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Authors: Caleb Carr

Tags: #Intriga, Policíaco, Suspense

El ángel de la oscuridad (5 page)

BOOK: El ángel de la oscuridad
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— Lo es, créeme. Todavía no has oído lo mejor.

— ¿Ah no?

— La señora Linares vino a verme en el mayor de los secretos, después del horario habitual de consulta. Para asegurarse de que no la siguiera nadie del consulado, tomó el tren elevado que baja por la Tercera Avenida. Cuando se apeó en la calle Nueve, caminó por el andén hacia las escaleras que conducen a la calle y por casualidad vio algo en el último vagón.

Hizo una pausa que llenó de irritación al señor Moore.

— Sara, ahórrate las pausas dramáticas porque te aseguro que no van a mejorar mi humor. ¿Qué vio?

— Vio a su hija, John.

El señor Moore frunció la cara.

— Querrás decir que creyó ver a su hija. Un espejismo inducido por la esperanza o algo por el estilo.

— No, John. Era su hija e iba en brazos de una mujer.— La señorita Howard se permitió otra pausa para sonreír—. Una mujer norteamericana blanca.

El señor Moore digirió ese pequeño dato con un gemido atormentado, aunque no desprovisto de interés: el periodista comenzaba a ganar terreno al libertino. Se volvió hacia mí, sin que todavía pareciera contento pero evidentemente resignado a su destino.

— Stevie, ¿podrías compensarme por esta intrusión ayudándome a recuperar mi ropa? Luego iremos al 808 de Broadway y, Dios mediante, descubriremos de qué va todo este asunto. Pero te aseguro, Sara, que con tu Derringer o sin ella, si este caso es un chasco lamentarás haberme conocido.

— Oh, hace años que lo lamento— respondió la señorita Howard con una risita que pronto nos contagió a Cyrus y a mí—. Vamos, Stevie, ayuda a nuestro afligido amigo a acicalarse. Tenemos que darnos prisa.

3

Hacía un año que no iba al 808 de Broadway, pero nadie lo habría dicho al ver la seguridad con que me dirigía hacia allí. Recuerdo haber leído en los
Principios de Psicología
— ese libraco que escribió hace años William James, un antiguo profesor del doctor Kreizler en Harvard, y que al igual que los demás leí no sin dificultad durante el caso Beecham— que el cerebro no es el único órgano que almacena recuerdos. Hasta las partes más primitivas del cuerpo— los músculos, por ejemplo— tienen su propia forma de registrar experiencias y recuperarlas en un instante. Esa noche mis piernas demostraron dicha teoría, pues podría haber hecho el trayecto incluso si me hubieran seccionado la médula espinal por debajo del córtex cerebral, como a las desdichadas ranas de laboratorio que el profesor James y sus alumnos solían cortar en trocitos.

Mientras cruzábamos Gramercy Park y luego Irving Place, otra vez me puse en guardia por si algún caco nos tomaba por juerguistas que regresaban de los garitos de los bajos fondos. Pero no olfateé problemas en el aire impregnado de la fragancia húmeda y limpia que seguía a un día de lluvia, y a medida que avanzábamos hacia el sur comencé a tranquilizarme. La señorita Howard se negó a darnos más datos hasta que llegáramos al 808 de Broadway y nos encontráramos con la dama en cuestión, de modo que concentramos todos nuestros esfuerzos en llevar al señor Moore hasta allí, algo menos sencillo de lo que podría parecer.

Decidimos ir por Irving Place porque sabíamos que si tomábamos la Cuarta Avenida y luego doblábamos al sur por Union Square pasaríamos junto al Brübacher’s Wine Garden, donde sin duda muchos de los compañeros de copas del señor Moore continuarían enfrascados en la principal actividad del establecimiento: apostar si los peatones, carros y calesas conseguirían o no evitar las peligrosas colisiones con los tranvías que pasaban rugiendo por Broadway y torcían en la plaza a toda velocidad. El señor Moore habría sido incapaz de resistirse a semejante tentación. No obstante, Irving Place tenía su propia distracción: la taberna de Pete, en la calle Dieciocho, un antiguo y acogedor abrevadero que en tiempos había sido el refugio predilecto de Boss Tweed y sus muchachos, y donde desde no hacía mucho el señor Moore acostumbraba pasar la tarde con algunos de sus amigos del mundillo literario. Una vez que dejamos atrás las luces anaranjadas de las empañadas ventanas de la taberna de Pete, supe que el señor Moore también era consciente de que había perdido su última oportunidad de salvación, pues su tono gruñón se volvió casi plañidero.

— Mañana es lunes, Sara— protestó cuando llegamos a la calle Catorce. La engañosamente alegre fachada de Tammany Hall apareció a la vista, a nuestra izquierda, y me produjo la impresión de siempre, como si fuera un ridículo y gigantesco armario de ladrillos—. Y mantenerme al tanto de lo que hacen ese Croker y sus marranos— señaló el ayuntamiento— requiere un esfuerzo constante e irritante. Por no mencionar el asunto de los españoles.

— Tonterías, John— replicó la señorita Howard, cortante—. En estos momentos, la política está completamente muerta y tú lo sabes. Strong no ha sido reelegido y ni Croker ni Platt— se refería a los cabecillas demócrata y republicano de Nueva York— permitirán que gane otro alcalde reformista en noviembre. El próximo invierno esta ciudad volverá a convertirse en una cloaca y nadie necesita que tú se lo cuentes.

Como para subrayar los argumentos de la señorita Howard, una súbita carcajada resonó en la noche mientras caminábamos sobre los orines y los excrementos de caballo, ablandados por la lluvia, que alfombraban la calle Catorce. Una vez cruzada la calle, todos nos volvimos a mirar a un pequeño grupo de hombres atildados, borrachos y alegres que salían de Tammany Hall con cigarros asomando de sus bocas.

— Hummm— murmuró el señor Moore con desaliento, mirando a los hombres mientras nos seguía hacia el oeste—. No creo que sea tan sencillo. Además, eso no resuelve la crisis de Cuba. Estamos en un momento crítico de las negociaciones con Madrid.

— Bobadas.— la señorita Howard se detuvo apenas el tiempo necesario para tirar de la manga del señor Moore y obligarlo a apretar el paso—. Incluso si te ocuparas de las noticias internacionales y no de las municipales, como es el caso, ahora estarías en un punto muerto. El general Woodford— se refería al nuevo mediador de Estados Unidos ante España— ni siquiera ha salido hacia Madrid y McKinley no se propone enviarlo allí hasta que reciba un informe detallado de nuestro enviado especial a Cuba… cómo se llama, ¡ah, sí!, Calhoun.

— ¿Cómo demonios voy a discutir con una mujer que lee mi condenado periódico más que yo?— protestó el señor Moore, desalentado.

— Por lo tanto— concluyó la señorita Howard—, mañana no tendrás que ocuparte de nada más importante que los habituales brotes de violencia del verano… Ah, también está el aniversario de la reina Victoria. Sin duda el
Times
le sacará todo el jugo posible.

El señor Moore no pudo contener la risa.

— Acaparará los titulares mientras duren las celebraciones, y el domingo habrá fotos. Cielo santo, Sara, ¿no te aburre enterarte de todos los detalles?

— En este caso los desconozco, John— replicó la señorita Howard mientras bajábamos por Broadway. El traqueteo de los coches se hizo algo más débil sobre el pavimento de la avenida, pero el hecho de que el ruido se amortiguara no pareció tranquilizar a la señorita Howard—. No me importa confesar que este asunto me inquieta. Creo que oculta algo horrible…

Tras unos segundos más de sigilosa marcha, atisbamos el chapitel gótico de Grace Church, que se elevaba por encima de los edificios circundantes con una especie de humilde majestuosidad, y luego los ladrillos amarillos y las ventanas monásticas del 808. En realidad, nuestro antiguo cuartel general estaba más cerca que la iglesia, ya que lindaba con el lado norte de su camposanto, pero en esa parte de la ciudad uno siempre veía el campanario antes que cualquier otra cosa. Ni los escaparates iluminados de los grandes almacenes McCreery, situados en la otra acera de Broadway, ni la antigua tienda Stewart, el colosal monumento de hierro a los mercachifles de la calle Diez, podían rivalizar con la iglesia. El único edificio que pretendía emularla era el del número 808, y sólo porque había sido proyectado por el mismo arquitecto, James Renwick, que por lo visto se había propuesto convertir esa pequeña encrucijada comercial de Broadway en un homenaje a nuestros antepasados medievales.

Nos aproximamos a la bonita y ondulante reja de la entrada principal del 808— decían que era de estilo
art nouveau,
un nombre que siempre me había parecido absurdo, ya que cualquier artista mediocre recién salido del cascarón podía reclamar para su obra el calificativo de
nouveau
— y Cyrus, el señor Moore y yo nos detuvimos un momento antes de entrar. No era por miedo, pero deben recordar que apenas un año antes aquella casa había sido nuestro segundo (y a veces primer) hogar durante una investigación que sacó a la luz horrores inimaginables y acabó con el asesinato despiadado de algunos amigos nuestros. En Broadway todo tenía más o menos el mismo aspecto que en aquellos días siniestros: los grandes almacenes, el sombrío y fantasmal camposanto, la rectoría, el elegante aunque poco ostentoso hotel St. Denis (situado en la acera de enfrente y diseñado también por Renwick); todo estaba tal cual, y eso hacía que los recuerdos fueran aún más vividos. De modo que aguardamos un momento antes de entrar.

La señorita Howard pareció intuir nuestra inquietud y, sabiendo que estaba justificada, no nos apremió.

— Sé que es mucho pedir— dijo con un tono de inseguridad impropio de ella mientras echaba un vistazo a su alrededor—, pero os aseguro que en cuanto veáis a esa mujer y habléis con ella unos minutos…

— Está bien, Sara— interrumpió el señor Moore, olvidando sus reparos y bajando la voz para ponerse a tono con el escenario. Se volvió primero hacia mí y luego hacia Cyrus, como para asegurarse de que hablaba en nombre de los tres. No necesitamos confirmárselo—. Será sólo un momento— prosiguió alzando la vista a la fachada del 808—. Estamos contigo. Adelante.

Cruzamos el vestíbulo de mármol, entramos en la gran jaula del ascensor e iniciamos la lenta y laboriosa subida hacia el sexto piso. Al mirar a Cyrus y al señor Moore comprendí que, al margen de nuestra inquietud, ellos sabían tan bien como yo que era muy probable que cuando bajáramos ya estuviéramos metidos hasta el cuello en algo de lo que quizá nos arrepentiríamos. Esta certeza provenía en parte de nuestra amistad con la señorita Howard, pero también de algo que los nativos de Nueva York llevamos en la sangre. Un olfato especial para esta clase de asuntos, entendiendo por «asunto» lo que ustedes prefieran: la historia, el caso, la aventura; independientemente de cómo lo definiéramos, ya estábamos a bordo. Por supuesto, rezaríamos para que no acarreara las mismas consecuencias devastadoras que el caso Beecham; pero rezar era lo único que nos restaba, pues ya no habría forma de echarnos atrás.

El ascensor se detuvo con una brusca sacudida, típica de los ascensores de los almacenes, pues el 808 era un edificio comercial lleno de ebanisterías y talleres de negreros. Era una de las razones por las cuales lo había escogido el doctor Kreizler: allí podíamos llevar a cabo nuestra investigación bajo la inofensiva tapadera de un pequeño negocio. No obstante, la clandestinidad había dejado de ser un imperativo para la señorita Howard, y a través de la puerta de rejilla del ascensor me fijé en que había hecho pintar un discreto cartel en la puerta de la sexta planta:

AGENCIA HOWARD

SERVICIO DE INVESTIGACIÓN PARA SEÑORAS

Tras salir del ascensor, abrió la puerta de su despacho y la aguantó mientras entrábamos.

La amplia estancia que ocupaba casi todo el piso estaba oscura, alumbrada sólo por la luz de las farolas de Broadway y la de los escaparates superiores de McCreery, situados en la acera de enfrente. Sin embargo, era suficiente para ver que la señorita Howard apenas había hecho cambios en la decoración. Los muebles que el doctor Kreizler había comprado el año anterior en una subasta de antigüedades— y que antaño habían pertenecido a la marquesa de Luigi Carcano— todavía llenaban la sala. El diván, una mesa grande de caoba y las amplias butacas ocupaban los mismos sitios sobre las verdes alfombras orientales, inspirándome la súbita e inesperada sensación de haber regresado a casa. La mesa de billar, que había sido instalada en el fondo, junto a la cocina, estaba cubierta con una tabla y una tela de seda. Supuse que no era la clase de objeto que habría despertado la confianza de las señoras clientas. Pero los cinco escritorios de oficina seguían allí, aunque la señorita Howard los había dispuesto en fila en lugar de en círculo, y el piano de cola estaba en un rincón, junto a una de las ventanas góticas. Al verlo, Cyrus se acercó, levantó la tapa y con una sonrisa en los labios tocó suavemente dos teclas mirando a la señorita Howard.

— Todavía está afinado— dijo en voz baja.

Ella asintió y le devolvió la sonrisa.

— Todavía está afinado.

Cyrus dejó el sombrero en el banco, se sentó y comenzó a tocar. Al principio pensé que escogería una de las arias de ópera que el doctor siempre le pedía que tocara en casa, pero pronto caí en la cuenta de que se trataba de una melodía popular, lenta y triste, que fui incapaz de identificar de inmediato.

El señor Moore, que contemplaba por la otra ventana el apenas imperceptible resplandor del lejano río Hudson, se volvió hacia Cyrus y le sonrió.


Shenandoah
— murmuró como si insinuara que Cyrus había encontrado la melodía perfecta para resumir los extraños y melancólicos sentimientos que nos habían embargado a todos al volver a ver aquella estancia.

Advertí que la señorita Howard había añadido algo en otro rincón sombrío: un enorme biombo japonés, con sus cinco paneles completamente abiertos. Por un extremo del biombo asomaba parte de la gran pizarra de pie con marco de roble que siempre habíamos conocido como «la» pizarra. Me pregunté cuánto tiempo llevaba escondida.

Después de darnos unos minutos para hacernos a la idea de que habíamos regresado, la señorita Howard se restregó las manos con nerviosismo y volvió a hablar con un titubeo impropio de ella.

— La señora Linares está en la cocina, tomando una taza de té. Voy a buscarla.

Se dirigió hacia el fondo del piso, donde un umbral ligeramente iluminado mostraba señales de vida. Automáticamente, yo me acerqué a la ventana que daba al camposanto de la iglesia y me senté en el alféizar— mi sitio habitual de descanso en la habitación—, saqué una navaja del bolsillo y usé la hoja para recortarme las uñas mientras Cyrus continuaba tocando y oíamos las voces de las dos mujeres procedentes de la cocina.

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