El ángel de la oscuridad (91 page)

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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

BOOK: El ángel de la oscuridad
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Kat giró la cabeza para mirarme y me sonrió.

Te he oído ahí abajo. Has intentado que viniera un médico… Vendrá dentro de un rato— respondí, dándole la razón. Después bromeé en voz baja—: ¿Crees que aguantarás?

Kat asintió.

— Aguantaré mucho más, Stevie Taggert— susurró sin dejar de sonreír—. Espera y verás.

Paseó la vista por la habitación y suspiró rápida y profundamente.

— Nunca había venido un médico a atenderme. Y seguro que nunca he tenido una colcha de raso. Es agradable…— Su sonrisa desapareció, y por un instante me temí que volviera el dolor, pero en su cara sólo había curiosidad—. Stevie, hay algo que nunca te he preguntado…

— ¿Sí, Kat?

— ¿Por qué? Quiero decir, ¿por qué siempre has intentado ayudarme?

Le apreté la mano con más fuerza.

— No hablas como la jovencita con grandes planes que conozco— dije—. ¿Cómo voy a conseguir que me contrates de criado si no me porto bien contigo?

Ella alzó la mano derecha y me dio una débil palmada en el brazo.

— Hablo en serio— dijo—. ¿Por qué, Stevie?

— Pregúntale al doctor Kreizler cuando venga. Él tiene explicación para todo.

— Te lo pregunto a ti. ¿Por qué?

Me limité a sacudir la cabeza y encogerme levemente de hombros; luego bajé la vista para mirarle la mano.

— Porque sí. Porque me importas, por eso.

— Tal vez— murmuró—, tal vez incluso me quieras un poco, ¿eh?

Volví a encogerme de hombros.

— Sí. Tal vez.

Levanté la mirada cuando apoyó suavemente un dedo en mi cara.

— Vaya— dijo haciendo un mohín de fingida contrariedad con los labios, aunque sin dejar de sonreír—, no te morirás si lo dices, ¿sabes?

Después se volvió hacia la ventana, y sus ojos azules reflejaron la grisácea luz del cielo encapotado.

— De modo que Stevie Taggert me quiere… tal vez— susurró con un gesto de asombro—. ¿Qué te parece eso?

Las ventanas vibraron levemente cuando el primer trueno de la tormenta retumbó finalmente sobre la ciudad. Pero Kat no pareció oírlo; con aquellas últimas palabras se quedó dormida, lo que yo interpreté como una señal de que el elixir paregórico por fin le había hecho efecto. Sin soltarle la mano, apretándola con suficiente fuerza para notar la sangre latiendo en su muñeca, apoyé la cabeza sobre la colcha de raso y esperé la llamada del doctor Osborne…

Pero lo que me despertó no fue un teléfono. Fue el suave pero firme tacto del doctor Kreizler, que apartaba mis dedos de la mano inerte de Kat.

53

Si mi juicio no hubiera estado nublado por mis sentimientos hacia Kat, quizá me hubiera dado cuenta de lo que sucedía a tiempo para ayudarla, y esa idea no ha dejado de atormentarme desde entonces. No me había equivocado al pensar que Kat había salido con demasiada facilidad del local de los Dusters y que era extraño que Libby hubiera tenido el compasivo gesto de dejarla marchar. Cuando el doctor y los demás llegaron a la casa hacia el mediodía, Kat ya estaba muerta, e incluso antes de que me despertaran, Lucius, advertido por el horrible aspecto de Kat, había tomado una muestra del charquito de vómito que ella había escupido al pie de las escaleras y realizado uno de sus análisis químicos. El resultado fue concluyente: la cocaína que Kat había estado esnifando desde que había salido del local de los Dusters por la mañana estaba mezclada con arsénico. No era difícil imaginar quién había preparado la mezcla y cuándo: mientras Goo Goo Knox y Ding Dong se sacudían y Kat trataba de separarlos, Libby se había apoderado del bolso de Kat y había puesto el veneno en la lata de cocaína, contando con que Kat no distinguiría la minúscula diferencia de color entre ambos polvos.

Aún atontado por la falta de sueño y las impresiones de las últimas veinticuatro horas, me quedé sentado en el borde de la cama del doctor, escuchando todo esto, mirando el rostro de Kat, extrañamente sereno, mientras esperábamos a que un par de hombres del depósito de cadáveres municipal vinieran a llevarse el cuerpo. Los demás— salvo Marcus, que había ido directamente de Grand Central a Mulberry Street para informar a sus jefes de que una fugitiva andaba suelta por la ciudad se distribuyeron sin hacer ruido por la casa, hablando entre ellos de lo que harían a continuación, conscientes de que era prudente no decirme nada hasta que saliera de la horrible bruma que me envolvía.

Esto no empezó a ocurrir hasta que oí el ruido del coche del depósito de cadáveres al detenerse ante la puerta. Cuando los dos empleados que lo conducían entraron en la casa, tomé conciencia de que iban a llevarse a Kat y de que el rostro que, muerto o no, aún tenía delante, pronto desaparecería de mi vista para siempre. Sabía que no había forma de impedirlo, pero pese a mi estado de confusión mental comprendí que lo que más necesitaba en esos momentos era encontrar la manera de despedirme que Libby Hatch me había robado. Miré febrilmente por toda la habitación hasta que mis ojos se posaron en la raída bolsa de mano de Kat. La agarré de un manotazo, rezando para que contuviera los pocos artículos que a ella le importaban de verdad: la billetera de su difunto padre, la fotografía de su difunta madre y su billete de tren a California. Di gracias a Dios cuando comprobé que sí. Le dije al doctor que no podíamos dejar que enterrasen a Kat en una fosa común sin aquellos objetos, pero me contestó que no me preocupara, que se ocuparía de que Kat tuviese un entierro digno en el cementerio Calvary de Queens.

El sonido de la palabra «entierro» dispersó los restos de la extraña neblina en la que me encontraba sumido desde que había despertado, y en mi garganta empezó a formarse un nudo. Corrí hasta el carro del depósito de cadáveres bajo la lluvia que finalmente había empezado a caer, detuve a los dos empleados que estaban cargando el cuerpo de Kat y retiré la sábana que la cubría. Tocando su frío rostro por última vez, me incliné para susurrarle al oído:

— Tal vez, no, Kat. Te quería. Te quiero.

Después volví a subir lentamente la sábana y retrocedí para dejar que los dos empleados hicieran su trabajo. Mientras contemplaba el carro alejarse de la casa, la fría y clara realidad me sacudió como una enorme ola, con tanta violencia que cuando me volví y vi a la señorita Howard en pie junto a la puerta principal, con una expresión que indicaba que sabía cuánto significaba Kat para mí y cómo me sentía en ese momento, no pude evitar echar a correr, enterrar la cara en su vestido y concederme al menos un par de minutos de llanto.

— Lo intentó de verdad, Stevie— murmuró la señorita Howard, apoyando los brazos en mis hombros—. Hizo todo cuanto pudo.

— Pero la suerte jugó en su contra— conseguí mascullar a través de mi dolor.

— La suerte no tuvo nada que ver— respondió la señorita Howard—. La partida estaba amañada contra ella desde el principio.

Asentí, intentando liberar con un único sollozo todo el dolor que sentía.

— Lo sé— dije.

El doctor esperó a que el carro se perdiera de vista y salió por la puerta principal para reunirse con nosotros.

— La vida no le ofreció muchas oportunidades— dijo en voz baja, deteniéndose detrás de nosotros y contemplando el paisaje nocturno— Pero al final no fue la vida la que le robó su última oportunidad. Si no se hubieran interpuesto en su camino, habría dejado atrás todo lo que había conocido aquí, Stevie.— Apoyó una mano en mi cabeza—. Esa certeza te ayudará durante los próximos días, Stevie.

Asentí de nuevo, me sequé las lágrimas y traté de sobreponerme. De pronto recordé algo que la conmoción provocada por la muerte de Kat había borrado temporalmente de mi mente.

— ¿Y Picton?— pregunté—. ¿Está…?

— Muerto— respondió el doctor llana pero amablemente—. Murió donde le encontramos. Había perdido demasiada sangre.

Sentí como si el suelo se abriera bajo mis pies.

— Oh, Dios…— gemí; me apoyé en la pared y me dejé caer resbalando hasta el suelo, me llevé una mano a la frente y me eché a llorar silenciosamente una vez más—. ¿Por qué? ¿De qué diablos sirve todo esto?

El doctor se puso en cuclillas frente a mí.

— Stevie— dijo, y vi que tenía los ojos enrojecidos—, has crecido en un mundo donde la gente roba por dinero, mata por un beneficio o durante un ataque de ira, agrede para satisfacer su lujuria… un mundo donde el delito parece seguir una lógica aplastante. Y los actos de esta mujer te parecen algo muy distinto. Pero no lo son. Todo es consecuencia de una percepción. Un hombre viola porque no ve ninguna otra manera de satisfacer una necesidad terrible y apremiante. Libby mata porque no ve ninguna otra forma de alcanzar metas que son tan vitales para ella como el mismo aire que respira, y que le fueron inculcadas cuando era demasiado pequeña para saber lo que sucedía. Ella, al igual que el violador, comete un error, un error atroz, y nuestro trabajo (el tuyo, el mío, el de Sara, el de todos nosotros) es comprender las percepciones que condujeron a actos tan equivocados para impedir que otros sean esclavizados por ellas.

El doctor me tocó la rodilla y me miró a los ojos con un gesto que reflejaba todo el dolor que había sentido cuando su amada Mary Palmer había muerto a pocos pasos de donde estaba sentado yo.

— Has perdido a alguien a quien querías mucho por culpa de esas percepciones extraviadas, y por esa esclavitud. ¿Podrás seguir ahora? No tenemos mucho tiempo, y si quieres mantenerte al margen…

Lo interrumpieron dos sonidos: el estallido de un trueno por encima de nuestras cabezas y el timbre del teléfono al fondo de la cocina. No supe ni sé exactamente por qué, pero por alguna razón, la combinación de los ruidos me recordó que el Niño seguía al pie del cañón y que aún no teníamos noticias suyas. Al caer en la cuenta, dejé de llorar e hice un esfuerzo para ponerme en pie.

— Será mejor que conteste yo— dije y me dirigí a la cocina—. Podría ser el Niño. Lo dejé vigilando el local de los Dusters.

— Stevie.

Me detuve, y al volverme vi que el doctor me estudiaba con expresión comprensiva pero claramente decidida.

— Si no puedes seguir adelante, nadie te lo reprochará. Pero si eliges seguir, recuerda cuál es nuestro trabajo.

Asentí, entré en la casa y crucé la cocina para llegar al teléfono. Descolgué el auricular y me acerqué el micrófono a la boca.

— ¿Sí?— dije.

— Señorito Stevie.— Era el Niño, sin duda, y hablaba con tono expeditivo y resuelto—. ¿Tiene noticias de su amiga?

Suspiré, tratando de contener más lágrimas.

— La mujer la cazó— dije—. Está muerta. Y Picton también.

El Niño masculló algo en voz baja, en un idioma que no conseguí identificar. No era ni inglés ni español, así que supuse que sería la lengua nativa de su pueblo.

— Entonces— prosiguió tras una pausa momentánea—, ahora es más importante hacer justicia. Lo siento mucho, señorito Stevie.

— ¿Dónde estás?— le pregunté.

— En la cochera que hay junto a la casa de la mujer. Ha vuelto allí con la niña Ana. He pagado al encargado para que me deje usar este teléfono.

— ¿Y los Dusters?

— Están por todas partes, en la calle.

— Entonces no hagas nada— le dije—. Si hay varios a la vista, eso significa que habrá más que no se ven. No dejes que te descubran.

— Sí. Pero si se presenta la ocasión… ella morirá, ¿sí?

Miré hacia la cocina y vi que el doctor y la señorita Howard habían entrado en ella. Me observaban, conscientes de quién estaba al otro lado de la línea.

— Eso no lo sé— dije, sin dejar de mirar al doctor.

— Pero, señorito Stevie… su amiga ha muerto…

— Lo sé— respondí—. Pero podría ser más complicado de lo que pensábamos. Necesitamos saber… saber por qué hace estas cosas.

El aborigen reflexionó unos momentos y suspiró antes de responder.

— Créame, señorito Stevie, en las selvas que he visto en mis viajes, hay aldeanos que viven cerca del cubil y el territorio de caza de algún tigre. Algunos de esos tigres matan personas, otros no. Nadie sabe por qué. Pero todos saben que los tigres que matan deben morir… porque una vez han probado la sangre humana, nunca deja de gustarles.

No se me ocurrió qué contestarle: una parte de mí sabía que lo que decía, por terrible que fuera, era perfectamente lógico.

— Señorito Stevie, ¿sigue ahí?

— Sigo aquí.

— ¿Cazará el tigre conmigo o intentará «entenderlo»?

Miré al doctor y, a pesar de mi tristeza, supe lo que tenía que hacer.

— No puedo— dije dándome la vuelta para que el doctor y la señorita Howard no pudieran oírme—. No puedo hacerlo contigo. Pero sigue tú. Y no vuelvas a llamar aquí; intentarían detenerte.

— Sí— dijo el Niño tras otra pausa—. Es lo mejor. Nosotros no podemos elegir el camino. Sólo los dioses y el destino decidirán quién llega antes a ella. Lo entiendo, amigo.

— Sí— murmuré—, yo también te entiendo.

— Espero volver a verlo. Si no… recuerde que aún llevo las ropas que me dio. Y cuando lo hago, veo su cara y siento su amistad. Estoy orgulloso de eso.

Al oír esas palabras volví a sentir deseos de llorar.

— Tengo que colgar— dije, y devolví el auricular a su horquilla antes de que el Niño tuviera tiempo de decir nada más.

— ¿El filipino?— preguntó el doctor.

Asentí en silencio, entrando en la cocina.

— Está en Bethune Street. Ella ha vuelto a su casa con Ana. Pero el barrio está atestado de Dusters.

— Ya veo.— El doctor empezó a pasearse alrededor de la mesa de la cocina—. ¿Ha regresado a la casa sólo para recoger sus cosas? ¿O para librarse de la carga de Ana Linares en la seguridad de su escondrijo?

Tras meditarlo durante varios segundos, el doctor descargó un puñetazo seco sobre la mesa.

— En cualquier caso, se nos ha acabado el tiempo. Esta noche será decisiva. Si Marcus tiene éxito, dispondremos de todo el poder del Departamento de Policía para entrar en la casa. Si no…

— Pero aunque lo tenga— añadió la señorita Howard—, ¿cómo podemos estar seguros de que ella no le hará daño a la niña antes de que lleguemos? ¿Ó mientras intentamos entrar?

— No podemos estar seguros de nada— respondió el doctor—. Pero hemos de arriesgarnos. Con esa premisa, Sara, sugiero que llames a la señora Linares. Adviértele que ahora debemos actuar, y que las consecuencias quizá no sean del agrado de su marido. Tal vez prefiera refugiarse en un sitio que no sea su casa.

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