—Pero hay otras muchas maneras de hacerlo, además de la soviética —dijo Hammond—. La verdad es que los bolcheviques no son muy inteligentes.
—Desde luego que no. Pero a veces es inteligente ser medio tonto: si quieres llegar a donde te propones. Personalmente considero el bolchevismo una imbecilidad; pero también nuestra vida social en Occidente me parece una imbecilidad. Y de la misma manera considero nuestra tan cacareada vida mental una imbecilidad. Somos todos tan fríos como cretinos, tan carentes de pasiones como los idiotas. Somos todos bolcheviques, sólo que lo llamamos de otra manera. ¡Nos creemos dioses…, hombres como dioses! Es igual que el bolchevismo. Hay que ser humano y tener un corazón y un pene si queremos librarnos de ser dioses o bolcheviques…, porque las dos cosas son lo mismo: las dos son demasiado hermosas para ser ciertas.
En el silencio negativo surgió la angustiada pregunta de Berry:
—Tú crees en el amor, Tommy, ¿no?
—¡Qué muchacho tan encantador! —dijo Tommy—. ¡No, mi querubín, nueve veces de cada diez, no! El amor es otra de esas actividades estúpidas hoy día. ¡Chavales que menean las caderas al andar, follando con muchachitas de culo estrecho como efebos, que no se sabe quién es él y quién es ella! ¿Te refieres a ese tipo de amor? ¿O ese tipo de amor que consiste en unir las fortunas para triunfar, aquí-mi-marido-aquí-mi-señora? ¡No, muchacho, no creo en eso en absoluto!
—¿Pero crees en algo?
—¿Yo? Oh, intelectualmente creo en tener un buen corazón, un pene juguetón, una inteligencia despierta y el valor de decir «¡mierda!» delante de una señora.
—Sí, todo eso lo tienes —dijo Berry.
Tommy Dukes estalló en carcajadas.
—¡Qué ángel! ¡Si yo tuviera eso! ¡Si yo tuviera eso! No; tengo el corazón tan insensible como una patata, el pene se me dobla y no levanta cabeza jamás; preferiría cortármelo de un tajo que decir «¡mierda!» delante de mi madre o mi tía…, que son verdaderas señoras, no te olvides; y no soy realmente inteligente, no soy más que un vividor-mental. Sería maravilloso ser inteligente: entonces tendría uno vivas todas esas partes mencionadas e inmencionables. El pene levanta la cabeza y dice: ¿Cómo está usted? a cualquier persona inteligente. Renoir decía que pintaba sus cuadros con el pene… y era verdad, ¡magníficos cuadros! Me gustaría hacer algo con el mío. ¡Dios, y uno sólo es capaz de hablar! ¡Una tortura más que añadir al Hades! Y Sócrates lo empezó todo.
—Hay mujeres agradables en el mundo —dijo Connie levantando la cabeza y hablando por fin.
A los hombres no les gustó… Debería haber pretendido no oír nada. No les gustaba nada que admitiera haber estado escuchando atentamente una conversación así.
—¡Dios mío! «¿Si no son agradables conmigo qué importa que lo sean con el vecino?»
—¡No, es absurdo! Yo no puedo vibrar al unísono con una mujer. No deseo realmente a ninguna mujer cuando estoy frente a ella, y no voy a empezar a forzarme a que me guste… ¡Santo cielo, no! Seguiré como estoy y viviré una vida intelectual. Es lo único honrado que puedo hacer. Me hace completamente feliz hablar con las mujeres; pero es algo puro, puro sin remedio. ¡Puro sin remedio! ¿Qué dices tú, Hildebrand, pequeño?
—Es mucho menos complicado si uno permanece puro —dijo Berry.
—¡Sí, la vida es demasiado sencilla!
Una mañana de escarcha con algo de sol de febrero, Clifford y Connie salieron a dar un paseo por el parque hasta el bosque. Es decir, Clifford iba en su silla de motor y Connie caminaba a su lado.
La atmósfera pesada tenía aún un olor a azufre, pero ambos estaban acostumbrados. En torno al horizonte próximo se levantaba una neblina opalescente de hielo y humo y por encima se veía un trocito de cielo azul; era como estar en un recinto cerrado, siempre encerrados. La vida era siempre como un sueño o un frenesí en un lugar cerrado.
Las ovejas tosían en la hierba áspera y seca del parque, donde la escarcha azuleaba la base de los tallos. Un camino atravesaba el parque hasta la cancela de madera como una hermosa cinta rosada. Clifford lo había hecho preparar hacía poco con gravilla de la mina. Cuando la roca y las escorias del mundo subterráneo habían ardido y soltado el azufre, adquirían un color rosa brillante de gamba cocida en los días secos y color cangrejo en los húmedos. Ahora tenía el color pálido de la gamba con una capa blanco-azulada de escarcha. Aquella alfombra de gravilla rosa brillante era algo que gustaba a Connie. No todo iban a ser espinas en la zarza.
Clifford conducía con precaución por la pendiente de la ladera y Connie mantenía su mano sobre la silla. Al frente se elevaba el bosque, primero la espesura de avellanos y detrás la densidad rojiza de los robles. En los límites del bosque los conejos correteaban y comían la hierba. Los grajos se elevaron de repente en una fila negra y se alejaron en el cielo mínimo.
Connie abrió la cancela de madera y Clifford avanzó lentamente en su silla hasta el amplio sendero que avanzaba por una pendiente entre los avellanos a los que se había vareado el fruto. El arbolado era un resto de la gran mancha donde Robin de los Bosques había cazado, y aquel sendero era una vieja senda que atravesaba la región. Pero ahora, naturalmente, era sólo un camino en el bosque privado. La carretera de Mansfield doblaba hacia el norte.
Todo en el bosque permanecía inmóvil; en tierra las hojas muertas mantenían debajo la escarcha. Una urraca dejó oír su graznido, los pájaros aletearon. Pero no había caza, ningún faisán. Los habían matado durante la guerra y el bosque había quedado sin protección, hasta que ahora Clifford había vuelto a contratar a un guardabosque.
Clifford amaba el bosque; amaba los viejos robles. Tenía el sentido de que habían sido suyos durante generaciones. Quería protegerlos. Deseaba que el lugar no fuera violado, que estuviera cerrado al mundo.
La silla renqueaba lentamente pendiente arriba, botando y saltando sobre los terrones helados. Y de repente, a la izquierda, apareció un claro donde no había más que una maraña de helechos muertos, algunos menudos rebrotes dispersos aquí y allá, algunos tocones mostrando el corte de la sierra y sus raíces retorcidas, sin vida. Y manchas de negrura en los lugares donde los leñadores habían quemado ramas y basura.
Aquél era uno de los sitios que Sir Geoffrey había hecho talar durante la guerra para sacar troncos para las trincheras. Toda la pendiente que arrancaba a la derecha del sendero aparecía desnuda y en un extraño abandono. En la cima de la pendiente, donde una vez hubo robles, había ahora desolación; y desde allí podía verse sobre los árboles el tren de la mina y las nuevas fábricas de Stacks Gate. Connie se había detenido y miraba, era una brecha en el puro aislamiento del bosque. Por allí entraba el mundo. Pero no dijo nada a Clifford.
Curiosamente, aquel sitio inhóspito enfurecía siempre a Clifford. Había estado en la guerra y sabía lo que significaba. Pero no se había enfadado realmente hasta ver aquella colina desnuda. Iba a hacerla repoblar. Pero le llevaba a odiar a Sir Geoffrey.
Clifford estaba sentado, con la expresión fija, mientras la silla de ruedas ascendía lentamente. Cuando llegaron a la cumbre se detuvo; no quería arriesgarse por la pendiente de bajada, larga y llena de baches. Se quedó mirando el recorrido verde del camino cuesta abajo, una abertura clara entre los helechos y los robles. Hacía una curva en lo bajo de la pendiente y desaparecía; pero era una curva suave y agradable, como a propósito para caballeros sobre sus monturas y damas sobre palafrenes.
—Creo que éste es realmente el corazón de Inglaterra —dijo Clifford a Connie, sentado al cálido sol de febrero.
—¿Sí? —dijo ella, mientras se sentaba sobre un tocón del sendero con su vestido de punto azul.
—¡Sí! Esta es la antigua Inglaterra, su corazón; y estoy dispuesto a mantenerlo intacto.
—¡Ah, sí! —dijo Connie. Pero al decirlo estaba escuchando la sirena de las once de la mina de Stacks Gate. Clifford estaba demasiado acostumbrado al sonido para darse cuenta.
—Quiero que este bosque sea perfecto… virgen. No quiero que entre nadie —dijo Clifford.
Había algo de patético en ello. El bosque conservaba aún algo del misterio de la antigua y salvaje Inglaterra; pero las talas de Sir Geoffrey durante la guerra habían supuesto un duro golpe. Qué silenciosos estaban los árboles, con sus ramas innumerables y retorcidas recortadas contra el cielo y sus troncos grises y obstinados emergiendo de entre la maleza marrón. Allí había habido en tiempos ciervos, arqueros y frailes al paso cansino de los asnos. El lugar tenía memoria, seguía recordando.
Clifford estaba sentado al sol mortecino; la luz caía sobre su cabello suave y más bien rubio; su cara llena y colorada era inescrutable.
—Siento mucho más no tener un hijo cuando vengo aquí que en otro momento cualquiera —dijo.
—Pero el bosque es más viejo que tu familia —respondió Connie suavemente.
—¡Desde luego! —dijo Clifford—. Pero nosotros lo hemos mantenido. A no ser por nosotros desaparecería…; habría desaparecido ya, como el resto del bosque. ¡Debemos conservar algo de la antigua Inglaterra!
—¿Sí? —dijo Connie—. ¿Aunque no pueda conservarse sola y haya que conservarla contra la nueva Inglaterra? Es triste, lo sé.
—Si no se conserva algo de la antigua Inglaterra, no habrá Inglaterra en absoluto —dijo Clifford—. Y nosotros, los que tenemos estas cosas y las comprendemos, tenemos el deber de mantenerlas.
Se produjo una pausa triste.
—Sí, durante algún tiempo —dijo Connie.
—¡Durante algún tiempo! Es todo lo que podemos hacer. Una pequeña contribución. Creo que en mi familia cada uno ha hecho lo que ha podido desde que tenemos esto. Puede uno estar contra los convencionalismos, pero hay que respetar la tradición.
De nuevo hubo una pausa.
—¿Qué tradición? —preguntó Connie.
—¡La tradición de Inglaterra! ¡De esto!
—Sí —dijo ella lentamente.
—Por eso hay que tener un hijo; uno mismo sólo es un eslabón en la cadena —dijo.
Connie no sentía ninguna admiración por las cadenas, pero no dijo nada. Estaba pensando en la curiosa impersonalidad del deseo que tenía él de tener un hijo.
—Siento no poder tener un hijo —dijo ella.
Él la miró fijamente, con sus ojos expresivos azul pálido.
—Casi sería bueno que tuvieras un hijo con otro hombre —dijo él—. Si lo educáramos en Wragby nos pertenecería a nosotros y a este lugar. No creo muy intensamente en la paternidad. Si tuviéramos un hijo que criar, sería nuestro y él continuaría. ¿No crees que vale la pena considerarlo?
Por fin Connie le miró. El niño, su niño, no era más que un «lo» para él. ¡Lo… lo… lo…!
—¿Y el otro hombre? —preguntó ella.
—¿Y eso importa mucho? ¿Es que esas cosas nos van a afectar a nosotros…? Tú tuviste aquel amante en Alemania… ¿Qué queda ahora de él? Casi nada. Yo creo que esos pequeños actos y esas pequeñas relaciones que tenemos en nuestras vidas no importan demasiado. Se terminan y ¿en qué quedan? ¿En qué? ¿Qué se hicieron las llamas de los fuegos encendidos de amadores…? Sólo lo que dura toda nuestra vida tiene importancia; mi propia vida es lo que me importa, en su larga continuidad y en su desarrollo. ¿Pero qué importan las relaciones momentáneas? ¡Y especialmente las relaciones sexuales momentáneas! Si la gente no les da una importancia excesiva, pasan como el apareamiento de los pájaros. Y así debe ser. ¿Qué importancia tiene? Es la compañía de toda una vida lo que importa. Es el vivir juntos día a día, no dormir juntos una vez o dos. Tú y yo estamos casados, suceda lo que suceda. Tenemos cada uno la costumbre del otro. Y la costumbre, en mi opinión, es más vital que una excitación momentánea. Esa cosa larga, lenta, duradera…, eso es lo que nos hace vivir…; no un espasmo casual de la clase que sea. Poco a poco, viviendo juntas, dos personas adquieren una resonancia unísona, vibran íntimamente de manera común. Ese es el verdadero secreto del matrimonio, no el sexo; por lo menos no la simple función del sexo. Tú y yo estamos entrelazados en un matrimonio. Si nos aferramos a eso podríamos encontrar un arreglo para el asunto del sexo como arreglamos una visita al dentista; puesto que en ese aspecto el destino nos ha dado un jaque mate físico.
Connie seguía sentada, escuchando con una especie de asombro y una especie de miedo. No sabía si él tenía razón o no. Por una parte existía Michaelis, a quien ella amaba; al menos eso se decía a sí misma. Pero su amor era de alguna forma sólo una excursión de su matrimonio con Clifford; de su larga y lenta costumbre de intimidad formada a través de años de sufrimiento y paciencia. Quizás el alma humana necesite excursiones y no haya que negárselas. Pero lo que define una excursión es que luego se vuelve a casa.
—¿Y no te importaría con qué hombre tuviera el hijo? —preguntó ella.
—No, Connie, me fiaría de tu instinto natural de decencia y selección. Tú no permitirías que te tocara un individuo inadecuado.
¡Ella pensó en Michaelis! Correspondía absolutamente a la idea que tenía Clifford del individuo inadecuado.
—Pero hombres y mujeres tienen ideas diferentes sobre los individuos inadecuados —dijo ella.
—No —contestó él—. Tú me quieres. No creo que pudieras querer nunca a un hombre que me fuera puramente antipático. Tu ritmo no te lo permitiría.
Ella estaba callada. Aquella lógica podía no tener respuesta por ser tan absolutamente equivocada.
—¿Y esperarías que yo te lo contara? —preguntó, mirándole casi furtivamente.
—En absoluto. Preferiría no saberlo… Pero estás de acuerdo conmigo, ¿no?, en que el sexo momentáneo no es nada si se compara con toda una vida vivida juntos. ¿No crees que uno puede subordinar la cosa del sexo a las necesidades de una larga vida? ¿Utilizarlo, puesto que nos vemos forzados a hacerlo? Después de todo, ¿qué importan estas excitaciones momentáneas? ¿No es cierto que el único problema de la vida es la lenta construcción de una personalidad integral a través de los años?, ¿vivir una vida donde todo tenga su sitio? Una vida inconexa no tiene sentido. Si la falta de sexo va a acabar desquiciándote, sería mejor entonces que tuvieras una aventura amorosa. Si la falta de un hijo va a acabar desquiciándote, ten entonces un hijo si es posible. Pero haz esas cosas sólo para llegar a una vida integral que se convierta en un todo armónico. Y tú y yo podemos hacer eso juntos…, ¿no crees?…, si nos adaptamos a las necesidades y al mismo tiempo hacemos que esa adaptación se integre en un todo con la vida que ya hemos vivido. ¿No te parece?