El Amante (2 page)

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Authors: Marguerite Duras

Tags: #Drama, Clasico

BOOK: El Amante
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Es, pues, durante la travesía de un brazo del Mekong en el transbordador que se halla entre Vinhlong y Sadec en la gran planicie de barro y de arroz del sur de la Conchinchina, la de los Pájaros.

Me apeo del autocar. Me acerco a la borda. Miro el río. Mi madre, a veces, me dice que nunca, en toda mi vida, volveré a ver ríos tan hermosos como éstos, tan grandes, tan salvajes, el Mekong y sus brazos que descienden hacia los océanos, esos terrenos de agua que van a desaparecer en las cavidades del océano. En la planicie hasta perderse de vista, esos ríos, fluyen deprisa, se derraman como si la tierra se inclinara.

Siempre me apeo del autocar al llegar cerca del transbordador, por la noche también, porque siempre tengo miedo, tengo miedo de que los cables cedan, de que seamos arrastrados hacia el mar. En la tremenda corriente contemplo el último instante de mi vida. La corriente es tan fuerte que lo arrastraría todo, incluso piedras, una catedral, una ciudad. Hay una tempestad que ruge en el interior de las aguas del río. Del viento que se debate.

Llevo un vestido de seda natural, usado, casi transparente. Con anterioridad fue un vestido de mi madre, un día dejó de ponérselo porque lo consideraba demasiado claro, me lo dio. Es un vestido sin mangas, muy escotado. Tiene ese lustre que adquiere la seda natural con el uso. Recuerdo ese vestido. Creo que me sienta bien. Le puse un cinturón de cuero en la cintura, quizás un cinturón de mis hermanos. No recuerdo qué zapatos llevaba en esa época, sólo algunos vestidos. La mayor parte del tiempo voy con los pies desnudos en sandalias de lona. Me refiero a la época anterior al colegio de Saigón. A partir de ese momento siempre llevo zapatos, por supuesto. Ese día debo llevar el famoso par de tacones altos de lamé dorado.

No se me ocurre qué otros podría llevar ese día, o sea que los llevo. Rebajas rebajadas que compró mi madre. Llevo esos lamés dorados para ir al instituto. Voy al instituto con zapatos de noche ornados con adornillos de lustrina. Por capricho. Sólo me soporto con ese par de zapatos y aún ahora me gusto así, esos tacones altos son los primeros de mi vida, son bonitos, han eclipsado a todos los zapatos que los han precedido, los zapatos para correr y jugar, planos, de lona blanca.

No son los zapatos la causa de que, ese día, haya algo insólito, inaudito, en la vestimenta de la pequeña. Lo que ocurre ese día es que la pequeña se toca la cabeza con un sombrero de hombre, de ala plana, un sombrero de fieltro flexible de color de palo de rosa con una ancha cinta negra.

La ambigüedad determinante de la imagen radica en ese sombrero.

He olvidado cómo llegó a mis manos. No se me ocurre quién pudo dármelo. Creo que fue mi madre quien me lo compró y a instancias mías. Única certeza: era una rebaja rebajada. ¿Cómo explicar esa compra? Ninguna mujer, ninguna chica lleva un sombrero de fieltro, de hombre, en la colonia en esa época. Ninguna mujer nativa tampoco. Eso es lo que debió ocurrir: debí probarme el sombrero, en broma, sin más, me miré en el espejo del vendedor. Y vi: bajo el sombrero de hombre, la delgadez ingrata de la silueta, ese defecto de la infancia, se convirtió en otra cosa. Dejó de ser un elemento brutal, fatal, de la naturaleza. Se convirtió, por el contrario, en una opción contradictoria de ésta, una opción del espíritu. De repente, se hizo deseable. De repente me veo como otra, como otra sería vista, fuera, puesta a disposición de todos, puesta a disposición de todas las miradas, puesta en la circulación de las ciudades, de las carreteras, del deseo. Cojo el sombrero, ya no me separo de él, tengo eso, ese sombrero que me hace enteramente suya, ya no lo abandono. Con los zapatos debió de suceder lo mismo, pero después del sombrero. No casan con el sombrero, como tampoco el sombrero casa con el cuerpo escuchimizado, pero me gustan. Tampoco los abandono, voy a todas partes con esos zapatos, ese sombrero, fuera, a todas horas, en cualquier ocasión, voy por la ciudad.

Encontré una fotografía de mi hijo a los veinte años. Está en California con sus amigas Erika y Elisabeth Lennard. Es delgado, tanto que diríase también él un ugandés blanco. Observé en él una sonrisa arrogante, la expresión un poco burlona. Quiere adoptar una imagen desmadejada de joven vagabundo. Se gusta así, pobre, con esa pinta de pobre, esa facha de joven flaco. Esta foto es la que más se aproxima a la que no se hizo a la joven del transbordador.

Ella fue quien compró el sombrero rosa de ala plana con una ancha cinta negra, ella, esa mujer de determinada foto, es mi madre. La reconozco mejor ahí que en fotos más recientes. Es el patio de una casa en el Pequeño Lago de Hanoi. Estamos juntos, ella y nosotros, sus hijos. Tengo cuatro años. Mi madre está en el centro de la imagen. Conozco perfectamente su incomodidad, su sonrisa ausente, sus ganas de que la foto acabe. Por su cara cansada, por cierto desorden en su vestimenta, por la somnolencia de su mirada, sé que hace calor, que está agotada, que se aburre. Pero es la manera de ir vestidos nosotros, sus hijos, como pobres, donde noto un cierto estado en el que mi madre caía a veces y del que ya, a la edad que teníamos en la foto, conocíamos las señales precursoras, ese modo, precisamente, que de repente tenía de no poder lavarnos, de no poder vestirnos, y a veces incluso de no poder alimentarnos. Mi madre pasaba cada día por esa tremenda desgana de vivir. A veces duraba, a veces desaparecía con la noche. He tenido la suerte de tener una madre desesperada por un desespero tan puro que incluso la dicha de vivir, por intensa que fuera, a veces, no llegaba a distraerla por completo. Lo que siempre ignoré es la clase de hechos concretos que cada día la obligaban a abandonarnos de ese modo. Esa vez, quizá fuera la tontería que acababa de cometer, esa casa que acababa de comprar —la de la fotografía— que no necesitábamos y eso cuando mi padre estaba ya muy enfermo, tan a punto de morir, al cabo de pocos meses. ¿Acaso acababa de enterarse que también ella, a su vez, estaba enferma del mismo mal del que él moriría? Las fechas coinciden. Lo que ignoro, igual que debía de ignorarlo ella, es la naturaleza de las evidencias que la asaltaban y que hacían aparecer ese desánimo. ¿Era la muerte de mi padre, ya presente, o la del día? ¿El hecho de poner en tela de juicio ese matrimonio? ¿Ese marido? ¿Esos hijos? ¿O algo más general que todo ese haber?

Era diario. De eso estoy segura. Debía de ser brutal. Esa desesperación se manifestaba en un momento dado del día. Y después seguía la imposibilidad de seguir avanzando, o el sueño, o a veces nada, u otras veces, por el contrario, las compras de casas, las mudanzas, o a veces también ese humor, sólo ese humor, ese abatimiento o, a veces, una reina, todo cuanto se le pedía, todo cuanto se le ofrecía, la casa en el lago, sin ninguna tazón, mi padre ya moribundo, o ese sombrero de ala plana, porque la pequeña lo deseaba tanto, o también esos zapatos de lame dorados. O nada, o dormir, morir.

Nunca había visto ninguna película con esas indias que llevan esos mismos sombreros de ala plana y trenzas por delante del cuerpo. Ese día también yo llevo trenzas, no las he recogido como hago normalmente, pero no son iguales. Llevo dos largas trenzas delante de mi cuerpo como esas mujeres de las películas que nunca he visto, pero son trenzas de niña. Desde que tengo el sombrero, para poder ponérmelo, ya no recojo mis cabellos. Desde hace algún tiempo me estiro el cabello, lo peino hacia atrás, me gustaría que fuera lacio, que se viera menos. Cada noche lo peino y antes de acostarme rehago mis colas tal como mi madre me enseñó. Mis cabellos son abundantes, flexibles, dolorosos, una mata cobriza que me llega a la cintura. Con frecuencia me dicen que es lo más bonito que tengo y yo pienso que eso significa que no soy guapa. Me haré cortar esa extraordinaria melena en París, a los veintitrés años, cinco años después de haber dejado a mi madre. Dije: corte. Cortó. Todo de un solo gesto, para pulir la obra la fría tijera rozó la piel de la nuca. Cayó al suelo. Me preguntaron si quería llevármelo. Dije no. Después ya no me han dicho que tengo un hermoso cabello, quiero decir que ya no me lo han dicho tanto, como lo decían antes, antes de cortármelo. Después, más bien han dicho: tiene una mirada bonita. La sonrisa también, no está mal.

En el transbordador, miren, todavía las llevo. Quince años y medio. Ya voy maquillada. Uso crema Tokalon, intento disimular las pecas que tengo en la parte superior de la mejilla, debajo de los ojos. Debajo de la crema Tokalon uso polvos de color carne, marca Houbigan. Esos polvos son de mi madre que se los pone para ir a las reuniones de la Administración general. Ese día también llevo los labios pintados con carmín rojo oscuro como en aquel tiempo, cereza. No sé cómo me hice con él, quizá fue Hélène Lagonelle quien lo robara a su madre para mí, ya no lo recuerdo. No uso perfume, en casa de mi madre hay agua de colonia y jabón Palmolive.

En el transbordador, junto al autocar, hay una gran limusina negra con un chófer con librea de algodón blanca. Sí, el coche mortuorio de mis libros. Es el Morris Léon-Bollée. El Lancia negro de la embajada de Francia en Calcuta aún no ha hecho su entrada en la literatura.

Entre los chóferes y los señores aún hay cristales correderos. Aún hay asientos plegables. Aún es amplio como una habitación. En la limusina hay un hombre muy elegante que me mira. No es un blanco. Viste a la europea, lleva el traje de tusor blanco propio de los banqueros de Saigón. Me mira. Ya estoy acostumbrada a que me miren. Miran a las blancas de las colonias, y a las niñas blancas de doce años también. Desde hace tres años los blancos también me miran por las calles y los amigos de mi madre me piden amablemente que vaya a merendar a su casa a la hora en que sus mujeres juegan a tenis en el Club Deportivo.

Podría engañarme, creer que soy hermosa como las mujeres hermosas, como las mujeres miradas, porque realmente me miran mucho. Pero sé que no es cuestión de belleza sino de otra cosa, por ejemplo, sí, de otra cosa, por ejemplo, de carácter. Parezco lo que quiero parecer, incluso hermosa si es eso lo que quieren que sea, hermosa, o bonita, bonita por ejemplo para la familia, solamente para la familia no, puedo convertirme en lo que quieran que sea. Y creerlo. Creer, además, que soy encantadora. En cuanto lo creo, se convierte en realidad para quienes me ven y desean que sea de una manera acorde con sus gustos, también lo sé. Así, puedo ser encantadora, a conciencia, incluso si estoy atormentada por la estocada a muerte de mi hermano. Para la muerte, una sola cómplice: mi madre. Empleo la palabra encantadora como la empleaban a mi alrededor, alrededor de los niños.

Ya estoy advertida. Sé algo. Sé que no son los vestidos lo que hacen a las mujeres más o menos hermosas, ni los tratamientos de belleza, ni el precio de los potingues, ni la rareza, el precio de los atavíos. Sé que el problema está en otra parte. No sé dónde. Sólo sé que no está donde las mujeres creen. Miro a las mujeres por las calles de Saigón, en los puestos de la selva. Las hay muy hermosas, muy blancas, prestan gran cuidado a su belleza, aquí, sobre todo en los puestos de la selva. No hacen nada, sólo se reservan, se reservan para Europa, los amantes, las vacaciones en Italia, los largos permisos de seis meses, cada tres años, durante los que podrán por fin hablar de lo que sucede aquí, de esta existencia colonial tan particular, del servicio de esa gente, de los criados, tan perfecto, de la vegetación, de los bailes, de estas quintas blancas, grandes como para perderse en ellas, donde habitan los funcionarios durante sus remotos destinos. Ellas esperan. Se visten para nada. Se contemplan. En la penumbra de esas quintas se contemplan para más tarde, creen vivir una novela, ya tienen los amplios roperos llenos de vestidos con los que no saben qué hacer, coleccionados como el tiempo, la larga sucesión de días de espera. Algunas se vuelven locas. Algunas son abandonadas por una joven criada que se calla. Abandonadas. Se oye cómo la palabra las alcanza, el ruido que hace, el ruido de la bofetada que da. Algunas se matan.

Ese faltar de las mujeres a sí mismas ejercido por ellas mismas siempre lo he considerado un error.

No se trataba de atraer al deseo. Estaba en quien lo provocaba o no existía. Existía ya desde la primera mirada o no había existido nunca. Era el entendimiento inmediato de la relación sexual o no era nada. Eso también lo sabía antes del
experiment..

Sólo Hélène Lagonelle escapaba a la ley del error. Rezagada en la infancia.

Durante mucho tiempo no tengo vestidos propios. Mis vestidos son una especie de saco, están hechos con viejos vestidos de mi madre que son a su vez una especie de sacos. Excepto los que mi madre ha hecho hacerme por Dô. Es la criada que nunca abandonará a mi madre, ni siquiera cuando ésta regrese a Francia, ni cuando mi hermano mayor intente violarla en la casa de funcionario de Sadec, ni cuando no cobre. Dô se educó con las monjas, borda y plisa, cose a mano como ya nadie cose desde hace siglos, con agujas finas como cabellos. Como borda, mi madre le hace bordar sábanas, como plisa, mi madre le hace hacerme vestidos con pliegues, vestidos con volantes, los llevo como si llevara sacos, están pasados de moda, siempre infantiles, dos series de pliegues por delante y cuellecito redondo, o volantes ribeteados para aparentar "alta costura". Llevo esos vestidos al igual que si fueran sacos con cinturones que los deforman, entonces se eternizan.

Quince años y medio. El cuerpo es delgado, casi enclenque, los senos aún de niña, maquillada de rosa pálido y de rojo. Y además esa vestimenta que podría provocar la risa pero de la que nadie se ríe. Sé perfectamente que todo está ahí. Todo está ahí y nada ha ocurrido aún, lo veo en los ojos, todo está ya en los ojos. Quiero escribir. Ya se lo he dicho a mi madre: lo que quiero hacer es escribir. La primera vez, ninguna respuesta. Y luego ella pregunta: ¿escribir qué? Digo libros, novelas. Dice con dureza: después de las oposiciones de matemáticas, si quieres, escribe, eso no me importa. Está en contra, escribir no tiene mérito, no es un trabajo, es un cuento —más tarde me dirá: una fantasía infantil.

La pequeña del sombrero de fieltro aparece a la luz fangosa del río, sola en el puente del transbordador, acodada en la borda. El sombrero de hombre colorea de rosa toda la escena. Es el único color. Bajo el sol brumoso del río, el sol del calor, las orillas se difuminan, el río parece juntarse con el horizonte. El río fluye sordamente, no hace ningún ruido, la sangre en el cuerpo. Fuera del agua no hace viento. El motor del transbordador, el único ruido de la escena, el de un viejo motor descuajaringado con las bielas fundidas. De vez en cuando, a ligeras ráfagas, rumor de voces. Y después los ladridos de los perros, llegan de todas partes, de detrás de la niebla, de todos los pueblos. La pequeña conoce al barquero desde que era niña. El barquero le sonríe y le pregunta por la señora directora. Dice que la ve pasar a menudo, por las noches, que ella va con frecuencia a la concesión de Camboya. La madre está bien, dice la pequeña. Alrededor del transbordador, el río llega a ras de borda, sus aguas en movimiento atraviesan las aguas estancadas de los arrozales, no se mezclan. Ha arrastrado todo lo que ha encontrado desde el Tonlesap, la selva camboyana. Arrastra todo lo que le sale al paso, chozas de paja, selvas, incendios extinguidos, pájaros muertos, perros muertos, tigres, búfalos, ahogados, hombres ahogados, cebos, islas de jacintos de agua aglutinadas, todo va hacia el Pacífico, nada tiene tiempo de hundirse, todo es arrastrado por la tempestad profunda y vertiginosa de la corriente interior, todo queda en suspenso en la superficie de la fuerza del río.

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