Empezó a escupir sangre de nuevo y esta vez la acción le provocó un sufrimiento mucho mayor: con los ojos desorbitados, se agarró a la solapa de la chaqueta del doctor y tiró con fuerza.
— No ha sido… ella…— dijo jadeando; la sangre manaba ahora de su boca y empapaba la barba rojiza—. Le ordenó a él que me matara… Pero ese idiota… ni siquiera ha sido capaz de hacerlo bien…— Recostándose con la cara mortalmente pálida, Picton añadió—: Después ella lo mató… hace más de una hora… Se la tiene jurada a usted, doctor… Tiene que largarse… ¡váyase!
— Rupert, en nombre del cielo, ¡calla!— exclamó el señor Moore, incapaz de contener las lágrimas, que ya rodaban por sus mejillas.
Picton le sonrió una vez más y luego nos miró a todos los que lo rodeábamos.
— Todos habéis… quiero daros las gracias…— agarrando de nuevo la solapa del doctor, susurró—: Cuando me entierren, doctor… mire las tumbas… mi familia… una pista…
Su cabeza cayó hacia un lado, y el brillo plateado se esfumó de sus ojos.
El doctor apoyó dos dedos en la garganta de Picton, después sacó su reloj y, tras abrirlo, sostuvo la reluciente tapa bajo las fosas nasales del hombre, llenas de sangre.
— Todavía respira— anunció el doctor y continuó con sus cuidados—. Pero muy débilmente.
Se oyeron unos pasos en la escalera de piedra y Cyrus reapareció con el maletín negro del doctor. La señora Hastings lo siguió unos segundos después, y cuando vio la sangrienta escena del suelo, se llevó las manos a la boca.
— ¡Su señoría!— sollozó corriendo junto al doctor—. ¡Su señoría, no!
— Señora Hastings— dijo el doctor, empeñado en que todos conserváramos la serenidad—. ¡Señora Hastings!— repitió, sujetando el brazo de la mujer para llamar su atención—. ¿Sabe si el doctor Lawrence tiene algún tipo de instrumental quirúrgico en su consulta? Picton no está en condiciones de viajar a Saratoga, pero aquí no podemos proporcionarle los cuidados que necesita.
Esforzándose para contener el llanto, la señora Hastings hizo un gesto de asentimiento.
— Sí, creo que sí. Es decir, llevamos allí a mi marido cuando… ay, su señoría, ¡no puedo soportarlo!
— ¡Escúcheme!— dijo el doctor—. Vaya con el sargento detective.
Señaló con un cabeceo a Marcus, que había vuelto a ponerse la chaqueta encima de la camiseta.
— Telefonee al doctor Lawrence y dígale que lo prepare todo. Después vaya a las caballerizas a ver al señor Wooley. Dígale que prepare su coche más cómodo y que lo acolche con lo que encuentre. ¡Señora Hastings!— el doctor apretó el brazo de la afligida mujer con más fuerza—. ¿Podrá hacerlo?
— Yo…— empezó a asentir y trató de dominarse—. Sí, doctor. Si el sargento detective me ayuda.
— Vamos, señora Hastings— dijo Marcus, conduciéndola hacia la puerta—. Si nos damos prisa, todo irá bien.
Cuando la pareja abandonó la estancia, el doctor siguió vendando las heridas de Picton.
— Sí, si se dan prisa…— murmuró con voz desesperanzada.
Al oír aquellas palabras me planteé por primera vez la posibilidad de que Picton muriera, y junto con la terrible tristeza de aquel pensamiento llegó la comprensión plena de quién lo había agredido, y de qué significaba aquella agresión: Libby Hatch estaba libre y, casi con toda seguridad, de camino a Nueva York.
— ¿Qué hay de la mujer, doctor?— preguntó Lucius mientras ayudaba con los vendajes—. Picton tiene razón. Ella nos lleva una buena ventaja.
— Eso no tiene remedio— respondió el doctor rápidamente—. Le debemos demasiado a este hombre… hay que hacer todo lo posible. También necesitamos hablar con el sheriff Dunning. Quiero que quede absolutamente claro lo que ha ocurrido aquí, de modo que la próxima vez que vayamos tras ella podamos hacerlo oficialmente.
Mientras escuchaba esa conversación, sobrecogido por la visión de tanta sangre, yo sólo podía pensar en una cosa: ¿Qué le ocurriría a Kat cuando Libby llegara a Nueva York? Ya era más de medianoche… una hora difícil, si no imposible, para hacer llegar un mensaje a Betty a tiempo para que se acercase al local de los Dusters y advirtiera a Kat de lo ocurrido. ¿Qué ocurriría? A medida que mi miedo aumentaba, tenía las manos cada vez más frías y no podía dejar los pies quietos. Si esa mujer había sido capaz de hacerle aquello al pobre Picton, por no mencionar al hombretón que yacía contra la pared opuesta de la habitación, ¿qué ocurriría cuando ella…?
Noté un tirón en el cuello de mi camisa. Al volverme vi al Niño, que parecía haber dominado su arrebato de dolor, al menos en la medida de lo posible: en lugar de lágrimas, había un brillo ardiente en sus oscuros ojos, y por primera vez desde que lo había conocido, su rostro reflejaba la clase de violencia de la que era capaz cuando le hervía la sangre. En aquel momento no miraba a un pequeño aborigen afable, contemplaba a un hombre que había sido arrancado violentamente de los suyos a temprana edad y vendido como esclavo, un hombre que había escapado para convertirse en un mercenario errante.
— Señorito Stevie— susurró, atrayéndome a las escaleras mientras los demás seguían centrando su atención en Picton.
Lo seguí, pero sin apartar la vista de las ágiles manos del doctor.
— Señorito Stevie— repitió el Niño, cuando estuvimos fuera del alcance de los oídos de los demás—. Tengo que irme.
— ¿Irte?— pregunté, y vi que su rostro se endurecía aún más—. ¿Irte, adonde?
— El jefe morirá— dijo el Niño, de una manera desapasionada que aun así delataba gran parte de su dolor—. He visto antes heridas como ésas. Y lo he leído en los ojos del señor doctor. Intentará salvar al señor Picton… pero no lo conseguirá. Y su fracaso lo retrasará unas horas. Mi futuro aquí morirá con el jefe. Tengo que irme.
De repente sacó el centelleante
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de su esmoquin.
— Antes de que se pierda el rastro de la mujer. Se lo debo al señor Picton. El iba a darme una vida… Yo vengaré la suya.
— ¿Por qué me lo cuentas?— le pregunté mirándolo a los ojos.
— Ellos no me dejarán marchar— dijo, señalando a los demás con un cabeceo—. Intentarán detenerme… y también intentarán detenerlo a usted.
— ¿A mí?— pregunté, estupefacto.
— Usted no puede esperar a que muera el jefe— dijo el filipino—. No si quiere salvar a su amiga, y a la pequeña Ana. Esto tenemos que hacerlo nosotros, señorito Stevie, y debemos hacerlo ahora. Usted sabe a qué sitios tenemos que ir. Y yo tengo la habilidad— echó una rápida ojeada al
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que empuñaba— para hacer lo que hay que hacer. Pero ellos no lo permitirán, si se enteran.
Me volví otra vez hacia el doctor, comprendiendo exactamente lo que quería decir el Niño. Si hubiera sugerido siquiera que me permitieran ir delante para velar por la seguridad de Kat, el doctor jamás habría accedido. Me había permitido participar en el caso porque yo le había prometido no correr riesgos innecesarios, y sin duda consideraría que mi viaje sin ellos a Nueva York entrañaba un riesgo demasiado grande. Y probablemente tendría razón.
— Pero— susurré—, ¿cómo vamos… dónde…?
— No es tan difícil— dijo el Niño—. Usted y yo sabemos hacer las cosas.
Volví a sopesar la cuestión.
— Supondrán que vamos a tomar un tren— pensé en voz alta—, así que intentarán detenernos en la estación. Podemos robar un caballo de los establos, cabalgar hasta Troy y allí subir al expreso.
El filipino me puso una mano en el hombro con firmeza.
— Sí. Ya lo ve, señorito Stevie, esto tenemos que hacerlo usted y yo. Sólo nosotros sabemos cómo conseguirlo.
Inspiré profundamente varias veces para tratar de calmar los latidos de mi corazón, acelerado por la posible muerte de Picton y el claro peligro que de repente corría Kat. Asentí.
— De acuerdo— dije—. Sólo hay una cosa…
Fui hasta la puerta de las escaleras y silbé muy bajito para que me oyera el señor Moore. Tuve que repetirlo dos o tres veces hasta conseguir llamar su atención, pero finalmente se volvió.
— Señor Moore— susurré y le hice una seña con la mano para que se acercara.
Lentamente y sin apartar los ojos de Picton, se unió a nosotros al pie de las escaleras.
— ¿Qué pasa, Stevie?
— Señor Moore— dije con torpeza, embargado por la ansiedad—, Yo… nosotros… nos vamos, ahora.
Eso atrajo su atención y volvió su rostro surcado de lágrimas para mirarme directamente.
— ¿Qué quieres decir?
— Ella nos lleva mucha ventaja— respondí—. Los demás tienen que cuidar de Picton y aclarar las cosas con el sheriff. Para cuando terminen…
El señor Moore reflexionó unos segundos y dirigió una segunda mirada rápida a Picton.
— Pero ¿qué harás tú…?— Al volver a mirarnos y bajar la vista, se fijó en el
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del Niño y su rostro adquirió una expresión sombría… pero no reprobadora—. ¿Cómo iréis?
— Ya nos apañaremos— respondí—, pero necesito un poco de ventaja.
Mirando de nuevo a su amigo bañado en sangre, el señor Moore se llevó la mano al bolsillo y sacó su billetero.
— También necesitarás dinero— dijo.
— ¿Usted nos ayudará?— pregunté mientras me recorría un leve escalofrío de alivio.
El señor Moore asintió con un gesto seco.
— Kreizler usará mis tripas como tirantes— murmuró—. Pero es la única manera.
Extrajo un fajo de billetes, todo lo que llevaba, y luego apoyó una mano en mi hombro y la otra en el del Niño.
— No me digáis cómo pensáis llegar allí. No puedo revelar lo que no sé. Y tened mucho cuidado. Os seguiremos en cuanto podamos. En cuanto…
— Lo sé— dije—. Y dígale al doctor…— Eché una última mirada al interior de la estancia para ver al hombre que tanto había hecho por mí en esta vida, y a quien iba a desobedecer—. Dígale al doctor que lo siento mucho.
— Lo sé— respondió el señor Moore—. No te preocupes… y no perdáis más tiempo. Marchaos y haced lo que debáis.— Me dirigió una mirada fría y cargada de intención—. Vete, Stevie.
Después dio media vuelta y regresó junto a los demás, mientras el Niño y yo empezamos a subir los peldaños de piedra rápida pero silenciosamente, moviéndonos con la destreza que da la práctica a dos personas que habían dedicado muchos años a dominar el arte de la furtividad.
Cuando el Niño y yo llegamos a las caballerizas del señor Wooley, encontramos al encargado despierto, entregando a la señora Hastings y a Marcus el coche especialmente preparado (había colocado un colchón de plumas en el asiento) que había encargado el doctor. Esperamos a que el hombre volviera a su casa, convencidos de que jamás aceptaría alquilar uno de sus animales a una pareja como nosotros, y corrimos hacia las cuadras. Allí me deshice con rapidez de un candado grande pero sencillo con el juego de ganzúas que llevaba en el bolsillo. Una vez dentro, busqué al pequeño Morgan, pues sabía que era un animal fuerte y de fiar. Cuando lo encontré le dije al Niño que preparase una brida y una silla de montar, mientras yo rebuscaba en el viejo escritorio que había junto a la puerta en busca de un lápiz y un trozo de papel. Escribí una nota explicando al señor Wooley dónde podría encontrar su animal— en la estación ferroviaria de Troy— y la doblé, dejando encima dinero más que suficiente para pagar por el «préstamo».
Para cuando hube terminado, el Niño ya tenía el caballo dispuesto para montarlo, y como resultó que había pasado una temporada con una banda de salteadores en la Indochina francesa, lo ayudé a acortar los estribos y luego le dejé ocupar la parte delantera de la silla y tomar las riendas, mientras yo subía detrás y me agarraba a sus hombros. Salimos al paso y en silencio hasta dejar atrás la casa del señor Wooley y nos dirigimos hacia el sudeste del pueblo aumentando la velocidad hasta un trote ligero; una vez en la carretera de Malta, el filipino dio rienda suelta al Morgan y empezamos a galopar de una manera que nos proporcionaba a la vez sacudidas y confianza.
Había más de treinta kilómetros hasta Troy, pero el pequeño Morgan— y eso que iba cargado con dos jinetes— los recorrió enseguida, como yo había esperado y confiado. Menos esperanzadora fue la noticia que recibimos en la estación: habíamos perdido el último tren nocturno de pasajeros a Nueva York, y no podríamos reservar asientos en otro hasta las seis de la mañana. Pero había un tren de mercancías de la West Shore Railroad que llegaría en veinte minutos, así que dejamos atrás a nuestro fiel caballo, y nos encaminamos al límite de la estación, donde aguardamos para saltar a bordo de uno de los furgones cerrados cuando el tren redujera la marcha para atravesar la ciudad. Este plan, aunque más incómodo y menos pintoresco que un viaje en un vagón de pasajeros (la West Shore seguía las vías del interior hacia el sur, nada menos que hasta Poughkeepsie), resultó ser mucho más adecuado a nuestros propósitos, ya que el mercancías sólo realizó unas pocas paradas en su viaje hacia el sur, y aunque su destino final era Weehawken, Nueva Jersey, situado en la orilla del Hudson contraria a Manhattan, en esa ciudad había una estación de transbordadores a unas veinticinco manzanas al sur del local de los Dusters en Hudson Street.
Pero nada de eso hizo el viaje más llevadero. Durante la primera parte del recorrido, el Niño se sentó junto a la puerta abierta de nuestro furgón, contemplando el paisaje nocturno que íbamos dejando atrás. A veces parecía que el odio que sentía por Libby Hatch lo había convertido en piedra; otras veces, su rostro se ablandaba y lloraba en silencio, tapándose la cara con las manos, o se golpeaba la cabeza, contra la puerta de madera. Nada de lo que se me ocurrió decirle le servía de consuelo, aunque reconozco que mis esfuerzos no fueron muy convincentes. Además de que yo también tenía el corazón roto por lo que le había ocurrido al señor Picton, estaba demasiado preocupado por Kat para decirle que todo iría bien. Y así, cuando la orilla occidental del Hudson se hizo visible más abajo de Poughkeepsie, me quedé sentado junto al filipino y me dediqué a observar el río, tratando de no pensar en cuánta sangre habría perdido Picton en los largos minutos que había permanecido allí solo, tumbado en el sótano de los tribunales, ni en cuánto podía haber tardado Libby Hatch en salir de Ballston Spa.
No cabía duda de que Libby llegaría a Nueva York mucho antes que nosotros; lo que no sabíamos era qué haría cuando llegara allí. ¿Acaso su principal preocupación sería desembarazarse de cualquier rastro de Ana Linares, sacarle todo el dinero posible a Goo Goo Knox y luego tratar de salir del estado, probablemente hacia el oeste, donde los delincuentes buscados a menudo conseguían desaparecer bajo una nueva identidad? Ésa sería la secuencia de movimientos más sensata, pero nadie había acusado nunca a Libby Hatch de ser sensata. Aguda y tortuosa, sí, hasta un punto que a veces la hacía parecer brillante, pero en el fondo sus actos— su vida entera— eran mortalmente insensatos, y yo sabía que si pretendía adivinar sus próximos pasos tendría que pensar como el doctor, en lugar de basarme en mi experiencia con delincuentes con objetivos mucho más prácticos.