—Ruina y basura. Debemos estar en el arrabal más mísero de la ciudad.

—Así está tu alma ante los ojos de Alá. No eres más que basura inmunda. Oscura y sola.

Tenía razón. Así me sentía en aquellos momentos.

—Quiero salir de aquí.

—Si quieres, puedes hacerlo. Alá, el Clemente, siempre desea que vivas en la luz.

—¿Cómo puedo conseguirlo?

—Ten una buena meta en tu camino. No deambules teniendo el vacío como brújula.

—Tengo un destino. Quiero ir a La Meca.

—La Meca no es un destino. Es un camino de purificación. ¿Acaso no lo sabías?

—Sí, claro que lo sabía.

—Pero no lo practicabas. No tenías entonces La Meca como destino. La ciudad santa no era tu meta, era un simple accidente más de tu camino sin rumbo. Una excusa para tu desorientación. Piénsalo.

Tenía razón. El anciano era, sin duda, un hombre sabio. Sabía de mi extravío. Estaba descarriado desde mi más tierna juventud.

—Quiero cambiar. Quiero iniciar el camino de Alá.

—No es fácil esa senda. ¿Sabes qué precisa el buscador?

—Piedad y fe.

—Todo ello es preciso. Pero también amor y caridad. Tratar bien a los que dependen de ti. Ser humilde, desprendido de las cosas de esta vida.

—No tengo nada, salvo camino por recorrer.

—Eso está bien, te acerca a Alá. Pero eso no basta. Si deseas alcanzar la verdad, controla tu ira y tu mal genio. Si esto haces, complacerás a Alá y defraudarás al diablo que siempre espera tu flaqueza.

—Sí…, las tentaciones son muchas, y el ánimo débil.

—Pero no debes temer. Haz tu marcha confiado en las fuerzas de Alá. El mundo no es malo. Por el contrario, es el campo de cultivo del más allá. Este mundo es el camino a la felicidad eterna y por lo tanto es bueno, digno de ser apreciado y encomiado. Lo malo es cerrar los ojos a la verdad. Entonces se cae consumido por los deseos o la ambición.

—Yo he caído muchas veces.

—No te preocupes, todos lo hemos hecho. Pero lo importante es el deseo de seguir. Levántate, y ama.

—¿Cómo?

—Ama. Alá está en todo. Si amas a tu hermano, amas a Alá. Si amas al pájaro del amanecer, a la palmera que se cimbrea orgullosa, al gusano de sus hojas, amas a Dios. Ama al cristiano, al musulmán, al judío. Ama. Alcanzarás a Alá en esa senda del amor.

De nuevo el amor. Recordé las palabras del imán de la mezquita de al-Mursi, en Alejandría. ¿Era posible encontrarlo en aquellos tiempos terribles? Aceleramos de nuevo el paso. No sabía cuánta noche llevábamos consumida. Nos adentramos de nuevo en la ciudad, todavía a oscuras. La presencia de algunos gatos vagabundos fue la única certificación de vida que encontramos a nuestro paso. Marchaba con sus palabras sabias repitiéndose en mi cabeza. El caserío comenzó a mejorar. Las paredes estaban limpias y encaladas, las fachadas aseadas. Nos adentrábamos de nuevo en la zona noble de la ciudad. Reflexionaba sobre las palabras del viejo. Tenía razón. Me dirigía a La Meca sin deseo de purificación. No era una meta, era una simple excusa para justificar mi extravío. Así sólo ahondaría en el fracaso de mi camino. Me habían echado de Granada, me había tenido que ir de El Cairo. Si no cambiaba, Damasco sólo sería una parada más en un deambular sin sentido. ¿Adonde me encaminaban, en verdad, mis pasos y actos? Pues hacia mi propia destrucción. ¿Era eso lo que buscaba? No. Yo quería vivir, quería dejar legado, quería que mis obras me sobreviviesen. ¿Por qué, entonces, no actuaba en consecuencia?

—¿Sabes una cosa?

Apenas podía seguir al anciano mientras le dirigía la pregunta.

—Dime —me respondió, volviéndose hacia mí.

Por vez primera me pareció distinguir su sonrisa iluminando las penumbras de mis dudas.

—Ni siquiera sé cómo te llamas.

—¿Acaso eso importa cuando le hablo a tu conciencia?

—No, no importa. Sólo quería decirte que tienes razón. Soy un extraviado. Jamás podré orientarme sin meta. Caminaba y caminaba sin sentido.

—¿Y?

—Quiero cambiar.

—Para ello, siempre, lo mas importante es el primer paso en la buena dirección.

—Haré mi
hayib
con devoción. Me purificaré con buenos actos y oraciones.

—Eso ya es suficiente. La Meca ya es tu camino. Medita, purifícate, ama. El buen Alá guiará tus pasos a partir de entonces. Debo dejarte, mi misión ha terminado.

Amanecía. El canto del almuecín acompañó a la luz difusa que anunciaba el nuevo día. La silueta del alminar se recortaba sobre el cielo que comenzaba a clarear.

—El islam es grande —suspiré con la euforia de quien sabe que ha comprendido—. Muchas gracias por ayudarme.

—Yo no te he ayudado. Toda la verdad está encerrada en tu corazón. Todos somos Alá, basta con dejarte llevar y sentirlo. Está dentro de ti, dentro de mí, dentro de todos. Siéntelo, déjale que te hable.

El alba regalaba suficiente claridad. Nos encontrábamos de nuevo en el punto en el que me lo encontré, delante del descampado. El anciano se marchaba. Tuve que elevar la voz.

—Aún no me has dicho cómo te llamas.

Se giró y me miró con dulzura para decirme:

—Me dicen Ibn Arabí. Soy andalusí, como tú, y milito en la religión del amor.

Y comenzó a alejarse hacia el final de la calle mientras recitaba un hermoso poema que se me grabó en la memoria.

Capaz de acoger cualquiera

de entre las diversas formas

mi corazón se ha tornado:

es prado para las gacelas

y convento para el monje,

para los ídolos, templo,

Kaaba para el peregrino;

es las Tablas de la Tora

y es el Libro del Corán.

La religión del amor

sigo adonde se encamine su caravana,

que amor es mi doctrina y mi fe.

Yo también quería militar en la religión del amor. Las palabras del viejo eran las de mi corazón. La luz que irradiaba competía con el amanecer. Recordé entonces aquellos versos. Eran de Ibn Arabí de Murcia. Era imposible. Por un instante desvié mi mirada hacia el sol que descabezaba en el horizonte. No podía ser. Aquel hombre no podía ser Ibn Arabí, que debía llevar muchos años muerto. Regresé mi mirada hacia él, mientras le preguntaba «¿por qué me engañas?». Pero nadie me contestó. Ya no estaba, había desaparecido. Corrí hacia la esquina, no podía haberse desintegrado. No estaba en la otra calle. ¿Qué estaba pasando? Resultaba del todo imposible que el viejo se hubiera evaporado. Miré y rebusqué, pero nada, ni rastro de aquel hombre que me leyó el pensamiento y supo de mi extravío.

Un gato pardo ronroneaba a mis pies. Estaba aturdido en medio de aquel sucio descampado. Regresé al callejón. El gato me siguió hasta acostarse en el mismo portal donde encontré al viejo. Decidí regresar. Una extraña felicidad emanaba de mi pecho. Sentí el calor de Alá dentro. Supe que lo amaba que debía emprender el camino interior en su busca. Iría a La Meca, pero desde esa noche sabría que la verdadera Meca se encuentra en nuestro interior. La peregrinación sólo era un esfuerzo de purificación compartida que me ayudaría a encontrarla.

—Ibn Arabí, nacido en Murcia y criado en Sevilla, pasó sus últimos años en Damasco —me respondió al-Umari cuando le conté la extraña experiencia—. Pero hace ya casi un siglo que falleció. No puedes haberlo visto.

—Irradiaba santidad. Y todo lo que decía era hermoso, trascendente, llegaba hasta lo más hondo del alma.

—No sé a quién te has encontrado. El Ibn Arabí verdadero fue un gran maestro religioso, adentrado en la senda mística. Pero los sufíes siempre tuvieron muchas incomprensiones por parte del islam más ortodoxo. Ibn Arabí gozó el favor de unos y sufrió el desdén de los otros. Algunos lo llamaron
ash-shaif al-akbar
, el más grande guía espiritual. Sus muchos enemigos, sin embargo, lo difamaron con el sobrenombre de
ash-shaif al-akfar
, el más grande de los herejes.

—Me habló del amor.

—También el santo andalusí hablaba sin cesar de amar. Y desde el amor, predicaba la compasión y el perdón. Cuentan que uno de los principales alfaquíes de la ciudad llegó a odiarlo tanto que lo maldecía diez veces después de cada una de sus cinco oraciones diarias. El hombre murió y Ibn Arabí acudió a su funeral, lo que extrañó a los que conocían la animadversión del fallecido hacia el maestro sufí. Ibn Arabí guardó una respetuosa compostura durante el sepelio, y durante los días siguientes permaneció en profundo silencio, sin que ningún alimento ni bebida profanara sus labios. Un amigo, conocedor de los rigores a los que se sometía, insistió en invitarlo a su casa a cenar. Ibn Arabí accedió, pero continuó sin hablar ni comer bocado alguno. De repente, se dirigió a una esquina y quedó como en trance. Al rato salió transformado. Rompió su mutismo y comenzó a comer y a charlar feliz. Su amigo, sorprendido, le preguntó las razones de su brusco cambio. Ibn Arabí, rebosando satisfacción espiritual, le respondió «Sabedor de que el único pecado del alfaquí fallecido era el odio que me profesaba, rogué al buen Dios su absolución e hice el voto de permanecer en silencio y ayuno hasta que Él lo perdonara y lo admitiera en su seno. Acabo de saber que Alá, en su misericordia, lo ha perdonado. Ya puedo volver a la vida de este mundo».

No podía creerme que el anciano que me encontré en la noche de mi extravío fuese un fantasma.

—Son demasiadas casualidades. El viejo no cesaba de hablarme del amor.

—Ibn Arabí fue el maestro del amor. Mantuvo que sólo a través del amor se puede llegar a Alá y conocer las verdades místicas. Escribió: «El que recibe en su corazón el menor soplo de ese amor, extrae del océano de lo oculto, las perlas más hermosas de las verdades espirituales». Desconfiaba de los que querían llegar a Dios a través de la razón.

—¿Cómo murió?

—Ibn Arabí despreciaba a muchos de los teólogos y eruditos del Damasco de su época porque sacaban beneficio material de su sabiduría y consejos. El entendía que la frugalidad y el desprendimiento eran atributos necesarios de la santidad. Cuentan que un día, sin que pudiera evitarlo, un fiel muy rico le regaló un palacio. Nada más conocer la noticia, un pobre se le acercó pidiéndole limosna para comer. «Siento no tener nada que darte para comer. Soy tan pobre como tú. Sólo tengo un palacio. Tómalo». Y dicho esto, le regaló el palacio al indigente. Ese desprecio a las cosas materiales le causaría la muerte. Dicen que una tarde, Ibn Arabí se encontró con una congregación de fieles que amaba el dinero en demasía. Inflado de ira santa, Ibn Arabí los reprendió por su codicia y les gritó: «¡El dios que adoráis está bajo mis pies!». La congregación abandonó sus oraciones, y sus fieles, enfurecidos, comenzaron a golpearlo, tachándolo de hereje. Las heridas que le ocasionaron fueron la causa de su muerte, acontecida pocas semanas después. Fue en 1240. Los seguidores del maestro lo enterraron con modestia bajo el suelo donde recibió la paliza. Hoy no es más que un basurero, aunque algunos especulan con las palabras del santo. Afirman que existe un tesoro bajo la tierra en el exacto lugar en que él se encontraba cuando recibió la paliza.

—¡Un momento, al-Umari! —lo interrumpí exaltado—. ¿Qué has dicho, que el suelo donde está enterrado es hoy un basurero?

—Sí. ¿Por qué te extraña tanto?

—El extraño hombre de anoche… desapareció en un solar abandonado y cubierto de basuras. Era el mismo lugar donde me di cuenta que estaba extraviado y lo encontré.

—No, no puede ser… ¿No estarás pensando que…?

—¡Llévame hasta donde está enterrado! Tengo una corazonada.

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