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Authors: Boyd Morrison

Tags: #Intriga, arqueología.

El arca (36 page)

BOOK: El arca
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—¿Y el FBI?

—Cuando le puse al corriente de Oasis, el presidente decidió que la unidad antiterrorista del FBI no cuenta con unidades especializadas para el asalto de una instalación de esas dimensiones y características. Ha autorizado el ataque por parte de un grupo de asalto. Tan sólo necesita saber dónde atacar.

—Yo sé dónde. En el complejo que la Iglesia de las Sagradas Aguas tiene en Isla Orcas.

—¿Estás seguro?

—En un noventa por ciento —respondió Tyler, que arrugó el gesto al comprender que, después de todo, no tenía la completa seguridad.

Para su sorpresa, su padre comentó:

—Pues a mí me basta con eso.

—Tengo una idea para verificarlo. ¿Dónde estás ahora?

—De camino a White Sands —contestó el general—. Quiero verte ahí a mediodía. Vas a asistir a una demostración.

No se trataba de una invitación, sino de una orden. Tyler lo conocía bien para saber que no debía discutir.

—¿Una demostración? ¿De qué?

—No puedo decírtelo, pero hablamos de algo relevante para nuestra actual situación.

—De acuerdo. Llegaré alrededor de las once y media de la mañana, hora local. —White Sands se hallaba de camino a Phoenix desde Atlanta—. Pediré a Grant Westfield que se reúna conmigo allí.

—No es necesario meter a más gente en esto.

—Conoces a Grant. Sirvió en los Rangers y es ingeniero de combate. Tiene el mismo nivel de seguridad que yo, y es un ingeniero electrónico de primer orden. También sabe más que nadie acerca del accidente aéreo de Hayden.

—De acuerdo. No te retrases. —Y colgó.

Tyler observó el teléfono, extrañado. Al final la conversación no había resultado como él esperaba. Por un instante, dio incluso la impresión de que su padre necesitaba su opinión. No sabía qué quería mostrarle el general en White Sands, pero debía de ser muy importante si iba a acudir personalmente.

Se dirigió a la puerta de la cabina y asomó la cabeza dentro.

—Cambio de planes, chicos. Nos vamos a Nuevo México.

Capítulo 43

Con ocho mil doscientos kilómetros cuadrados, tres veces el tamaño de Rhode Island, el campo de pruebas de misiles de White Sands es la mayor instalación militar de Estados Unidos. Ha servido de terreno de pruebas para algunas de las armas más potentes desde que en 1945 se llevó a cabo la detonación de la primera bomba atómica en Trinity, en la parte oriental de la base. El piloto de Tyler aterrizó en la pista utilizada para los aterrizajes de emergencia de la lanzadera espacial.

Guiaron al reactor a una rampa cercana a un helicóptero. Grant se encontraba junto al aparato. Antes de que los motores del avión quedaran silenciados, Tyler abrió la puerta y enseguida cobró conciencia de la elevada temperatura reinante. Se puso gorra y gafas de sol, y anduvo hacia su socio, cuya calva estaba perlada de sudor.

El hombre miró a Tyler con gravedad.

—Tío, siento mucho lo de Dilara —dijo—. Seguro que está bien.

—La recuperaremos —aseguró Tyler con confianza, a pesar de lo preocupado que estaba.

—Puedes apostar por ello.

—¿Adónde vamos?

—Tu padre envió instrucciones a mi llegada. El campo de pruebas se encuentra a setenta kilómetros de aquí, y quiere que nos demos prisa.

—¿Tienes idea de por qué?

Grant negó con la cabeza.

—Por lo visto, no hay manera de que renuncie a eso de guardar secretos. Dijo que nos lo contaría a nuestra llegada. —Subieron al aparato, y al cabo de un minuto ya estaban en el aire.

Veinte minutos después, el helicóptero aterrizó junto a una hilera de caravanas conectadas a un gigantesco generador y a un conjunto de antenas de satélite.

Tyler condujo a Grant a una caravana doble, la mayor de las presentes. En el interior se encontraron con varias filas de monitores, al frente de los cuales se sentaban los técnicos, algunos de ellos vestidos de civil, otros con uniformes de la Fuerza Aérea y el Ejército. El aire acondicionado mantenía una temperatura más bien fresca que oscilaba en torno a los dieciocho grados centígrados. Tyler oyó la cuenta atrás y vio un cronómetro rojo centrado sobre una enorme ventana que proporcionaba una vista espléndida de una montaña situada a dieciséis kilómetros de distancia. Junto a la ventana había una pantalla de plasma que mostraba una vista ampliada de la montaña. El cronómetro indicaba que quedaban quince minutos.

El general Sherman Locke conversaba con otros dos generales en el extremo opuesto de la caravana. Cuando vio entrar a Grant y a su hijo, interrumpió la conversación y se les acercó. Había en su rostro una expresión severa.

Aunque rondaba los sesenta, tenía un físico imponente, y estaba más en forma y era más alto que muchos de los soldados jóvenes presentes. Cualquiera que conociera a Tyler Locke hubiese reparado enseguida en el parecido existente entre padre e hijo. Era en el comportamiento en lo que se diferenciaban. Tyler tenía un trato relajado con los demás, y prefería liderar con el ejemplo, sin presiones, mientras que el general mandaba con puño de hierro, exigiendo estar al mando de todas las situaciones que afrontaba. La presente no sería una excepción.

—Capitán —saludó el general, tendiendo la mano a Tyler y tratándolo de usted, puesto que se encontraban en presencia de terceros—. Me alegra que haya podido acercarse. Su hermana me pidió que le saludara de su parte.

El general era la única persona que seguía utilizando el rango militar de Tyler después de que se licenciase. Probablemente también lo hacía para enviar un mensaje a los allí presentes de que su hijo había sido oficial del Ejército.

—General —saludó él, respondiendo con la misma formalidad, y estrechando la mano de granito, que apretó con todas sus fuerzas—. Por favor, salúdela también de la mía.

El general inclinó levemente la cabeza ante Grant, a quien estrechó fugazmente la mano. Tyler y su padre se estudiaron con la mirada, sin revelar nada el uno al otro.

—Apuesto a que te costó lo tuyo llamarme —dijo a su hijo, en un aparte.

Tyler hizo caso omiso de la pregunta.

—¿Viste mi informe del Centro de Control de Enfermedades?

—Llevo años advirtiendo a Fort Detrick y al FBI de que los laboratorios privados acabarían poniendo armamento biológico en manos de intereses no gubernamentales. A ellos les preocupaba el ántrax y la viruela, pero yo sabía que afrontar algo mucho peor era cuestión de tiempo. Y según parece ese momento ha llegado.

El general Locke tenía bajo su cargo la Agencia de Defensa y Reducción de Amenazas, responsable de la lucha contra amenazas terroristas en las que estuvieran involucradas armas de destrucción masiva. Sus treinta y cinco años en la Fuerza Aérea lo habían convertido en uno de los oficiales más respetados y mejor relacionados. Su posición le permitía involucrarse prácticamente en cualquier operación que quisiera, sobre todo cuando se llevaban a cabo pruebas con fuego real de armamento nuevo.

Se acercó un coronel, que hizo una pregunta en voz baja al general, pregunta que el padre de Locke satisfizo.

—¡A la orden, señor! —saludó el coronel.

Tyler había acompañado a su padre a fiestas en compañía de otros oficiales, pero nunca antes había visto al general en una posición de mando. A pesar de lo tenso de su relación, sintió cierto orgullo al verlo a cargo de todo.

—General —dijo Tyler—, la gente que introdujo el agente en el avión de Hayden intentó hacer lo mismo en el
Alba del Génesis.
Estoy seguro de que no tardarán en realizar un nuevo intento.

—¿Y está convencido de que Sebastian Ulric es el responsable?

—Sí, señor —afirmó Tyler, asombrado de lo rápido que asumía de nuevo el papel de oficial del Ejército en presencia de su padre—. Tenemos pruebas de que Sebastian Ulric es el cerebro de esta cadena de atentados. Posee una de las compañías farmacéuticas más importantes del país y es un bioquímico experto. También cuenta con los recursos financieros necesarios para la construcción de Oasis.

—Se refiere al bunker que afirma que posee.

Tyler puso al general al corriente de la relación de John Coleman con Oasis y le contó cómo él había colaborado brevemente cuando el proyecto se llamaba Torbellino.

—Si no han cambiado radicalmente los detalles de los planes que consulté, hablamos de un búnker capaz de rivalizar con Mount Weather. Podría albergar tranquilamente a trescientas personas durante el tiempo que tardara ese agente prion en matar a toda la población mundial antes de dispersarse.

El general hizo una pausa, como si estuviera decidiendo lo que diría a continuación. Apartó del técnico más cercano a Grant y Tyler, y bajó el tono de voz.

—Lo que voy a deciros está clasificado —dijo, tratándolos con mayor familiaridad—. Os creo. Lo hago porque hace dos años que investigamos a Ulric.

Tyler y Grant cruzaron una mirada sorprendida.

—¿Cómo? —preguntó el ex luchador negro, levantando la voz más de la cuenta. Al reparar en ello, la moderó para añadir—: ¿Por qué? ¿No pagaba los impuestos?

—Alguien ha estado contratando a algunos de los mejores desarrolladores de armas biológicas del país. Gente que trabajaba con varios subcontratistas que colaboraban con USAMRIID en Fort Detrick. Al principio pensamos que los atraían las fuertes sumas de dinero que les ofrecían las empresas farmacéuticas privadas. Pero a medida que las deserciones fueron aumentando en número, nos pusimos a investigar. Concluimos que se les prometía trabajo en otros proyectos de defensa en guerra biológica por parte de entidades que aseguraban colaborar en proyectos secretos del Gobierno. Por supuesto, estas compañías no estaban contratadas por el Departamento de Defensa, cosa que ignoraba la gente a quien reclutaban.

—Se parece mucho al truco que emplearon conmigo para que trabajase en el proyecto Torbellino —admitió Tyler.

—Cuando ahondamos más, descubrimos la existencia de lazos tenues con Sebastian Ulric, pero nunca hemos llegado a demostrarlo.

—¿Uno de los científicos se llamaba Sam Watson?

—Sí. Murió de un infarto la semana pasada.

—No —dijo Tyler—. Lo envenenaron. —Por fin algo que su padre ignoraba.

El general entornó los ojos.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Porque la persona que estaba con él cuando sufrió el infarto, una arqueóloga llamada Dilara Kenner, acudió a mí al cabo de dos días y me contó que lo habían envenenado.

—¿Dónde está ella ahora?

—Sebastian Ulric la secuestró —respondió Tyler, furioso de saberla a merced de ese loco—. Lo hizo mientras yo perseguía al agente del FBI que trabajaba para él. Tenemos que liberarla.

El general hizo un gesto para restar importancia al asunto.

—No puede contarle nada. No te preocupes por ello.

—Pues claro que me preocupo por ello —retrucó Tyler—. Dilara es responsabilidad mía.

El general puso el dedo índice en el pecho de su hijo.

—Lo que tendría que preocuparte es que Ulric ahora está sobre aviso, lo que pone en peligro nuestros planes. Esta noche planeamos ejecutar un asalto a la finca.

—¿Te refieres a la de Isla Orcas?

El general asintió.

—Hicimos algunas comprobaciones de tu suposición de que ese lugar era donde se ubicaba el bunker. El FBI encontró pruebas de la existencia de maquinaria para mover tierra, cedida por una de sus empresas fantasma. El único problema es que, si de veras está ese búnker ahí, tendría que haber una cantidad considerable de tierra removida. Aún no sabemos qué ha hecho con la tierra extraída.

—Sigue allí —dijo Tyler.

—¿Dónde?

—En el interior de esos hangares. Hice algunos cálculos. A juzgar por el tamaño del búnker, esos hangares podrían contener los restos de roca y tierra que fueron excavados.

—¿Estás seguro?

—Es la hipótesis más probable.

—Bueno, pues esta noche nos aseguraremos de ello —dijo el general.

—¿Cómo?

—Vamos a infiltrarnos en la propiedad. En cuanto instalemos en la zona nuestro radar de penetración terrestre, podremos verificar la existencia del complejo subterráneo. Hemos comprobado ya el resto de sus laboratorios. No encontramos por ninguna parte el prion. Debe de estar bajo tierra.

—¿Cómo vais a asaltar el laboratorio?

—Con un batallón de la Fuerza Delta. El complejo está muy vigilado. Quizá no podamos entrar, así que tenemos un plan de reserva. O nos hacemos con el agente, o lo destruimos antes de que lo propaguen.

—¿Y Dilara?

—Ella no es prioritaria para el éxito de la misión.

—Entonces yo acompañaré al equipo de asalto —dijo Tyler.

El general le lanzó una mirada furiosa.

—Ni lo pienses.

—¿De qué información disponéis acerca de la estructura interna del bunker?

—De ninguna —admitió el general a regañadientes.

—¿Vais a entrar ahí a ciegas?

—No tenemos otra opción.

—Sí, sí la tenéis. Yo conozco los planos originales. Sé cómo diseñaron y construyeron ese búnker.

El general levantó la vista al techo, como buscando otra alternativa. Tyler comprendió que no había ninguna.

—Papá, sabes perfectamente que para que esta misión tenga una oportunidad de éxito yo debo acompañar al grupo de asalto.

—Y si él va, yo voy —intervino Grant.

—No estás obligado —dijo Tyler.

—¿Alguna vez me he presentado voluntario para algo que no quisiera hacer?

—Sólo si creías que eso te permitiría echar un polvo.

Grant sonrió.

—No creo que ése vaya a ser el caso.

—¡Basta! ¡Callaos! —gruñó el general—. En contra de lo que me dicta el sentido común, ambos acompañaréis al grupo. Tyler, tú cuentas con los conocimientos que necesitamos, que es el motivo de que te haya invitado a venir en primer lugar.

—¿Para qué? —preguntó Tyler.

—Un minuto para el lanzamiento —anunció alguien en la caravana.

—¿Has oído hablar de la bomba MOP?

—¿El Penetrador Masivo de Artillería? —Tyler recordaba haber leído un artículo sobre esa bomba en la revista internacional
Propellants, Explosives and Pyrotechnics.

—Boeing la ha estado desarrollando especialmente para que nosotros podamos atacar búnkeres subterráneos que puedan albergar armas de destrucción masiva. Nunca pensé que tendríamos que emplearla en nuestro propio territorio. Hoy vamos a llevar a cabo la prueba definitiva. Si todo va bien, estoy autorizado a utilizarla para la destrucción de Oasis.

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