La toma como tomaría a su niña. Tomaría a su niña de la misma manera. Juega con el cuerpo de su niña, le da vuelta, se cubre con ella el rostro, la boca, los ojos. Y la pequeña, la pequeña sigue abandonándose en la dirección exacta que él ha emprendido cuando ha empezado a jugar. Y de pronto es ella quien le suplica, sin decir qué, y el hombre, el hombre le grita que se calle, grita que ya no quiere saber nada de ella, que no quiere gozarla, y helos de nuevo atornillados entre sí, prisioneros entre sí en el espanto, y hete aquí que este espanto vuelve a diluirse, que se le entregan, entre lágrimas, desespero y felicidad.
Callan a lo largo de la noche. En el coche negro que la lleva al pensionado apoya la cabeza en su hombro. El la abraza. Le dice que está bien que el barco de Francia llegue pronto y se la lleve y los separe. Callan durante el trayecto. A veces el hombre le pide al chófer que vaya a lo largo del río para dar una vuelta. Se duerme, extenuada, contra él. La despierta con sus besos.
En el dormitorio la luz es azul. Hay un olor a incienso, siempre lo queman a la hora del crepúsculo. El calor está estancado, todas las ventanas están abiertas de par en par y no hay ni un soplo de aire. Me quito los zapatos para no hacer ruido pero estoy tranquila, sé que la vigilanta no se levantará, que ahora me está permitido llegar a la hora que quiera. Voy enseguida a ver el sitio que ocupa H. L., siempre con un poco de inquietud, siempre con el temor de que se haya escapado del pensionado durante el día. Está. H. L. duerme profundamente. Tengo el recuerdo de un sueño entrecortado, casi hostil. De rechazo. Sus brazos desnudos rodean la cabeza, abandonados. El cuerpo no está correctamente acostado como el de las otras chicas, sus piernas están dobladas, el rostro no se ve, la almohada ha resbalado. Adivino que estuvo esperándome y que después se durmió así, llena de impaciencia, de rabia. También debió de llorar y después cayó en el abismo. Me gustaría despertarla y hablar, las dos juntas, en voz baja. Con el hombre de Cholen ya no hablo, ya no habla conmigo, necesito oír las preguntas de H. L. Posee esta incomparable delicadeza de la gente que no entiende lo que se les dice. Pero despertarla no es posible. Una vez despertada así, en plena noche, H. L. ya no puede dormirse de nuevo. Se levanta, tiene ganas de salir, lo hace, baja las escaleras, avanza por los pasillos, por los grandes patios vacíos, corre, me llama, se siente tan feliz, nada se puede contra eso, y cuando se la castiga sin paseo, se sabe que eso es lo que espera. Dudo, y luego no, no la despierto. Bajo la mosquitera el calor es sofocante, al cerrarla de nuevo parece imposible que pueda soportarse. Pero sé que es porque llego de fuera, de las orillas del río donde siempre hace fresco por la noche. Estoy acostumbrada, no me muevo, espero a que pase. Pasa. Nunca me duermo enseguida, a pesar de las nuevas fatigas en mi vida. Pienso en el hombre de Cholen. Debe de estar en una sala de fiestas, cerca de la Source, con su chófer, deben de beber en silencio, beben licor de arroz cuando están juntos, mano a mano. O bien ha regresado a casa, se ha dormido a la luz de la habitación, siempre sin hablar con nadie. Esa noche ya no puedo soportar pensar en el hombre de Cholen. Ya no puedo soportar pensar en H. L. Diríase que poseen una vida colmada, que eso les viene del exterior de sí mismos. Diríase que no tengo nada parecido. La madre dice: nunca estará contenta de nada. Creo que mi vida ha empezado a mostrárseme. Creo que ya sé decírmelo, tengo vagamente ganas de morir. Ya no vuelvo a separar esa palabra de mi vida. Creo que tengo, vagamente, ganas de estar sola e incluso me doy cuenta de que ya no estoy sola desde que dejé la infancia, la familia del Cazador. Escribiré libros. Eso es lo que vislumbro más allá del instante, en el gran desierto bajo cuyos trazos se me aparece la amplitud de mi vida.
Ya no sé cuáles eran las palabras del telegrama de Saigón. Si se decía que mi hermano menor había fallecido o si decían: ha sido llamado por Dios. Creo recordar que había sido llamado por Dios. La evidencia me invadió: ella no pudo haber enviado el telegrama. El hermano pequeño. Muerto. Primero resulta ininteligible y después, bruscamente, de todas partes, del fondo del mundo, llega el dolor, el dolor me revistió, me arrebató, no reconocía nada, dejé de existir salvo para el dolor, no sabía cuál, si era el de haber perdido un niño unos meses antes de lo que correspondía o si se trataba de un dolor nuevo. Ahora creo que se trataba de un dolor nuevo, a mi hijo muerto al nacer nunca lo conocí y entonces no quise matarme como quería hacerlo aquí.
Se equivocaban. El error que se había cometido, en pocos segundos, se propaló por todo el universo. El escándalo estaba a la escala de Dios. Mi hermano menor era inmortal y no lo habíamos advertido. La inmortalidad había sido encubierta por el cuerpo de ese hermano mientras vivió y nosotros no comprendimos que era en aquel cuerpo donde la inmortalidad se hallaba alojada. El cuerpo de mi hermano estaba muerto. La inmortalidad había muerto con él. Y así andaba ahora el mundo, privado de ese cuerpo visitado, y de esa visita. Nos habíamos equivocado por completo. El error se propaló por todo el universo, el escándalo.
A partir del momento en que estaba muerto, él, el hermano pequeño, todo debía morir después. Y por él. La muerte, en cadena, partía de él, del niño.
El cuerpo muerto del niño en nada se resintió de los sucesos de los que era causa. No conocía el nombre de la inmortalidad que había abrigado durante veintisiete años.
Nadie comprendió excepto yo. Y a partir del momento en que alcancé ese conocimiento tan simple, a saber, que el cuerpo de mi hermano menor también era el mío, yo debía morir. Y morí. Mi hermano menor hizo que me pareciera a él, me atrajo hacia él y morí.
Habría que prevenir a la gente de esas cosas. Enseñarles que la inmortalidad es mortal, que puede morir, que ha ocurrido, que sigue ocurriendo. Que no se muestra como tal nunca, que es la duplicidad absoluta. Que no existe nunca en los pormenores sino en el principio. Que algunas personas pueden encubrir su presencia, a condición de que ignoren el hecho. Al igual que otras personas pueden detectar la presencia en esas gentes, también pueden ignorar que pueden hacerlo. Que la vida es inmortal mientras se vive, mientras está con vida. Que la inmortalidad no es una cuestión de más o menos tiempo, que no es una cuestión de inmortalidad, que es una cuestión de otra cosa que permanece ignorada. Que es tan falso decir que carece de principio y de fin como decir que empieza y termina en la vida del alma desde el momento en que participa del alma y de la prosecución del viento. Mirad las arenas muertas del desierto, el cuerpo muerto de los niños: la inmortalidad no pasa por ahí, se detiene y los esquiva.
En lo que respecta al hermano menor se trató de una inmortalidad sin tacha, sin leyenda, sin accidente, pura, de un solo alcance. El hermano menor no tenía nada que clamar en el desierto, no tenía nada que decir, ni aquí ni en ninguna parte, nada. Carecía de instrucción, nunca llegó a instruirse en nada de nada. No sabía hablar, apenas leer, apenas escribir, a veces creíamos que no sabía ni sufrir. Era alguien que no comprendía y que tenía miedo.
Ese insensato amor que le profeso sigue siendo para mí un insondable misterio. No sé por qué le quería hasta ese extremo de querer morir de su muerte. Hacía diez años que nos habíamos separado y cuando eso sucedió raramente pensaba en él, le quería, parece, para siempre y nada nuevo podía alcanzar ese amor. Yo había olvidado la muerte.
Se hablaba poco juntos, se hablaba muy poco del hermano mayor, de nuestra desdicha, de lo de la madre, de lo de la planicie. Más bien se hablaba de la caza, de carabinas, de mecánica, de coches. Montaba en cólera contra el coche cascado y me contaba, me describía los carricoches que tendría más tarde. Yo conocía todas las marcas de carabinas de caza y todas las de carricoches. También se hablaba, por supuesto, de ser devorados por los tigres a la que nos descuidáramos o de ahogarnos en el río si seguíamos nadando en las corrientes. Era dos años mayor que yo.
Ha parado el viento y bajo los árboles hay esa luz sobrenatural que sigue a la lluvia. Los pájaros gritan con todas sus fuerzas, dementes, afilan el pico contra el aire frío, lo hacen sonar en toda su amplitud de modo ensordecedor.
Los paquebotes remontan la ría de Saigón, motores parados, arrastrados por remolcadores, hasta las instalaciones portuarias que se hallan en los meandros del Mekong a su paso por Saigón. Ese meandro, ese brazo del Mekong, se llama la Rivière, la Rivière de Saigón. La escala era de ocho días. Desde el momento en que los barcos estaban en el muelle, Francia estaba allí. Se podía cenar en Francia, bailar, era demasiado caro para mi madre y además, según ella, no valía la pena, pero con él, con el amante de Cholen, se podría haber hecho. No lo hacía por miedo a ser visto con la pequeña blanca, tan joven, no lo decía, pero ella lo sabía. En aquella época, aún no muy lejana, apenas hace cincuenta años, en el mundo sólo existían los barcos para ir por el mundo entero. Grandes zonas de los continentes aún carecían de carreteras, de trenes. En centenares, miles de kilómetros cuadrados, sólo existían aún los caminos de la prehistoria. Eran los hermosos paquebotes de las Agencias Marítimas, los mosqueteros de lalínea, el Porthos, el Dartagnan, el Aramis, los que unían Indochina con Francia.
Aquel viaje duraba veinticuatro días. Los paquebotes de la línea constituían ya en sí ciudades con calles, bares, cafés, bibliotecas, salones, reuniones, amantes, matrimonios, muertes. Se formaban sociedades azarosas, forzadas, se sabía, no se olvidaba, y por eso se tornaban tolerables e, incluso a veces, inolvidables por su encanto. Eran los únicos viajes de las mujeres. Sobre todo para muchas de ellas, pero, a veces, para algunos hombres, los viajes para trasladarse a las colonias seguían siendo la verdadera aventura de la empresa. Para la madre siempre habían sido, con nuestra primera infancia, lo que ella llamaba "lo mejor de su vida".
Las partidas. Siempre las mismas partidas. Siempre las primeras partidas por mar. Separarse de la tierra siempre se había hecho con el mismo dolor y el mismo desespero, pero eso nunca había impedido partir a los hombres, los judíos, los pensadores y los viajeros puros del único viaje por mar, y eso tampoco había impedido nunca que las mujeres los dejaran partir, las mujeres que nunca partían, que se quedaban para preservar la tierra natal, la raza, los bienes, la razón de ser de su entorno. Durante siglos, los buques hicieron que los viajes fueran más lentos, más trágicos también de lo que son hoy en día. La duración del viaje cubría la extensión de la distancia de manera natural. Se estaba acostumbrado a esas lentas velocidades humanas por tierra y por mar, a esos retrasos, a esas esperas del viento, las escampadas, los naufragios, el sol, la muerte. Los paquebotes que la pequeña blanca conoció quedaban ya entre los últimos correos del mundo. Fue, en efecto, durante su juventud cuando se establecieron las primeras líneas de avión que, progresivamente, deberían privar a la humanidad de los viajes a través de los mares.
Seguíamos yendo cada día al apartamento de Cholen. El se comportaba como de costumbre, durante un tiempo se comportó como de costumbre, me duchaba con el agua de las tinajas y me llevaba a la cama. Acudía a mi lado, también se tendía pero se había quedado sin energía alguna, sin potencia alguna. Una vez fijada la fecha de la partida, incluso lejana aún, y ya no podía hacer nada con mi cuerpo. Llegó brutalmente, sin él saberlo. Su cuerpo ya no quería saber nada de la que iba a partir, a traicionar. Decía: ya no puedo hacerlo, creía que aún podría, ya no puedo. Decía que estaba muerto. Tenía una sonrisa de excusa muy dulce, decía que quizás ya no se recuperaría nunca más. Le preguntaba si lo hubiera deseado. Reía, casi, decía: no sé, en este momento quizá sí. Su dulzura sobrevivía entera en el dolor. No hablaba de este dolor, nunca dijo una palabra al respecto. A veces, su rostro temblaba, cerraba los ojos y apretaba los dientes. Pero nunca decía nada referente a las imágenes que veía detrás de los ojos cerrados. Hubiérase dicho que amaba ese dolor, que lo amaba como me había amado, muy intensamente, quizás hasta morir, y que ahora lo prefería a mí. A veces decía que quería acariciarme porque sabía que yo deseaba que lo hiciera y que quería mirarme en el momento en que el placer se produjera. Lo hacía y al mismo tiempo me miraba y me llamaba como a su hija. Se había decidido no volver a verse pero no era posible, no había sido posible. Cada tarde lo encontraba delante del instituto, en su coche negro, la cabeza vuelta de vergüenza.
Cuando la hora de la partida se acercaba, el barco lanzó tres llamadas de sirena, muy largas, de una intensidad terrible, se propalaron por toda la ciudad y el cielo, por encima del puerto, se tiñó de negro. Entonces, los remolcadores se acercaron al barco y lo arrastraron hacia el tramo central del río. Una vez hecho esto, los remolcadores soltaron amarras y regresaron al puerto. Entonces, el barco, una vez más, dijo adiós, lanzó de nuevo sus mugidos terribles y tan misteriosamente tristes que hacían llorar a la gente, no sólo a la del viaje, la que se separaba, sino también a la que había ido a mirar, la que estaba allí sin ninguna razón precisa y que no tenía a nadie en quien pensar. El barco, enseguida, muy lentamente, con sus propias fuerzas, se internó en el río. Durante mucho rato se vio su alta silueta avanzar hacia el mar. Mucha gente permanecía allí, mirándolo, haciendo señas cada vez más ralentizadas, cada vez más desalentadas, con sus chales, sus pañuelos. Y luego, por fin, la tierra se llevó la silueta del barco en su curvatura. Con tiempo despejado se le veía oscurecer lentamente.
Ella también, cuando el barco lanzó su primer adiós, cuando se levantó la pasarela y los remolcadores empezaron a arrastrarlo, a alejarlo de la tierra, también ella lloró. Lo hizo sin dejar ver sus lágrimas, porque él era chino y esa clase de amantes no debía ser motivo de llanto. Sin demostrar a su madre ni a su hermano menor que se sentía apenada, sin demostrar nada, como era habitual entre ellos. El gran coche negro estaba allí, con, delante, el chófer de blanco. Ella se hallaba un poco apartada del estacionamiento de las Agencias Marítimas, aislada. Lo había reconocido por esas señales. El iba detrás, esa forma apenas visible, que no hacía ningún movimiento, abatida. Ella estaba acodada en la borda, como la primera vez en el transbordador. Sabía que la miraba. Ella también le miraba, ya no le veía pero seguía mirando hacia la fortaleza del coche negro. Y después, al final, ya no le vio. El puerto se desdibujó y, después, la tierra.