Chino. Pertenece a esa minoría financiera de origen chino que posee toda la inmobiliaria popular de la colonia. El es quien aquel día cruzaba el Mekong en dirección a Saigón.
Entra en el coche negro. La portezuela vuelve a cerrarse. Una angustia apenas experimentada se presenta de repente, una fatiga, la luz en el río que se empaña, pero apenas. Una sordera muy ligera también, una niebla, por todas partes.
Nunca más haré el viaje en el autocar destinado a los indígenas. En lo sucesivo, tendré a mi disposición una limusina para ir al instituto y para devolverme al pensionado. Cenaré en los locales más elegantes de la ciudad. Y seguiré ahí, lamentándome de todo lo que haga, de todo lo que deje, de todo lo que tome, tanto lo bueno como lo malo, el autocar, el chófer del autocar con quien me reía, las viejas mascadoras de tabaco de betel en los asientos traseros, los niños en el portaequipajes, la familia de Sadec, el horror de la familia de Sadec, su silencio genial.
El hablaba. Decía que echaba de menos París, a los adorables parisinos, las juergas, las fiestas, ah la la, la Coupole, la Rotonde, prefiero la Rotonde, las salas de fiesta nocturnas, esa existencia "bárbara" que había llevado durante dos años. Ella escuchaba, atenta a los datos de su discurso que desembocaban en la riqueza, que pudieran dar una indicación acerca de la cuantía de los millones. El hombre seguía contando. Su madre había muerto, era hijo único. Sólo le quedaba el padre poseedor del dinero. Pero usted ya sabe lo que es eso, está clavado a su pipa de opio frente al río desde hace diez años, administra su fortuna desde su cama de campaña. Ella dice que comprende.
No aceptará el matrimonio de su hijo con la putilla blanca del puesto de Sadec.
La imagen arranca de mucho antes de que el hombre haya abordado a la niña blanca cerca de la borda, en el momento en que ha bajado de la limusina negra, cuando ha empezado a acercársele, y ella, ella lo sabía, sabía que él tenía miedo.
Desde el primer instante sabe algo así: que el hombre está en sus manos. Por tanto, otros, aparte de él, podrían también estar en sus manos si la ocasión lo permitiera. También sabe algo más: que, en lo sucesivo, ha llegado ya sin duda el momento en que ya no puede escapar a ciertas obligaciones que tiene para consigo misma. Y que la madre no debe enterarse de nada, ni los hermanos, lo sabe también ese día. Desde que ha entrado en el coche negro, lo ha sabido, está al margen de esa familia por primera vez y para siempre. Desde ahora no deben saber nada de lo que ocurra. Que se la quiten, que se la lleven, que se la hieran, que se la arruinen, ellos no deben enterarse. Ni la madre, ni los hermanos. Esa será, en lo sucesivo, su suerte. Es ya como para llorar en la limusina negra.
La niña ahora tendrá que vérselas con ese hombre, el primero, el que se ha presentado en el transbordador.
Ocurrió muy pronto aquel día, un jueves. Cada día iba a buscarla al instituto para llevarla al pensionado. Y luego una vez fue al pensionado un jueves por la tarde. La llevó en el automóvil negro.
Es en Cholen. Es en dirección opuesta a los bulevares que conectan la ciudad china con el centro de Saigón, esas grandes vías a la americana surcadas de tranvías, cochecillos chinos tirados por un hombre, autobuses. Es por la tarde, pronto. Ha escapado al paseo obligatorio de las chicas del pensionado.
Es un apartamento en el sur de la ciudad. El lugar es moderno, diríase que amueblado a la ligera, con muebles modern style. El hombre dice: no he elegido yo los muebles. Hay poca luz en el estudio. Ella no le pide que abra las persianas. Se encuentra sin sentimientos definidos, sin odio, también sin repugnancia, sin duda se trata ya del deseo. Lo ignora. Aceptó venir en cuanto él se lo pidió la tarde anterior. Está donde es preciso que esté, desterrada. Experimenta un ligero miedo. Diríase, en efecto, que eso debe corresponder no sólo a lo que esperaba sino también a lo que debía suceder precisamente en su caso. Está muy atenta al exterior de las cosas, a la luz, al estrépito de la ciudad en el que la habitación está inmersa. El tiembla. Al principio la mira como si esperara que hablara, pero no habla. Entonces, él tampoco se mueve, no la desnuda, dice que la ama con locura, lo dice muy quedo. Después se calla. Ella no le responde. Podría responder que no lo ama. No dice nada. De repente sabe, allí, en aquel momento, sabe que él no la conoce, que no la conocerá nunca, que no tiene los medios para conocer tanta perversidad. Ni de dar tantos y tantos rodeos para atraparla, nunca lo conseguirá. Es ella quien sabe. Sabe. A partir de su ignorancia respecto a él, de repente sabe: le gustaba ya en el transbordador. El le gusta, el asunto sólo dependía de ella.
Le dice: preferiría que no me amara. Incluso si me ama, quisiera que actuara como acostumbra a hacerlo con las mujeres. La mira como horrorizado, le pregunta: ¿quiere? Dice que sí. El ha empezado a sufrir ahí, en la habitación, por primera vez, ya no miente sobre esto. Le dice que ya sabe que nunca le amará. Le deja hablar. Al principio ella dice que no sabe. Luego lo deja hablar.
Dice que está solo, atrozmente solo con este amor que siente por ella. Ella le dice que también está sola. No dice con qué. El dice: me ha seguido hasta aquí como si hubiera seguido a otro cualquiera. Ella responde que no puede saberlo, que nunca ha seguido a nadie a una habitación. Le dice que no quiere que le hable, que lo que quiere es que actúe como acostumbra a hacerlo con las mujeres que lleva a su piso. Le suplica que actúe de esta manera.
Le ha arrancado el vestido, lo tira, le ha arrancado el slip de algodón blanco y la lleva hasta la cama así desnuda. Y entonces se vuelve del otro lado de la cama y llora. Y lenta, paciente, ella lo atrae hacia sí y empieza a desnudarlo. Lo hace con los ojos cerrados, lentamente. El intenta moverse para ayudarla. Ella pide que no se mueva. Déjame. Le dice que quiere hacerlo ella. Lo hace. Le desnuda. Cuando se lo pide, el hombre desplaza su cuerpo en la cama, pero apenas, levemente, como para no despertarla.
La piel es de una suntuosa dulzura. El cuerpo. El cuerpo es delgado, sin fuerza, sin músculos, podría haber estado enfermo, estar convalesciente, es imberbe, sin otra virilidad que la del sexo, está muy débil, diríase estar a merced de un insulto, dolido. Ella no lo mira a la cara. No lo mira. Lo toca. Toca la dulzura del sexo, de la piel, acaricia el color dorado, la novedad desconocida. El gime, llora. Está inmerso en un amor abominable.
Y llorando, él lo hace. Primero hay dolor. Y después ese dolor se asimila a su vez, se transforma, lentamente arrancado, transportado hacia el goce, abrazado a ella.
El mar, informe, simplemente incomparable.
La imagen, ya en el transbordador, habría participado de esta imagen, adelantándose.
La imagen de la mujer de las medias zurcidas ha cruzado por la habitación. Al final, aparece como niña. Los hijos lo sabían ya. La hija todavía no. Nunca hablarán juntos de la madre, de ese conocimiento que poseen y que les separa de ella, de ese conocimiento decisivo, último, el de la infancia de la madre.
La madre no conoció el placer.
No sabía que se sangraba. Me pregunta si duele, digo no, dice que se siente feliz.
Seca la sangre, me lava. Le miro hacer. Insensiblemente vuelve, se vuelve otra vez deseable. Me pregunto cómo he tenido el valor de ir al encuentro de lo prohibido por mi madre. Con esa calma, esa determinación. Cómo he llegado a ir "hasta el final de la idea".
Nos miramos. Besa mi cuerpo. Me pregunta por qué he venido. Digo que debía hacerlo, que era como si se tratara de una obligación. Es la primera vez que hablábamos. Le hablo de la existencia de mis dos hermanos. Le digo que no tenemos dinero. Nada más. Conoce al hermano mayor, se lo ha encontrado en los fumaderos del puesto. Digo que ese hermano roba a mi madre para ir a fumar, que roba a los criados, y que a veces los encargados de los fumaderos van a reclamar el dinero a mi madre. Le hablo de las dificultades. Digo que mi madre se va a morir, que eso ya no puede durar. Que la muerte muy próxima de mi madre debe estar también en correlación con lo que hoy me ha sucedido.
Descubro que le deseo.
Me compadece, le digo que no, que no soy digna de compasión, que nadie lo es, salvo mi madre. Me dice: has venido porque tengo dinero. Digo que le deseo así, con su dinero, que cuando le vi ya estaba en ese coche, en ese dinero, y que no puedo pues saber qué hubiera hecho si hubiese sido de otra manera. Dice: me gustaría llevarte conmigo, que nos marcháramos. Digo que todavía no podría dejar a mi madre sin morirme de pena. Dice que, decididamente, no ha tenido suerte conmigo, pero que al menos me dará dinero, que no tengo por qué preocuparme. Se ha tendido otra vez. Nos callamos de nuevo.
El ruido de la ciudad es intenso, en el recuerdo es el sonido de una película pero demasiado alto, que ensordece. Lo recuerdo perfectamente, en la habitación hay poca luz, no se habla, está envuelta por el estrépito continuo de la ciudad, embarcada en la ciudad, en el tren de la ciudad. En las ventanas no hay cristales, hay cortinillas y persianas. En las cortinillas se ven las sombras de la gente que circula al sol de las aceras. Esas multitudes son enormes. Las sombras están regularmente estriadas por las rendijas de las persianas. Los taconeos de los zuecos de madera golpean la cabeza, las voces son estridentes, el chino es una lengua que se grita como siempre imagino las lenguas de los desiertos, es una lengua increíblemente extraña.
Afuera el día toca a su fin, se sabe por el rumor de las voces y el ruido de los pasos cada vez más numerosos, cada vez más confusos. Es una ciudad de placer que está en pleno apogeo por la noche. Y la noche empieza ahora con la puesta del sol.
La cama está separada de la ciudad por esas persianas de rendija, esa cortinilla de algodón. Ningún material duro nos separa de la gente. Los demás ignoran nuestra existencia. Nosotros percibimos algo de las suyas, el conjunto de sus voces, de sus movimientos, como una sirena que emitiera un clamor entrecortado, triste, sin eco. Los olores de caramelo llegan a nuestra habitación, el de cacahuetes tostados, el de sopa china, de carnes asadas, de hierbas, de jazmín, de ceniza, de incienso, de fuego de leña, el fuego se transporta aquí en cestos, se vende en las calles, el aroma de la ciudad es el de los pueblos del campo, de la selva.
De repente le vi en una bata negra. Estaba sentado, bebía un whisky, fumaba.
Me dijo que me había dormido, que se había duchado. Apenas sentí la llegada del sueño. Encendió una lámpara, en una mesa baja.
Es un hombre que tiene hábitos, pienso de repente respecto a él, debe venir relativamente a menudo a esta habitación, es un hombre que debe hacer mucho el amor, es un hombre que tiene miedo, debe hacer mucho el amor para luchar contra el miedo. Le digo que me gusta la idea de que tenga a muchas mujeres, de que yo esté entre esas mujeres, confundida. Nos miramos. Comprende lo que acabo de decir. La mirada alterada de repente, falsa, sorprendida en el mal, la muerte.
Le digo que se acerque, que tiene que empezar otra vez. Se acerca. Huele bien el cigarrillo inglés, el perfume caro, huele a miel, su piel ha adquirido a la fuerza el olor de la seda, el afrutado del tusor de seda, el del oro, es deseable. Le hablo de ese deseo de él. Me dice que espere. Me habla, dice que enseguida supo, ya desde la travesía del barco, que yo sería así después de mi primer amante, que amaría el amor, dice que ya sabía que le engañaría y que también engañaría a todos los hombres con los que estaría. Dice que, en lo que a él respecta, ha sido el instrumento de su propia desdicha. Me siento feliz con todo lo que me vaticina y se lo digo. Se vuelve brutal, su sentimiento es desesperado, se arroja encima de mí, come los pechos infantiles, grita, insulta. Cierro los ojos a un placer tan intenso. Pienso: lo tiene por costumbre, eso es lo que hace en la vida, el amor, sólo eso. Las manos son expertas, maravillosas, perfectas. He tenido mucha suerte, es evidente, es como un oficio que tiene, sin saberlo tiene el saber exacto de lo que hay que hacer, de lo que hay que decir. Me trata de puta, de cochina, me dice que soy su único amor, y eso es lo que debe decir. Y eso es lo que se dice cuando se deja hacer lo que se dice, cuando se deja hacer al cuerpo y buscar y encontrar y tomar lo que él quiere, y todo es bueno, no hay desperdicios, los desperdicios se recubren, todo es arrastrado por el torrente, por la fuerza del deseo.
El ruido de la ciudad resulta tan próximo, tan cercano, que se oye su roce contra la madera de las persianas. Se oye como si atravesaran la habitación. Acaricio su cuerpo en ese ruido, en ese paso. El mar, la inmensidad que se recoge, se aleja, vuelve.
Le había pedido que lo hiciera otra vez y otra. Que me lo hiciera. Lo había hecho. Lo había hecho en la untuosidad de la sangre. Y, en efecto, había sido hasta morir. Y ha sido para morirse.
Ha encendido un cigarrillo y me lo ha dado. Y muy quedo, contra mi boca, me ha hablado.
También yo, muy queda, le he hablado.
Como no sabe decirlo por sí mismo, lo digo yo en su lugar, porque no sabe que lleva en sí mismo una elegancia cardinal, lo digo yo en su lugar.
Ahora anochece. Me dice que toda mi vida recordaré esa tarde, incluso cuando haya olvidado su rostro, su nombre. Pregunto si recordaré la casa. Me dice: mírala bien. La miro. Digo que es como todas. Me dice que así es, sí, como siempre.
Aún puedo volver a ver el rostro, y recuerdo el nombre. Veo aún las paredes blanqueadas, la cortinilla de lona que da a la cocina, la otra puerta en forma de arcada que conduce a la otra habitación y a un jardín descubierto —las plantas mueren de calor— rodeado de balaustradas azules como la enorme quinta de Sadec de terrazas escalonadas que da al Mekong.
Es un lugar de desamparo, naufragado. Me pide que le diga en qué pienso. Le digo que pienso en mi madre, que me matará si se entera de la verdad. Veo que hace un esfuerzo y, después, dice, dice que comprende lo que mi madre quiere decir, dice: esa deshonra. Dice que no podría soportar la idea en caso de matrimonio. Le miro. Me mira a su vez, se excusa con orgullo. Dice: soy chino. Nos sonreímos. Le pregunto si es normal estar tan tristes como estamos. Dice que es debido a que hemos hecho el amor durante el día, en el momento álgido del calor. Dice que después siempre es terrible. Sonríe. Dice: tanto si se ama como si no se ama, siempre es terrible. Dice que pasará con la noche, tan pronto como llegue la noche. Digo que no sólo es debido a haberlo hecho durante el día, que se equivoca, que estoy inmersa en una tristeza que ya esperaba y que sólo procede de mí. Que siempre he sido triste. Que también percibo esa tristeza en las fotos en las que aparezco siendo niña. Que hoy esta tristeza, aun reconociendo que se trata de la misma que siempre he sentido, se me parece tanto que casi podría darle mi nombre. Hoy, le digo, esta tristeza es un bienestar, el de haber caído, por fin, en una desgracia que mi madre anuncia desde siempre cuando clama en el desierto de su vida. Le digo: no comprendo exactamente lo que mi madre dice, pero sé que esta habitación es lo que yo esperaba. Hablo sin esperar respuesta. Le digo que mi madre grita lo que cree como los enviados de Dios. Grita que no hay que esperar nada, nunca, ni de ninguna persona, ni de ningún Estado ni de ningún Dios. Mientras hablo, me mira, no me quita ojo, mientras hablo mira mi boca, estoy desnuda, me acaricia, quizá no escucha, no sé. Digo que no hago ninguna cuestión personal de la desgracia en la que me encuentro. Le cuento simplemente lo difícil que es comer, vestirse, en suma, vivir, tan sólo con el salario de mi madre. Cada vez me cuesta más hablar. Dice: ¿cómo os arregláis? Le digo que estábamos afuera, que la pobreza había derruido los muros familiares, que nos habíamos encontrado todos fuera de casa, haciendo cada cual lo que quería. Éramos unos desvergonzados. Por eso estoy aquí contigo. El está encima de mí, entra otra vez. Nos quedamos así, clavados, gimiendo en el clamor de la ciudad aún exterior. Aún la oímos. Y después dejamos de oírla.