El aprendiz de guerrero (40 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia-ficción

BOOK: El aprendiz de guerrero
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El corazón se le encogía ante la próxima entrevista, más aún de lo que se le había encogido con la que acababa de tener, pero se obligó a llevarla a cabo, de todas maneras. Encontró a la técnica trabajando en el microscopio electrónico, en la sección de reparaciones del
Triumph
. Elena Visconti frunció el ceño cuando Miles le hizo un gesto de invitación, pero le pasó el trabajo a su asistente y se acercó lentamente adonde Miles se encontraba.

—¿Señor?

—Recluta Visconti. Señora, ¿podemos dar un paseo?

—¿Para qué?

—Sólo para hablar.

—Si es lo que creo, mejor ahórrese el aliento. No puedo dirigirme a ella.

—No me siento más cómodo que usted al querer hablar de todo esto, pero es una obligación que no puedo eludir honorablemente.

—Me he pasado dieciocho años tratando de enterrar lo que ocurrió en Escobar. ¿Debo rastrear en ello otra vez?

—Es la última vez, se lo prometo. Me voy mañana. La Flota Dendarii se irá luego, muy pronto. Todas las personas que tienen contratos breves serán desembarcadas en la estación Dalton, donde podrá tomar una nave a Tau Ceti o adonde quiera. Supongo que irá a casa, ¿no?

La mujer se alineó de mala gana junto a él y caminaron por el pasillo.

—Sí, mis empleadores se quedarán sin duda sorprendidos al ver todo el dinero que me adeudan.

—Yo le debo algo por mi parte. Baz dice que usted estuvo sobresaliente en la misión.

Se encogió de hombros.

—No fue nada complicado.

—No se refería sólo a su talento técnico. Como sea, no quiero dejar a Elena, mi Elena, así, en el aire, ¿comprende? Debe tener al menos algo con que reemplazar lo que se le ha quitado. Una pequeña migaja de consuelo.

—Lo único que ella perdió fue un poco de ilusión. Y créame, almirante Naismith, o lo que sea usted, todo lo que yo podría darle es otra ilusión. Tal vez si no se pareciera tanto a él… De todas formas, no quiero que me ande rondando no asomándose por mi puerta.

—De lo que sea que el sargento Bothari haya sido culpable, con toda seguridad ella es inocente.

Elena Vsiconti se frotó la frente con el dorso de la mano, cansadamente.

—No estoy diciendo que usted no tenga razón. Sólo estoy diciendo que
no puedo
. Para mí, ella irradia pesadillas.

Miles se mordió suavemente el labio. Salieron del
Triumph
por el tubo flexible y caminaron por la dársena silenciosa. Apenas unos pocos técnicos estaban ocupados allí en algunas tareas menores.

—Una ilusión… —musitó Miles—. Se podría vivir un largo tiempo con una ilusión. Quizás, toda una vida, si se es afortunado. ¿Sería tan difícil intentar sólo unos días, unos pocos minutos, en realidad, de actuación? Yo voy a tener que usar parte de los fondos Dendarii para pagar una nave destruida y para comprarle un rostro nuevo a una mujer, de todos modos. Podría pagarle a usted muy bien por su tiempo.

Al ver la repulsión que asomó en la cara de la mujer, lamentó de inmediato haber dicho esas palabras; aunque la mirada que Elena Visconti le dirigió fue finalmente irónica, pensativa.

—Esa chica realmente le interesa, ¿no?

—Sí.

—Pensaba que ella se entendía con su jefe de máquinas.

—Me conviene.

—Perdón por mi lentitud, pero no alcanzo a computar eso.

—Asociarse conmigo podría resultarle fatal, adonde voy a dirigirme ahora. Prefiero que vaya en la dirección opuesta.

La dársena siguiente estaba activa y bulliciosa debido a la carga de una nave feliciana con lingotes de raros metales vitales para la industria bélica del país. La eludieron y buscaron otro pasillo tranquilo. Miles se descubrió jugueteando con la chalina en su bolsillo.

—¿Sabe? El sargento soñó con usted durante dieciocho años —dijo de pronto. No era eso lo que quería decir—. Tenía esa fantasía, que usted era su esposa con todos los honores. Sostuvo eso con tanto ahínco que creo que fue real para él, al menos parte del tiempo. Así es como logró que fuera tan real para Elena. Uno puede tocar las alucinaciones. Las alucinaciones pueden tocarlo a uno, incluso.

La mujer de Escobar, pálida, se detuvo para apoyarse contra la pared. Miles sacó la chalina de su bolsillo y la estrujó ansiosamente entre sus manos; tuvo el absurdo impulso de ofrecérsela a ella, Dios sabría para qué… ¿a modo de palangana?

—Lo siento —dijo Elena entonces—. Pero sólo pensar que me haya estado manoseando en su retorcida imaginación todos estos años me descompone.

—Él no fue nunca una persona fácil… —empezó a decir Miles tontamente y se interrumpió. Se paseó, frustrado. Dos pasos, media vuelta, dos pasos. Entonces, tragó una bocanada de aire y se arrodilló de golpe frente a la mujer—. Señora, Konstantine Bothari me envía para pedir su perdón por los males que le hizo. Resérvese su venganza, si lo desea, está en su derecho, pero dése por satisfecha —le imploró—. Déme al menos una ofrenda mortuoria para incinerar por él, una prenda. En esto, le ayudo a él como mediador por mi derecho como su señor, como su amigo y porque fue para mí la mano de un padre, protegiéndome toda mi vida como a un hijo.

Elena Visconti se respaldó contra la pared como si estuviese arrinconada. Miles, todavía hincado sobre una rodilla, retrocedió un paso y se encogió sobre sí mismo, como si quisiera aplastar toda huella de orgullo y coacción contra la cubierta.

—Maldita sea si no estoy empezando a creer que usted es tan raro como… Usted no es betano —murmuró ella—. Oh, levántese. ¿Se imagina si alguien viniera por aquí?

—No, hasta que me dé una ofrenda mortuoria —respondió Miles con firmeza.

—¿Qué quiere de mí? ¿Qué es una ofrenda mortuoria?

—Algo de uno, algo que uno incinera para la paz del alma del muerto. A veces, uno lo quema por amigos o familiares y, a veces, por las almas de los enemigos muertos, para que no vuelvan a acosarte. Un mechón de cabello serviría. —Se pasó la mano por un pequeño claro en su propia coronilla—. Esto representa a veintidós pelianos muertos el mes pasado.

—¿Es alguna superstición local?

Encogió los hombros con un gesto desvalido.

—Superstición, costumbre… Siempre me había considerado un agnóstico, es sólo que últimamente he… sentido la necesidad de que los hombres tengan almas. Por favor, no la molestaré nunca más.

Ella resopló con exasperación.

—Está bien, está bien; déme ese cuchillo que lleva en el cinturón, entonces. Pero levántese.

Se levantó y le entregó la daga de su abuelo. La mujer se cortó un pequeño mechón.

—¿Es suficiente?

—Sí, está bien. —Lo cortó en su palma, frío y sedoso como agua, y lo apretó entre los dedos—. Gracias.

Elena sacudió la cabeza.

—Loco… —El anhelo asomó en su rostro—. ¿Eso apacigua los espectros?

—Eso dicen —respondió amablemente Miles—. Haré una ofrenda apropiada, le doy mi palabra. —Inhaló profundamente—. Y, como le ha dado mi palabra, no la molestaré más. Excúseme, señora. Ambos tenemos nuestros deberes.

—Señor.

Atravesaron el tubo flexible hacia el
Triumph
y cada uno siguió su camino. Pero la mujer de Escobar miró atrás, por encima del hombro.

—Estás equivocado, hombrecito —dijo lentamente—, creo que vas a molestarme por mucho tiempo todavía.

A continuación buscó a Arde Mayhew.

—Me temo que nunca pude hacerte el bien que me propuse —se disculpó Miles—. Me las he arreglado para encontrar a un capitán feliciano que va a comprar la RG 132 como carguero de cabotaje. Ofrece diez centavos por dólar, pero es dinero en efectivo. He pensado que podríamos liquidarla.

—Al menos es un retiro honorable —suspiró Mayhew—. Mejor que dejar que Calhoun la rompa en pedazos.

—Salgo mañana para casa, vía Colonia Beta. Podría dejarte allí, si quieres.

Mayhew se encogió de hombros.

—No hay nada para mí en Colonia Beta. —Miró a Miles con más agudeza—. ¿Y qué hay con todo ese asunto del juramento? Creí que estaba trabajando para ti.

—Yo… no creo realmente que te adaptes en Barrayar —dijo prudentemente Miles. El oficial piloto no debía seguirle a casa. Betano o no, el pantano mortal de la política barrayarana podría tragárselo sin una sola burbuja, en el remolino del hundimiento de su señor—. Pero, desde luego, tendrías uun sitio con los Mercenarios Dendarii. ¿Qué rango te gustaría?

—No soy soldado.

—Podrías volver a entrenarte. Algo en la parte técnica. Y seguramente necesitarán pilotos para viajes por debajo de la velocidad de la luz y para las lanzaderas.

Mayhew frunció el ceño.

—No sé… Conducir una lanzadera y todo eso fue siempre el trabajo menor, algo que uno hacía para llegar a saltar. No creo que quiera estar tan cerca de las naves; sería como estar hambriento, parado fuera de la panadería sin dinero para entrar a comprar. —Parecía bastante deprimido.

—Hay otra posibilidad.

Mayhew alzó las cejas en atenta interrogación.

—Los Mercenarios Dendarii saldrán a buscar trabajo por los límites del sistema. Las RG 132 nunca fueron contabilizadas en su totalidad; es posible que aún haya una o dos oxidadas por ahí; en alguna parte. El capitán feliciano estaría dispuesto a alquilar la RG 132, aunque fuera por muy poco dinero. Si pudieras encontrar y salvar un para de varas Necklin…

La espalda de Mayhew emergió de un hundimiento que parecía definitivo.

—Yo no tengo tiempo de ir a buscar repuestos por toda la galaxia —continuó diciendo Miles—. Pero si aceptas ser mi agente, autorizaré a Baz a suministrar fondos para comprarlas, si encuentras alguna, y para que las envíe aquí en una nave. Como una pesquisa, digamos. Igual que Vorthalia el Audaz a la búsqueda del cetro perdido del emperador Xian Vorbarra. —Por supuesto, en la leyenda, Vorthalia jamás encontró el cetro…

—¿De veras? —El rostro de Mayhew resplandeció de esperanza—. Es una apuesta arriesgada, pero supongo que remotamente posible…

—¡Eso es espíritu! Impulso hacia delante.

Mayhew resopló.

—Tu impulso hacia delante algún día va a llevar a todos tus seguidores a un precipicio. —Se detuvo y comenzó a sonreír—. Cuando estén cayendo, los vas a convencer a todos de que pueden volar. —Se puso los pulgares en las axilas y meneó ligeramente los codos—. Guíeme, mi señor, estoy aleteando tan fuerte como puedo.

La dársena, con todas sus luces secundarias apagadas, producía la ilusión de una noche en el inalterable tiempo del espacio. Las únicas luces que seguían encendidas arrojaban una iluminación opaca, como trémulos charcos de mercurio, que permitía sólo una visión sin color. Los ruidos de la carga, leves golpeteos y rechinamientos se amoldaban al silencio, y las voces se amortiguaban a sí mismas.

El piloto correo feliciano sonrió cuando el ataúd de Bothari pasó a sus espaldas y se perdió en el tubo flexible.

—Cuando se ha reducido e equipaje hasta prácticamente una sola muda interior, parece excesivamente llamativo cargar eso.

—Todo desfile necesita un estandarte —observó Miles con aire ausente, indiferente a la opinión del piloto.

El piloto, como la nave, era meramente un préstamo cortés del general Halify. El general se había mostrado reticente a autorizar el gasto, pero Miles había sugerido que si su partida perentoria a Colonia Beta no le llevaba a tiempo para asistir a una misteriosa cita, los Mercenarios Dendarii podrían verse forzados a buscar su próximo contrato con el mejor postor que apareciera allí en el espacio local de Tau Verde. Halify lo había meditado sólo muy brevemente antes de apresurarse a acelerar la partida.

Miles estaba ansioso por irse antes de que empezaran las actividades que denotaban el inicio de un nuevo ciclo diurno. Ivan Vorpatril apareció portando cuidadosamente una maleta cuyo volumen, muy seguramente, no se había malgastado en ropas. Las rayas en la explanada de la dársena, puestas para ayudar en las complejas maniobras de carga y descarga, formaban pálidas paralelas. Ivan pestañeó y caminó en línea hacia ellas con dignificada precisión, sólo ligeramente estropeada por una inclinación que lo antecedía como un equinoccio. Se puso al pairo junto a Miles.

—Qué boda… —suspiró alegremente—. Para haber sido improvisado en medio de la nada, tus Dendarii propusieron todo un banquete. El capitán Auson es un tipo espléndido.

Miles sonrió con frialdad.

—Ya supuse que vosotros dos os llevaríais bien.

—Desapareciste en medio de la fiesta, tuvimos que empezar a brindar sin ti.

—Quería estar con vosotros —dijo sinceramente Miles—, pero tenía muchas cosas de última hora que resolver con el comodoro Tung.

—Es una lástima. —Ivan sofocó un eructo, miró entonces a la dársena y murmuró—: Ahora bien, puedo entender que quieras llevar a una mujer, dos semanas encerrado y todo eso, pero ¿tenías que elegir a una que me produjera pesadillas?

Miles siguió la dirección de los ojos de Ivan. Elli Quinn, escoltada por el cirujano de Tung, encaminaba hacia ellos su lento y ciego andar. El gris y blanco de su ropa delineaba el cuerpo de la joven atlética, pero, del cuello para arriba, la muchacha era un mal sueño de alguna raza extraña. La calva uniformidad del bulbo rosado de la cabeza estaba interrumpida por el negro agujero de la boca, dos hendiduras encima del mismo donde debiera estar la nariz y un punto a cada lado marcando las entradas a los canales auditivos; sólo el derecho seguía dejando pasar el sonido a su oscuridad. Ivan se estremeció incómodo y desvió la mirada.

El cirujanos de Tung llevó aparte a Miles para darle instrucciones de última hora, referentes al cuidado de Elli durante el viaje, así como algunos estrictos consejos para que él mismo se ocupase de su estómago aún convaleciente. Miles dio unas palmaditas en la petaca que llevaba en la cintura, ahora llena de un medicamento, y juró fielmente beber 30 centímetros cúbicos cada dos horas. Puso la mano de la mercenaria sobre su propio brazo y se puso de puntillas para decirle al oído:

—Ya está todo listo. Próxima parada, Colonia Beta.

La otra mano de la joven se movió en el aire y encontró luego el rostro de Miles. Su dañada lengua trató de formar palabras en la rígida boca; al segundo intento, Miles las interpretó correctamente como «Gracias, almirante Naismith». De haber estado un poco más cansado, hubiera llorado.

—Está bien —dijo Miles—, salgamos de aquí antes de que el comité de despedida despierte y nos demore otras dos horas.

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