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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (10 page)

BOOK: El ángel de la oscuridad
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Al parecer, recientemente algunas lumbreras del mundo de la criminología habían lanzado la hipótesis de que las personas experimentan cambios físicos cuando mienten. Según esos expertos, los síntomas comprendían una aceleración del pulso y la respiración, un aumento de la sudoración y la tensión muscular y otras alteraciones menos evidentes. En realidad, no había pruebas médicas o lo que Lucius llamaba «estudios clínicos» que respaldaran esta teoría. De todos modos, como yo había advertido, Marcus había sostenido la muñeca de la señora Linares mientras ella hablaba de la misteriosa mujer del tren. Y no había dejado de consultar su reloj en todo ese tiempo. Aunque habían tratado temas inquietantes, no se había producido ningún cambio en el pulso de la señora Linares, ni siquiera cuando ésta había mirado la fotografía de su hija. Como la mayoría de las técnicas y conclusiones de los hermanos Isaacson, ésta no tendría valor alguno en un tribunal, pero les daba motivos para confiar en la versión de la mujer.

Todo esto bastó para acallar las dudas del señor Moore sobre la señora Linares, pero el gran dilema seguía siendo si el doctor Kreizler aceptaría o no participar en el caso. Volvieron a interrogarme a fondo sobre este particular— y también a Cyrus, cuando regresó del Astoria—, y confieso que después de un rato ambos nos pusimos a la defensiva. Por mucho que nos fascinara el asunto, a nadie le debíamos tanta lealtad como al doctor, y el caso Linares amenazaba con convertirse en algo mucho más complejo y arriesgado que un pasatiempo de una noche. Ni Cyrus ni yo estábamos seguros de que el doctor estuviera en condiciones de intervenir en un asunto tan complicado. Si bien era cierto que, como señaló el señor Moore, la orden judicial dejaría bastante tiempo libre a nuestro jefe y amigo, también era verdad que el hombre necesitaba descansar para recuperarse. La señorita Howard señaló respetuosamente que el doctor siempre parecía encontrar paz y sosiego en el trabajo, pero Cyrus respondió que estaba más bajo de moral que nunca y que tarde o temprano todo el mundo necesitaba tomarse un respiro. No había forma de predecir lo que sucedería, y al final de la cena llegamos a la misma conclusión que yo había enunciado en el 808 de Broadway: la reacción del doctor ante la perspectiva de regresar allí dependería de cómo se tomara su marcha forzosa del instituto. Cyrus y yo prometimos que uno de los dos telefonearía al señor Moore al
Times
en cuanto el doctor regresara a casa. Luego nos separamos, todos con la extraña intuición de que las acciones que emprendiéramos en los días siguientes tendrían consecuencias más allá de los límites de Manhattan, una isla que súbitamente parecía más pequeña.

Al llegar a casa conseguí dormir unas horas, aunque no fue lo que yo llamaría un sueño reparador. Me levanté a las ocho en punto— al bajar de la cama caí en la cuenta de que era el primer día del verano oficial— y descubrí que las últimas nubes de lluvia se habían disipado y que soplaba una ligera brisa del nordeste. Me vestí, me las apañé para poner un mínimo de orden en mis largas greñas y me dirigí a la pequeña cochera del doctor, situada junto a la casa, para dar un desayuno de avena y un buen cepillado a
Frederick,
nuestro fiel caballo negro. Cuando regresaba a la casa, el retintín de ollas y peroles en la cocina me indicó que ya había llegado la señora Leshko, nuestra última ama de llaves y una mujer incapaz de hervir agua sin armar un escándalo. Me conformé con una rápida taza de su amargo café, subí a la calesa y me puse en marcha.

Tomé el camino de costumbre— la Segunda Avenida en dirección sur hasta Forsyth Street y luego East Broadway hacia la izquierda—, pero no metí prisa a Frederick, pues supuse que estaría cansado del viaje de la noche anterior. Pasé junto a los numerosos lupanares, antros del hampa, garitos y tabernuchas del Lower East Side, y al verlos volví a preguntarme cómo era posible que todo se hubiera venido abajo hasta el punto de hacer necesario aquel viaje. Claro que la razón parecía bastante clara: dos semanas antes, en el instituto del doctor Kreizler, un chaval de doce años llamado Paulie McPherson se había levantado en plena noche, había salido de su dormitorio para ir al cuarto de baño y allí se había colgado de una vieja cañería de gas con el cordón de una cortina. El chico era un ladronzuelo de medio pelo, cuyo modesto historial no estaba a la altura de ninguno de mis antiguos colegas de la banda del
Loco
Butch; aunque sea difícil de creer, lo habían pillado por tratar de birlarle la cartera a un poli de paisano. Teniendo en cuenta su falta de antecedentes, el juez le había dado la oportunidad de pasar unos años en el Instituto Kreizler después de que el doctor lo examinara y se ofreciera a albergarlo. Aunque Paulie era un simple aficionado, no tenía un pelo de tonto y había aceptado de inmediato.

Nada de esto era inusual: muchos de los alumnos del doctor habían ido a parar allí por causas parecidas. Tampoco había problemas evidentes cuando Paulie había llegado a East Broadway. Era un chico taciturno y poco comunicativo, pero nada presagiaba que tuviera intención de ahorcarse. Sea como fuere la noticia del suicidio corrió entre las autoridades municipales y los círculos de la alta sociedad de Nueva York como, con perdón, la mierda en una cloaca. Varios expertos de pacotilla esgrimieron el incidente como prueba irrefutable de que el doctor Kreizler era un incompetente y sus teorías, peligrosas. El doctor, por su parte, nunca había perdido a uno de sus alumnos, y eso, sumado a la naturaleza inexplicable e inesperada del suicidio, ensanchó la brecha que había abierto en su corazón la muerte de Mary Palmer.

Y por esa brecha había perdido gran parte de la energía que en otro tiempo parecía inagotable y que, durante tantos años, había permitido al doctor lidiar con los ataques casi cotidianos de colegas hostiles, sociólogos, jueces, abogados y los escépticos de turno con los que se codeaba en su trabajo como director del instituto y experto asesor en los juicios criminales. No es que hubiera abandonado su causa, ya que eso habría sido impropio de él, pero sí había perdido algo de su entusiasmo y seguridad, así como gran parte de la beligerancia con la que había conseguido mantener a raya a sus enemigos. Supongo que para entender el cambio había que haberlo visto en acción antes de que sucediera todo esto, como lo había visto yo unos dos años antes. Vaya si lo había visto…

Nuestro primer encuentro se había producido en Jefferson Market, esa réplica del castillo de un príncipe bohemio que siempre me pareció demasiado bonita para ser un juzgado de guardia. Como ya he dicho, yo me había criado prácticamente solo desde los tres años y completamente solo desde que a los ocho me harté de robar casas para mantener a mi madre y a sus amiguitos; cuando ella cambió el vino por el opio y comenzó a frecuentar un antro de Chinatown, dirigido por un tipejo a quien todo el mundo llamaba Tu Cebón (su verdadero nombre chino era impronunciable, y él nunca pareció captar el insulto contenido en el apropiado mote). Le dije que no conocía muchos críos de ocho años que robaran para mantener los vicios de su madre y, naturalmente, recibí unos buenos azotes en la cabeza. Mientras me pegaba, gritó que si era tan desagradecido tendría que mantenerme solo; le señalé que ya lo hacía y me marché definitivamente para unirme a un grupo de gamberros del barrio. Mi madre, entretanto, se mudó con Tu Cebón, y comenzó a servirse de su cuerpo, en lugar de mis pequeños hurtos, para asegurarse un suministro constante de droga.

Mis compañeros de pandilla y yo nos protegíamos mutuamente, nos acurrucábamos junto a los respiraderos en las noches de invierno y procurábamos no ahogarnos cuando nos refrescábamos en los ríos de la ciudad en los días de verano. A los diez años yo ya tenía una buena reputación como ratero, carterista y delincuente para todo, y aunque no era corpulento, me había convertido en un experto en defenderme con un caño de plomo, por lo que me habían bautizado con el mote de «Steveporra». Muchos de mis amigos llevaban pistolas o cuchillos, pero yo descubrí que los polis se mostraban más benévolos cuando no te encontraban armado hasta los dientes; y en aquellos tiempos ya tenía bastantes problemas con la ley para tomarme en serio esos detalles.

De hecho, con el tiempo mi ficha policial y mi reputación crecieron tanto que se me acercó el
Loco
Butch, que como ya he comentado era el jefe de los muchachos que trabajaban para Monk Eastman. Siempre me cayó bien Monk, con su elegante sombrero hongo y sus habitaciones llenas de gatos y pájaros, y aunque el
Loco
Butch hacía más honor a su mote de lo que a mí me habría gustado, me alegré de tener la oportunidad de ascender en el mundillo del hampa. En lugar de robar carteras por mi cuenta, pronto comencé a limpiar a grupos enteros de ciudadanos con mis colegas, además de asaltar carros de reparto y desvalijar tiendas y almacenes. Claro que de vez en cuando me pillaban, pero casi siempre acababan dejándome libre porque éramos un grupo tan grande que el fiscal se las veía y se las deseaba para hacer que los cargos recayeran en uno solo. Además, yo sólo tenía once años, y sabía interpretar el papel de huérfano inocente cuando me convenía.

Pero el juez que me tocó en suerte aquel día en Jefferson Market no estaba dispuesto a tragarse representaciones ni excusas. Los polis me habían trincado por romperle la pierna al vigilante de seguridad de unos grandes almacenes de la calle Diecinueve mientras mis compañeros y yo robábamos la cartera a los clientes. Yo solía manejar mi arma característica con mayor tino— procuraba dejar un buen cardenal, sin romper huesos—, pero aquel guardia me había agarrado del cuello y faltó poco para que me estrangulara. Así que en menos que canta un gallo me encontré allí, en la sala principal de Jefferson Market, escuchando un puñetero sermón sentado bajo la alta cúpula de la bonita torre del edificio de los tribunales.

El viejo charlatán del estrado me llamó de todo: adicto a la nicotina (yo fumaba desde los cinco años), borracho (lo que demuestra lo mal informado que estaba, pues nunca había bebido) y «un peligro social con un afán destructivo innato», una frase que en aquel momento no significó nada para mí, pero que resultó ser mi tabla de salvación. Verán, dio la casualidad de que cierto especialista en problemas mentales, con un particular interés por los niños, estaba en la puerta de la sala esperando para testificar en otro caso; y cuando el juez soltó la frase de marras y a continuación me condenó a pasar dos años en Randalls Island, alguien alzó la voz a mi espalda. Nunca había oído nada semejante, por lo menos en un tribunal. Con un acento entre húngaro y alemán, retumbó con todo el estruendo y la sentenciosidad de la voz de los predicadores de otros tiempos.

— ¿Y qué cualificaciones tiene su señoría para hacer un diagnóstico psicológico tan preciso de este niño?— preguntó la voz.

En ese momento todas las miradas, incluida la mía, se volvieron hacia el fondo de la sala para observar una escena familiar para la mayoría: las protestas del famoso alienista doctor Laszlo Kreizler, uno de los hombres a la vez más odiados y respetados de la ciudad, con su largo cabello y su capa flotando a la espalda y unos ojos ardientes como brasas. Yo no podía saber que en el futuro también me acostumbraría a esa imagen; entonces sólo sabía que era la persona con más personalidad y carácter que jamás había visto.

El juez, por su parte, apoyó la cabeza en la mano con aire cansino durante un instante, como si el Todopoderoso acabara de desatar una lluvia de sapos sobre su pequeño pedazo de tierra.

— Doctor Kreizler…— empezó.

Pero el doctor ya levantaba un dedo acusador.

— ¿Se le ha sometido a un examen? ¿Alguno de mis respetables colegas le ha dado motivos para emplear un lenguaje semejante? ¿O acaso usted, como la mayoría de los magistrados de esta ciudad, se considera cualificado para hacer un dictamen más propio de un experto en el tema?

— Doctor Kreizler…— repitió el juez, pero sin mejor suerte.

— ¿Tiene la menor idea de cuáles son los síntomas de lo que usted califica de «afán destructivo innato»? ¿Sabe siquiera si dicha patología existe en efecto? Esta retórica insufrible, inexperta, sediciosa…

— ¡Doctor Kreizler!— gritó el juez dando un puñetazo sobre la mesa—. ¡Esto es un tribunal! Usted no tiene ninguna relación con el caso y le exijo…

— No, señor— contraatacó el doctor—. ¡Soy yo quien exige! Usted me ha dado parte en el caso; a mí y a cualquier psicólogo que se precie y que haya oído su irresponsable declaración. Este niño…

En ese momento señaló en mi dirección y me miró por primera vez. No estoy seguro de ser capaz de describir todo lo que se reflejaba en su expresión: sus ojos brillaban con un mensaje de esperanza, y una pequeñísima y fugaz sonrisa me conminó a que tuviera valor. De repente, y por primera vez en mi vida, sentí que alguien mayor de quince años demostraba algún interés por mí. Uno no sabe que ha sido privado de ese lujo hasta que alguien le hace tomar conciencia de la posibilidad de disfrutarlo; es una sensación muy peculiar.

La cara del doctor recuperó la seriedad cuando volvió a dirigirse al juez:

— Ha dicho que este niño es un «peligro social con un afán destructivo innato». ¡Exijo que pruebe esa afirmación! ¡Exijo que se celebre un nuevo juicio y que la sentencia se posponga hasta que haya sido sometido al examen de al menos un alienista o psicólogo cualificado!

— ¡Puede exigir lo que le plazca, señor!— respondió el juez—. ¡Pero éste es mi juicio y las reglas las pongo yo! Ahora haga el favor de esperar a que lo llamen para el caso por el que ha sido convocado o haré que lo arresten por desacato.

Dio un golpe con la maza, y yo fui enviado de inmediato a Randalls Island. Sin embargo, mientras salía de los tribunales, me volví a mirar al misterioso hombre que había aparecido como por arte de magia para defenderme. Él me devolvió la mirada con una expresión que sugería que el asunto no estaba zanjado.

Y así fue. Tres meses después, en mi húmeda celda de ladrillos del bloque principal de El Refugio de los Muchachos, tuve el «incidente» que ya he mencionado. Lo cierto es que si uno busca lo suficiente, puede encontrar un trozo de caño prácticamente en cualquier parte, y yo me había agenciado uno poco después de llegar a la isla. Lo había escondido debajo del colchón, intuyendo que llegaría el día en que alguno de los muchachos o los guardias me obligaría a usarlo, y que el matón que finalmente lo hiciera siempre se arrepentiría de ello. Mientras el guardia hacía todo lo posible para sujetarme y desabrocharse los pantalones, agarré el caño. Un par de minutos después el tipo tenía tres fracturas en un brazo, dos en el otro, un tobillo dislocado y una masa de astillas de hueso en el lugar que antes ocupaba su nariz. Yo continuaba pegándole, animado por los gritos de los demás chavales, cuando un par de guardias acudieron a reducirme. El director del centro solicitó una vista para que decidieran si debían trasladarme a un manicomio, y la noticia del incidente saltó a la prensa. El doctor Kreizler se enteró y asistió a la vista, donde una vez más exigió que no se dictara sentencia hasta que se me sometiera a un examen psicológico. En esta ocasión el juez de turno se mostró más razonable y el doctor se salió con la suya.

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