—¿Estás seguro de que no preferirías estar en terapia en Colonia Beta? —murmuró Ivan.
Miles sonrió sombríamente.
—Ahora es demasiado tarde. ¿No sería divertido que llegáramos justo para la sentencia?
—Histérico. Morirás riendo, sin duda —gruñó Ivan.
Ivan, con el visto bueno del guardia, se encaminó hacia la puerta. Miles le detuvo.
—¡Shh, espera! Escucha.
Otra voz identificable: el almirante Hessman.
—¿Qué está haciendo él aquí? —preguntó Ivan en voz baja—. Creí que este sitio era reservado para los condes solamente.
—Testigo, te apuesto; exactamente igual que tú. ¡Shh!
—… Si nuestro ilustre primer ministro no sabía nada de esta conjura, entonces permítasele presentarnos a ese sobrino «perdido» —la voz de Vordrozda estaba cargada de sarcasmo—. Dice que no puede. ¿Y por qué no? Yo me permito opinar que no puede porque lord Vorpatril fue avisado con algún mensaje secreto. ¿Qué mensaje? Obviamente, alguna variante de «¡sálvese quien pueda, se descubrió todo!». Y yo les pregunto, ¿es razonable que un complot de esta magnitud pueda haber sido llevado tan lejos por un hijo sin que su padre lo supiera? ¿Adónde fueron esos 275.000 marcos desaparecidos, cuyo destino tan firmemente se niega a revelar, sino a financiar secretamente la operación? Esas repetidas demandas de postergación son sencillamente una pantalla de humo. Si lord Vorkosigan es tan inocente, ¿por qué no está aquí? —Vordrozda se interrumpió con estudiado dramatismo.
Ivan tiró de la manga de Miles.
—Vamos. Nunca tendrás mejor línea de entrada que ésta, aunque esperes todo el día.
—Tienes razón. Vamos.
Ventanas de vidrios coloreados en la pared que daba al este salpicaban el piso de roble de la cámara con manchas de luz. Vordrozda estaba de pie en el círculo de los oradores. Detrás de él, en el banco de testigos, estaba sentado el almirante Hessman. La galería superior, con sus barandas finamente labradas, estaba, por cierto, vacía; pero las filas de simples bancos de madera y los pupitres que rodeaban la sala estaban atestados de hombres.
Libreas de etiqueta en una estrafalaria variedad de matices se dejaban ver bajo sus togas de oficio, rojas y plata, con la excepción de algunos hombres diseminados, sin toga, que llevaban el uniforme de gala rojo y azul de servicio imperial activo. El emperador Gregor, en su estrado elevado a la izquierda del salón, vestía también el uniforme del servicio imperial. Miles sofocó un espasmo agudo de miedo a entrar en escena. Deseó haber pasado por la residencia Vorkosigan para cambiarse; todavía llevaba la camisa lisa oscura, los pantalones y las botas que tenía puestos al dejar Tau Verde. Estimó la distancia al centro de la cámara en, aproximadamente, un año luz.
Su padre estaba sentado detrás de su escritorio en la primera fila, no lejos de Vordrozda, y con la misma apariencia que en casa, con sus colores rojo y azul. El conde Vorkosigan estaba reclinado hacia atrás, con las piernas estiradas y cruzadas a la altura de los tobillos, los brazos plegados en el respaldo, pero tan indiferente como un tigre acechando a su presa. Su rostro estaba irritado, con aire asesino, concentrado en Vordrozda; Miles se preguntó si el antiguo apodo infamante de «El Carnicero de Komarr», que alguna vez se le asignó a su padre, no tendría cierta base real, después de todo.
Vordrozda, en el círculo de oradores, era el único que enfrentaba directamente el oscurecido arco de la entrada. Fue el primero en ver a Miles y a Ivan. Acababa de abrir la boca para continuar; se quedó así, con la mandíbula floja.
—Ésa es exactamente la pregunta que propongo que usted responda, conde Vordrozda…, y usted, almirante Hessman —gritó Miles.
Dos años luz, pensó, y cojeó hacia adelante.
La cámara se agitó con murmullos y gritos de perplejidad. De todas las reacciones, Miles quería ver una sola en especial.
El conde Vorkosigan giró de golpe la cabeza y vio a Miles. Tomó aire y recogió los brazos y las piernas. Se sentó por un instante con los codos sobre el pupitre, ocultando la cara entre las manos. Se frotó el rostro, con fuerza; cuando volvió a levantarlo, estaba enrojecido y arrugado, pestañeaba.
¿Cuándo comenzó a parecer tan viejo?, se preguntó Miles con dolor. ¿Era así de gris su cabello? ¿Ha cambiado tanto, o soy yo? ¿O ambos?
La mirada del conde Vorkosigan recayó sobre Ivan, y su rostro se aclaró hasta la exasperación.
—¡Ivan, idiota!, ¿dónde has estado?
Ivan miró a Miles y aprovechó la ocasión, haciendo una reverencia hacia el banco de testigos.
—El almirante Hessman me envió para que encontrara a Miles, señor. Lo hice. Aunque, por ciertos motivos, no creo que fuera eso lo que el almirante tenía planeado, en realidad.
Vordrozda giró en círculo para echarle una furiosa mirada a Hessman, quien había abierto enormemente los ojos al ver a Ivan.
—Tú… —le susurró Vordrozda, con la voz envenenada por la ira. Casi instantáneamente refrenó el impulso de saltarle encima y relajó sus manos haciendo que, de rastrillos con garras, volvieran a parecer elegantemente combadas otra vez.
Miles hizo una reverencia a los presentes, inclinándose sobre una rodilla en dirección al emperador.
—Mi señor, mis lores. Habría llegado antes aquí, pero mi invitación se perdió en el correo. Para dar fe de ello, quisiera llamar a lord Vorpatril como mi testigo.
El joven rostro de Gregor le observó, rígido, los ojos oscuros afligidos y distantes. La mirada del emperador se volvió con perplejidad hacia su nuevo consejero, de pie en el círculo de los oradores. Su antiguo consejero, el conde Vorkosigan, parecía milagrosamente renacido; sus labios se estiraban hacia atrás en una sonrisa felina.
También Miles miró a Vordrozda por el rabillo del ojo. Ahora, pensó, es el momento de atropellar, en este instante. Para cuando el Lord Guardián del Círculo admita a Ivan con toda la ceremonia debida, se habrán recuperado. Dales sesenta segundos para conferenciar en el banco y habrán fraguado nuevas mentiras de lo más razonable, poniendo su palabra contra la nuestra en el espantoso juego de un voto que ya ha sido condicionado. Hessman, sí, era a Hessman a quien debía atacar; Vordrozda era demasiado ágil para huir asustado. Golpea ahora, y parte por la mitad la conspiración. Tragó saliva, se aclaró la garganta y declaró de golpe.
—Acuso al almirante Hessman, aquí delante vuestro, lores, con los cargos de sabotaje, asesinato e intento de asesinato. Puedo probar que él ordenó el sabotaje del correo imperial del capitán Dimir, que resultó con la horrible muerte de todos sus tripulantes; puedo probar su intento de que mi primo Ivan estuviera entre ellos.
—Usted está fuera de orden —gritó el conde Vordrozda—. Esos cargos descabellados no incumben al Consejo de Condes. Debe llevarlos a una corte militar si quiere formularlos, traidor.
—Donde el almirante Hessman, más convenientemente, debe afrontarlos solo, dado que usted, conde Vordrozda, no puede ser sometido a juicio allí —dijo Miles de inmediato.
El conde Vorkosigan golpeaba suavemente el puño contra su pupitre, inclinándose impulsivamente hacia Miles; sus labios formaban una silenciosa letanía: sí, sigue, sigue…
Miles, alentado, alzó la voz.
—Los afrontará solo y morirá solo, ya que él tiene únicamente su propia palabra, sin testigos, para acreditar que los crímenes se cometieron por orden suya, conde Vordrozda. No hubo testigos, ¿verdad que no, almirante Hessman? ¿Cree usted realmente que el conde Vordrozda se sentirá tan afectado por sentimientos de lealtad como para respaldar sus palabras?
Hessman estaba pálido como un muerto, respiraba con esfuerzo y miraba alternativamente a Miles y a Ivan. Miles podía ver el pánico asomando en sus ojos.
Vordrozda, inquieto en el círculo, hizo un gesto espasmódico hacia Miles.
—Mis lores, ésta no es una defensa. Solamente espera camuflar su culpabilidad mediante esas descabelladas acusaciones, ¡y totalmente fuera de orden al respecto! ¡Mi Lord Guardián, le exhorto a restablecer el orden!
El Lord Guardián del Círculo comenzó a incorporarse; se detuvo, traspasado por una penetrante mirada del conde Vorkosigan. Se hundió débilmente en su banco.
—Esto, ciertamente, es muy irregular… —dijo, y se calló. El conde Vorkosigan sonrió aprobadoramente.
—No ha contestado a mi pregunta, almirante. —Miles continuó—: Vordrozda, ¿hablará usted en favor del almirante Hessman?
—Los subordinados han cometido excesos no autorizados a lo largo de toda la historia… —comenzó a decir Vordrozda.
Da vueltas, rodeos, va a escabullirse… ¡No!, también yo puedo dar giros.
—Oh, ¿admite usted que él es su subordinado?
—No es nada de eso —estalló Vordrozda—. No tenemos ninguna conexión salvo nuestro interés común en el bien del Imperio.
—Ninguna conexión, almirante Hessman, ¿lo ha oído? ¿Cómo se siente uno al ser apuñalado por la espalda con tanta suavidad, eximia suavidad? Apuesto a que apenas puede sentir el puñal atravesándole. Será exactamente igual hasta el final, ¿sabe?
Los ojos de Hessman se inflamaron. Se incorporó de un salto.
—¡No, no lo será! —refunfuñó—. Usted empezó esto, Vordrozda. ¡Si yo voy a hundirme, le arrastraré conmigo! —Señaló a Vordrozda—. Vino a mí en la Feria Invernal, pidiéndome que le pasara los últimos datos de Seguridad Imperial acerca del hijo de Vorkosigan…
—¡Cállese! —gritó desesperadamente Vordrozda, con la furia quemándole la vista al ser tan innecesariamente atacado por la espalda—. ¡Cállese!
Su mano se escurrió bajo su toga escarlata y emergió con un destello. Apuntó la pistola de agujas hacia el balbuceante almirante. Se detuvo. Vordrozda miró entonces el arma en su mano como si ésta fuera un escorpión.
—¿Quién está fuera de orden ahora? —se burló entonces Miles.
La aristocracia de Barrayar todavía conservaba su carácter militar. Ver extraer un arma letal en presencia del emperador provocó un fuerte reflejo. Veinte o treinta hombres saltaron de sus bancos.
Sólo en Barrayar, pensó Miles, un arma cargada podía provocar una estampida hacia alguien que la esgrimiera. Otros corrieron a interponerse entre Vordrozda y el estrado del emperador. Vordrozda se olvidó de Hessman y giró para apuntar a su verdadero tormento, mientras alzaba el arma. Miles se quedó completamente rígido, traspasado por el oscuro ojo de la pistola. Era fascinante que el pozo del infierno tuviera una entrada tan estrecha…
Vordrozda quedó enterrado en una avalancha de cuerpos que le derribaron, sus rojas togas flameando. Ivan tuvo el honor de ser el primero, al sujetarle las rodillas.
Miles estaba de pie delante de su emperador. La cámara se había calmado, sus anteriores acusadores habían sido llevados detenidos. Ahora se enfrentaba a su verdadero tribunal.
Gregor suspiró incómodo y llamó a su lado al Lord Guardián del Círculo. Consultaron un instante.
—Le emperador solicita y demanda una hora de receso, para examinar el nuevo testimonio. Como testigos, conde Vorvolk, conde Vorhalas.
Entraron en la cámara privada que estaba detrás del estrado; Gregor, el conde Vorkosigan, Miles, Ivan y los testigos curiosamente elegidos por Gregor.
Henri Vorvolk era uno de los pocos condes de edad similar a la de Gregor, y amigo personal del mismo. El núcleo de una nueva generación de compinches. No sorprendía que Gregor deseara su apoyo. El conde Vorhalas…
Vorhalas era el más antiguo y el más implacable enemigo del conde Vorkosigan, desde la muerte de sus dos hijos en el bando equivocado, dieciocho años atrás, con ocasión de la Pretensión de Vordarian. Miles le miró y sintió náuseas. El hijo y heredero del conde había sido quien arrojó una noche la granada de gas soltoxin por la ventana de la Casa Vorkosigan, en un confuso intento de vengar la muerte de su hermano menor, ejecutado a su vez por traición. ¿Veía el conde Vorhalas en la conspiración de Vordrozda una oportunidad de completar el trabajo, una venganza en perfecta simetría, un hijo por un hijo?
Sin embargo, Vorhalas era conocido como un hombre justo y honesto… Miles muy fácilmente podía imaginárselo unido a su padre en el desprecio por el complot arribista urdido por Vordrozda. Los dos habían sido enemigos tanto tiempo y sobrevivido a tantos amigos y adversarios, que su enemistad había alcanzado casi una especie de armonía. Con todo, nadie osaría acusar a Vorhalas de favoritismo por el antiguo regente. Los dos hombres intercambiaron un seco saludo, como un par de esgrimistas en guardia, y tomaron asientos enfrentados.
—Bien —dijo e conde Vorkosigan, poniéndose serio —¿Qué es lo que pasó realmente allí, Miles? He recibido informes de Illyan hasta no hace mucho; pero en cierta medida parecían generar más interrogantes de los que ayudaban a responder.
Miles pareció divertido un instante.
—¿No sigue enviando informes su agente? Lo juro, no he interferido en sus deberes…
—El capitán Illyan está en prisión.
—¿Qué?
—Esperando juicio. Fue incluido en tus cargos de conspiración.
—¡Eso es absurdo!
—En absoluto, es de lo más lógico. ¿Quién, al actuar en contra mía, no tomaría primero la precaución de quitarme los ojos y los oídos si pudiera?
—El conde Vorhalas hizo un gesto de acuerdo y aprobación tácita; como si dijera:
Exactamente como yo lo hubiera hecho
.
Los ojos del padre de Miles se achicaron con incisivo humor.
—Es una instructiva experiencia para él estar un tiempo en el otro extremo del proceso de la justicia. No hace daño. Aunque admito que está un poquito molesto conmigo en este momento.
—La cuestión —dijo Gregor con tono distante —era si el capitán me servía a mí o a mi primer ministro. —Una amarga incertidumbre aún se notaba en sus ojos.
—Todo el que me sirve, te sirve, por medio de mí —declaró el conde Vorkosigan—. Es el sistema Vor en pleno funcionamiento: afluentes de experiencia, todos fluyendo juntos, combinados por fin en un río de enorme fuerza; tuya es la confluencia final. —Era lo más próximo a una adulación que jamás había escuchado en boca de su padre, una medida que le disgustaba—. Cometes una injusticia contra Simon Illyan al sospechar de él. Te ha servido toda tu vida, y a tu abuelo antes que a ti.
Miles se preguntó qué clase de afluente constituía él ahora; los Dendarii eran unas fuentes muy extrañas, ciertamente.
—¿Qué pasó? Bien, señor…