El Aliento de los Dioses (49 page)

Read El Aliento de los Dioses Online

Authors: Brandon Sanderson

Tags: #Fantástico

BOOK: El Aliento de los Dioses
7.61Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Ah —dijo Hoid, derramando arena con la mano izquierda—. Esa sí es una historia perdida en el tiempo. El aliento puede pasar de un hombre a otro, pero el aliento, no importa cuánto, no crea a un dios. Las leyendas dicen que Dalapaz murió concediendo su aliento a su sucesor. Después de todo, ¿no puede dar un dios su vida para bendecir a otro?

—No es exactamente un signo de estabilidad mental, en mi opinión —intervino Sondeluz, haciendo un gesto para que trajeran más uvas—. No fortaleces la confianza en nuestros predecesores, maestro. Además, aunque un dios entregue su aliento eso no convierte en divino al receptor.

—Yo sólo cuento historias, divina gracia. Puede que haya verdades, puede que haya ficciones. Todo lo que sé es que las historias existen y que debo contarlas.

«Con tanto arte como sea posible», pensó Siri, viendo cómo rebuscaba en otro bolsillo y sacaba un puñado de trocitos de tierra y hierba. Dejó que todo cayera lentamente entre sus dedos.

—Hablo de fundaciones, divina gracia. Dalapaz no era un retornado corriente, pues consiguió impedir que los sinvida se volvieran salvajes. De hecho, dispersó a los fantasmas de Kalad, que formaban el grueso principal del ejército de Hallandren. Al hacerlo, dejó sin poder a su propio pueblo. Lo hizo en un esfuerzo por traer la paz. Para entonces, claro, fue demasiado tarde para Kuth y Huth. Sin embargo, los otros reinos (Pahn Kahl, Tedradel, Gys y el propio Hallandren) habían salido del conflicto… Podemos suponer algo más de este dios de dioses que pudo conseguir tanto. Tal vez hizo algo único, como dicen los sacerdotes. Tal vez dejó alguna semilla dentro de los reyes-dioses de Hallandren que les permitía pasar su poder y divinidad de padres a hijos.

«Una herencia que les daría derecho a gobernar —pensó Siri, metiéndose una uva en la boca—. Con un dios tan sorprendente como progenitor, podrían convertirse en reyes-dioses. Y lo único que podría amenazarlos sería… la familia real de Idris, que puede al parecer remontar su linaje hasta el Primer Retornado. Otra herencia divina, un desafío para el gobierno legítimo de Hallandren.»

Eso no le decía cómo habían muerto los reyes-dioses. Ni por qué algunos dioses, como el Primer Retornado, podían engendrar hijos, mientras que otros no.

—Son inmortales, ¿correcto? —preguntó.

Hoid asintió, dejando caer el resto de hierba y tierra, y pasando a un tema distinto al sacar un puñado de polvo blanco.

—En efecto, majestad. Como todos los Retornados, los reyes-dioses no envejecen. No envejecer es un don para todos los que alcanzan la Quinta Elevación.

—Pero ¿por qué ha habido cinco reyes-dioses? ¿Por qué murió el primero?

—¿Por qué fallecen los Retornados, majestad? —preguntó retóricamente Hoid.

—Porque están chalados —dijo Sondeluz.

El narrador sonrió.

—Porque se cansan. Los dioses no son como los hombres corrientes. Vuelven por nosotros, no por sí mismos, y cuando ya no pueden soportar la vida, mueren. Los reyes-dioses sólo viven el tiempo que tardan en engendrar un heredero.

Siri se sobresaltó.

—¿Eso es un hecho comprobado? —preguntó, y sintió cierto resquemor por si el comentario parecía sospechoso.

—Por supuesto, majestad. Al menos, por los narradores de historias y eruditos. Cada rey-dios ha abandonado este mundo poco después de que naciera su hijo y heredero. Es natural. Una vez llegado el heredero, el rey-dios se inquieta. Todos han buscado una oportunidad para usar su aliento en beneficio del reino. Y entonces…

Alzó una mano, chasqueó los dedos e hizo brotar un chorrito de agua que se disolvió en bruma.

—Y entonces mueren —concluyó—, dejando a su pueblo bendecido y a su heredero para que gobierne.

El grupo quedó en silencio mientras la bruma se evaporaba delante de Hoid.

—No es exactamente el tema más importante del que informar a una recién casada, maestro —advirtió Sondeluz—. ¡Decirle que su marido se aburrirá de la vida en cuanto le dé un hijo!

—No pretendo ser simpático, divina gracia —respondió Hoid, inclinando la cabeza. A sus pies, los diversos polvos, arenas y metales chispeantes fueron arrastrados por una leve brisa—. Yo sólo cuento historias. Esta es conocida por la mayoría. Pensé que a su majestad le gustaría conocerla también.

—Gracias —dijo Siri en voz baja—. Me alegro de que lo hayas hecho. Dime, ¿dónde aprendiste este… método tan inusitado de contar historias?

Hoid alzó la cabeza, sonriente.

—Lo aprendí hace muchos, muchos años, de un hombre que no sabía quién era, majestad. Fue en un lugar lejano donde se encuentran dos tierras y los dioses han muerto. Pero eso no tiene importancia.

Ella atribuyó la vaga explicación al deseo de Hoid de crearse un pasado adecuadamente misterioso y romántico. Le resultaba más interesante lo que había dicho de las muertes de los reyes-dioses.

«Así que hay una explicación oficial —pensó, con un nudo en el estómago—. Y es bastante buena. Teológicamente, tiene sentido que los reyes-dioses desaparezcan cuando han encontrado un heredero adecuado. Pero eso no explica cómo el Tesoro de Dalapaz, esa riqueza de aliento, pasa de un rey-dios a otro cuando no tienen lengua. Y no explica por qué un hombre como Susebron puede cansarse de la vida cuando parece tan entusiasmado con ella.»

La historia oficial funcionaría bien para aquellos que no conocían al rey-dios. A Siri le parecía coja. Susebron nunca haría una cosa así. Ahora no.

Sin embargo… ¿cambiarían las cosas si ella le daba un hijo? ¿Se cansaría Susebron de ella tan fácilmente?

—Tal vez deberíamos desear que el viejo Susebron muera, mi reina —dijo Sondeluz como quien no quiere la cosa, picando uvas—. Sospecho que te has visto forzada a todo esto. Si él muriera, podrías incluso volver a casa. Ningún daño causado, la gente sanada, un nuevo heredero en el trono. Todo el mundo feliz o muerto.

Los sacerdotes continuaban discutiendo abajo. Hoid hizo una reverencia, esperando permiso para marcharse.

«Feliz… o muerto.» El estómago le dio un vuelco a Siri.

—Disculpadme —dijo, poniéndose en pie—. Me gustaría caminar un poco. Gracias por tu historia, Hoid.

Y así, seguida de su séquito, Siri dejó rápidamente el pabellón, prefiriendo que Sondeluz no viera sus lágrimas.

Capítulo 33

Joyas trabajaba en silencio, ignorando a Vivenna, mientras suturaba otro punto. Las entrañas de Clod (intestinos, estómago y algunas otras cosas que Vivenna no quería identificar) yacían en el suelo junto a él, cuidadosamente recogidas y dispuestas para ser reparadas. En ese momento trabajaba con los intestinos, cosiendo con un hilo grueso especial y una aguja curva.

Era asqueroso, aunque no afectaba del todo a Vivenna, no después del shock que había vivido antes. Estaban en el escondrijo seguro. Tonk Fah había salido a explorar la casa regular para ver si Parlin estaba bien. Denth estaba en el piso de abajo, recogiendo algo.

Vivenna se había cambiado de ropa y se había puesto un vestido largo, comprado por el camino (su falda estaba sucia de barro), y estaba sentada con las piernas recogidas contra el pecho. Joyas seguía ignorándola, trabajando sobre una manta tendida en el suelo. Murmuraba para sí, todavía furiosa.

—Estúpido —mascullaba—. No puedo creer que te dejaras herir así sólo por protegerla a ella.

Herir. ¿Significaba eso algo para una criatura como Clod? Estaba despierto: Vivenna veía que tenía abiertos los ojos. ¿Qué sentido tenía coser sus entrañas? ¿Sanarían? No necesitaba comer. ¿Por qué molestarse con los intestinos? Vivenna se estremeció y apartó la mirada. Se sentía, en cierto modo, como si la hubieran desgarrado a ella. Expuesta. Para que todo el mundo la viera.

Cerró los ojos. Habían pasado horas, y todavía temblaba por haberse visto atrapada en aquel callejón, pensando que moriría de un momento a otro. ¿Qué había aprendido de sí misma cuando se vio finalmente amenazada? El recato no había significado nada: se había quitado la falda para no volver a tropezar con ella. Su cabello no había significado nada: lo ignoró en cuanto llegó el peligro. Su religión, al parecer, tampoco significaba nada. Aunque no es que hubiera podido usar el aliento, pues ni siquiera había conseguido cometer blasfemia.

—Casi me dan ganas de marcharme —murmuró Joyas—. Tú y yo. Fuera.

Clod empezó a agitarse. Vivenna abrió los ojos y vio que intentaba levantarse, aunque le colgaban las tripas.

Joyas maldijo.

—Tiéndete —susurró—. Criatura maldita por los Colores. Aullido del sol. Quédate inactivo. Aullido del sol.

Vivenna vio cómo Clod se tendía y luego dejaba de moverse. «Puede que obedezcan órdenes —pensó—. Pero no son muy listos. Intentaba marcharse, siguiendo la orden aparente de Joyas.» ¿Y qué era esa tontería que había dicho Joyas sobre el sol? ¿Era una de las frases de seguridad que había mencionado Denth?

Vivenna oyó pasos en las escaleras que conducían al sótano, y entonces la puerta se abrió y apareció Denth. Cerró la puerta, se acercó y le entregó a Joyas algo que parecía un gran odre de vino. La mujer lo cogió y volvió a su trabajo.

Él se sentó junto a Vivenna.

—Dicen que un hombre no se conoce a sí mismo hasta que se enfrenta por primera vez a la muerte —dijo con tono tranquilo—. Yo no entiendo de eso. Me parece que la persona que eres cuando estás a punto de morir no es tan importante como la persona que has sido durante tu vida. ¿Por qué deberían importar más unos instantes que toda una vida?

Vivenna no respondió.

—Todo el mundo se asusta, princesa. Incluso los hombres valientes huyen a veces la primera vez que se ven en una batalla. Por eso en los ejércitos existe la instrucción. Los que aguantan no son los valerosos, sino los bien entrenados. Tenemos instintos como cualquier animal. A veces se apoderan de nosotros. No pasa nada.

Ella continuó mirando cómo Joyas colocaba con cuidado los intestinos dentro del vientre de Clod. De un paquetito sacó algo similar a una tira de carne.

—Lo cierto es que lo hiciste bien —dijo Denth—. No perdiste los nervios. Encontraste la salida más rápida. He protegido a algunas personas que se quedaron quietas esperando morirse a menos que las sacudieras y obligaras a correr.

—Quiero que me enseñes a despertar —susurró Vivenna.

Él se la quedó mirando, vacilante.

—Sería mejor que lo pensaras un poco, ¿no?

—Ya lo he hecho —respondió ella en voz baja, las manos sobre las rodillas, la barbilla apoyada en ellas—. Creía que era más fuerte de lo que soy. Creí que prefería morir antes de usarlo. Era mentira. En ese momento, habría hecho cualquier cosa para sobrevivir.

Denth sonrió.

—Serías una buena mercenaria.

—Está mal —dijo ella, todavía mirando al frente—. Pero no puedo seguir siendo pura. Debo entender lo que tengo. Usarlo. Si eso me condena, sea. Al menos me habrá ayudado a sobrevivir lo suficiente para destruir a los hallandrenses.

Él alzó una ceja.

—Ahora quieres destruirlos, ¿eh? ¿Se acabaron los sabotajes y retrasos?

Ella negó con la cabeza.

—Quiero derrocar este reino —susurró—. Tal como dicen los señores de los suburbios. Puede corromper a esa pobre gente. Puede corromperme incluso a mí. Lo odio.

—Yo…

—No, Denth. —Su pelo se había vuelto de un rojo oscuro, y por una vez no le importó—. Lo odio de verdad. Siempre he odiado a esta gente. Me quitaron mi infancia. Tuve que prepararme para convertirme en su reina. Prepararme para casarme con su rey-dios. Todos decían que era un hereje impío. ¡Y, sin embargo, yo tenía que acostarme con él! ¡Odio a esta ciudad entera, con sus colores y sus dioses! ¡Odio el hecho de que me robara la vida, y luego me exigiera que dejara atrás todo lo que amo! Odio las calles abarrotadas, los jardines silenciosos, el comercio y el clima sofocante. Y odio sobre todo su arrogancia. Pensar que pudieron forzar a mi padre, obligarlo a firmar ese tratado hace veinte años… Han controlado mi vida. La han dominado. La han destruido. Y ahora tienen a mi hermana.

Inspiró profundamente, los dientes apretados.

—Tendrás tu venganza, princesa —susurró Denth.

Ella lo miró.

—Quiero que sufran, Denth. El ataque de hoy no tenía por objetivo sofocar un elemento rebelde. Los hallandrenses enviaron esos soldados para matar. Matar a los pobres que ellos mismos crearon. Vamos a impedir que hagan esas cosas. No me importa lo que haga falta. Estoy cansada de ser simpática y amable e ignorar la ostentación. Quiero hacer algo.

Denth asintió lentamente.

—Muy bien. Cambiaremos de estrategia, empezaremos a lanzar ataques un poco más dolorosos.

—Bien —dijo ella. Cerró los ojos, frustrada, deseando ser lo bastante fuerte para mantener todas esas emociones a raya. Pero no lo era. Las había reprimido demasiado tiempo. Ése era el problema.

—Esto no fue nunca por tu hermana, ¿verdad? —preguntó Denth—. Lo de venir aquí.

Ella negó con la cabeza, los ojos todavía cerrados.

—¿Por qué, entonces?

—Me he instruido toda la vida —susurró Vivenna—. Yo era quien iba a sacrificarse. Cuando Siri se marchó en mi lugar, me convertí en nada. Tenía que venir a recuperarlo.

—Pero acabas de decir que siempre has odiado a Hallandren —dijo él, confuso.

—Y lo odiaba. Y lo odio. Por eso tenía que venir.

Denth guardó silencio unos instantes.

—Demasiado complicado para un mercenario, supongo.

Ella abrió los ojos. No estaba segura de comprenderlo tampoco. Siempre había controlado con firmeza su odio, dejándolo manifestar solamente como desdén hacia Hallandren y sus costumbres. Ahora se enfrentó a ese odio. Lo reconoció. De algún modo, Hallandren podía ser repulsivo y atractivo al mismo tiempo. Era como si hubiera sabido que hasta venir a ver el lugar con sus propios ojos, no tendría un foco real, una comprensión real, una imagen real de qué era lo que había destruido su vida.

Ahora lo comprendía. Si sus alientos ayudaban, entonces los usaría. Igual que Lemex. Igual que aquellos señores de los suburbios. No estaba por encima de aquello. No lo había estado nunca.

Dudaba que Denth lo comprendiera. Vivenna señaló a Joyas con un gesto.

—¿Qué está haciendo?

Él se volvió.

—Colocando un nuevo músculo —dijo—. Uno de los del costado quedó desgarrado. Los músculos no funcionan bien si los coses. Hay que sustituirlo todo.

—¿Con tornillos?

Other books

The Book of Madness and Cures by O'Melveny, Regina
Between These Walls by John Herrick
Defiled Forever by Rivera, AM
Claudia Must Die by Markinson, T. B.
Perfect Lie by Teresa Mummert
The Devil's Bag Man by Adam Mansbach
American Bad Boy: A Military Romance by Eddie Cleveland, Sadie Black
Partials by Dan Wells